Esta semana no se me ocurrió nada sobre un tema o película en particular, así que aquí van unos párrafos cuya primera letra coincide con las del abecedario en el orden que lo conocemos. Sólo falta la Ñ.
Anoche vi una fiesta retrobrujeril para los ojos, que lloraron lágrimas de sangre recordando los colores de la Hammer y de Bava. Las actuaciones no tienen nada que ver con el realismo y los actores se ponen en bolas con la belleza flasheada de hace cincuenta años, cuando Russ Meyer, los hippies, el ácido, los satanistas y cuanto fuera o pareciera contracultural hicieron vivir en éxtasis permanente a las imágenes. Como en They Live y El príncipe de las tinieblas, todo lo que parece ser parte de una película torpe, barata y amateur es tan deliberado que se conecta con las vanguardias y modernismos varios. Así como en Carpenter uno se encuentra con Godard, acá puede aparecer Percival, el galo de Rohmer, en un bosque tan californiano que uno espera la aparición de los knightriders de Romero, y monólogos a cámara que se parecen a los de las películas de Eugene Green, bastardos de los Manoel de Oliveira paridos por un hijo díscolo de la vulgata «americana» que, aún viviendo y filmando en Europa desde hace décadas con tal de sacársela de encima, lleva su grosería en las venas (como lo demuestra la sátira de los funcionarios culturales en Le point des arts). La banda sonora sabe que el mejor cine contemporáneo se cocina con los ingredientes de los géneros filmados en Europa durante los 60 y 70. La frutilla del postre, si no el corazón del Golem, es que tan gloriosa joda no deja de ser una vez más la gran tragedia del amor: The Love Witch (Anna Biller, 2016).
Buñuel retira la grúa de la iglesia al comienzo de Él disimulándola entre la multitud. Becker la mete en el decorado de un pasillo, levantándola apenas para realzar la espalda de Gabin en Touchez pas au Grisbi. Después de los títulos con letras blancas sobre fondo negro, y ensayos musicales intermitentes, el primer plano de Va savoir sólo deja ver la presumible silueta de una mujer iluminada por un reflector y dirigida por la voz de un hombre. La distancia entre la cámara y la silueta varía a medida que aquella se aleja y baja, pues las indicaciones espaciales son menos visuales que sonoras. Cuando se encienden las luces del teatro en el que transcurre la escena, nos damos cuenta de que asistimos al prodigioso enmascaramiento de una toma con grúa. Los tres evitan la panorámica ostentosa, dándonos una percepción diferenciada del espacio cerrado que nos sitúa en otra dimensión de lo cotidiano habitable. El pasillo de Becker será el umbral de una explosión violenta, la iglesia de Buñuel acaba de ser profanada por la más voluptuosa de las misas, y el teatro vacío de Rivette no se nos abre a la obra sino a su ensayo entre tinieblas.
Cuando el nene flautista corre el telón y la comparsa de personajes desciende por el andamio de 8 y medio… Cuando Claudia atraviesa la estación y la cámara se eleva para que veamos el cuento en construcción de Érase una vez en el Oeste… Son los únicos momentos que me hacen llorar literalmente cada vez que los veo. Fellini, Leone, Rota y Morricone, cuatro nombres de la inmortalidad para mi corazón. Los demás somos Nadie. Cuando Robards le dice a Claudia que Armónica no se va a quedar con ella ni con ninguna porque es de esos tipos que tienen «algo que ver con la muerte» está diciendo que es, como nosotros, un cinéfilo. Las grandes películas son ese algo que nos ponemos a ver con Ella, que también se llama Asanisimasa.

Durante años no le di bola a Bertrand Tavernier. Tanto es así que ni siquiera me acuerdo si vi alguna de sus películas. Ni mi amor por Romy Schneider, que ya dura décadas, fue razón suficiente para que viera La muerte en directo hasta ayer. Y creo que el menosprecio mayor lo sufrió Un domingo en la campiña, a la que supuse una remake del mediometraje de Renoir. No sólo es otra cosa, con burgueses en vez de pequeños burgueses y, en lugar de impresionismo, puesta en escena de la imposibilidad del impresionismo para el protagonista y, por qué no, de la grandeza para el director. El parlamento del viejo pintor académico, pronunciado por quien fuera letrista de alguna de las canciones que se escuchan en La ronda de Ophüls, encarna las palabras del guionista y autor de la novela original, Pierre Bosch, uno de los dos hombres más vilipendiados de la historia del cine, desde el artículo de Truffaut. También define con precisión el cine del propio Tavernier y de todos aquellos que no rompen el molde. Esta película, que tiene un falso flashback tan fabuloso como el último de Cuando huye el día, me enseñó que todo flashforward es mortal.
En El piano mudo, de Jorge Zuhair Jury, transportan el instrumento de Miguel Ángel Estrella de la ciudad al campo para que los campesinos escuchen cómo suena por primera vez. Quien organiza la cuestión tiene que decir unas palabras y antes de empezar se pregunta: «¿Cómo le explico?». En la escena inmediatamente anterior, el propio Zuhair Jury aparece cabalgando a la vera del camión que lleva el piano y larga este gran monólogo acompañado por el movimiento lateral de la cámara: «Vos sos el Atilio Santillán, ¿qué no? Dirigiente y cañero. Y vos el Benito Romano, ¡cojudo también! Yo los vi en la última zafra y me gustó cómo carajeaban a los patrones. Los carajeaban a los patrones, sí, señor, al mismísimo Patrón Costas carajeaban. ¡Eso me gustó! Por eso cuando me enteré que querías ver la gente en el algarrobo viejo, hablé a los más que pude. Mi mujer parió hace tres días, pero viene después en carro». Veinte años antes, en El fantástico mundo de la María Montiel, Bebán se preguntaba: «¿Cómo explicar tanta maravilla?».

Fábula corpórea, epopeya del corazón y continua expresión del deseo. Termino de ver Nosotros, los monos con el recuerdo encima de El fantástico mundo de la María Montiel, El camino hacia la muerte del viejo Reales y Cochengo Miranda, y escribo: Hay una poesía nacional hecha de precariedad, azul, celuloide con grano, tinta roja de ladrillo barrial sin revoque o madera de villa miseria, pared descascarada y calles de tierra, guitarra, barro, pudor, explotación, cariño y maltrato. Un llanto cinematográfico malamente retenido, una dulzura que el dolor no derrota. Que sabe la sensualidad incluso en la pobreza, y que no le esquiva el bulto al goce. Una poesía plebeya, brutal, sentimental y solidaria que desborda el documento para volverlo cuento. Una poesía fatalista que no se come el cuento del progreso aséptico aunque eche mano a lo que le sirva de él. Sabe, con Pasolini, que la salvación es la única pasión estética considerable justamente porque no existe. Una poesía que, mientras se esfuerza políticamente, nos hace sentir la discrepancia entre esa tarea y el anhelo de absoluto, tan verdadero como el melodrama. Puede que esa distancia sea la singularidad del espíritu que se objetiva en tales películas (así como en las de Favio y en otras que ahora no recuerdo o todavía no conozco, filmadas especialmente durante los 70). Poesía que se da en los márgenes, la clandestinidad, el exilio y la derrota, porque no es una poesía del poder sino de la esperanza. O sea, del dolor. Poesía trágica. Entonces, sagrada. Y por eso mismo popular. Siempre, desmesuradamente amorosa.
Germi filma a un hombre desesperado que da vueltas por los pasillos de un hospital. No deja en paz a las enfermeras ni a los médicos. Va a ser padre. Su ansiedad será la de la película, multiplicada por tres. Conoceremos su historia, que incluye varios flashbacks, gracias a una conversación que es y no es una confesión. L’immorale es un parto, no sólo porque todo transcurre mientras la tercera de las mujeres del protagonista está por dar a luz en verano. Tognazzi es un monstruo, pero también un héroe (ambos roles, se sabe, son intercambiables). En tanto monstruo, uno más de los que abundan en el cine italiano de la época, que llegó a tener dos películas de Dino Risi con ese tipo. O con EL tipo, diría Wimpi. Porque los monstruos de la comedia alla italiana son comunes y corrientes, pequeños burgueses pequeños tan potencialmente sacados como el Norman Bates de Psicosis, que redefinió la monstruosidad como inherente al sujeto moderno. Ese monstruo de la actuación que es Tognazzi en esta película (y en todas) es un macho a destiempo, viejo líder polígamo de la tribu que mantiene tres hogares a la vez sin que Germi acentúe nada de la picaresca sexual. Imagínense un débito conyugal multiplicado. El sexo es lo de menos y a todo lo rige una contabilidad menos monetaria que sentimental: el énfasis no está puesto en el placer sino en la serie de obligaciones que su personaje asume de buena gana, cada vez más con más sangre, sudor y lágrimas. Tognazzi quiere a las tres porque sueña con juntar a todos y todas mientras toca a Schubert de día en una orquesta y de noche para la olla en cuanto café concert encuentra. «Todos juntos, todos juntos», repite mientras hace malabares para contentar a esposas, amantes, hijos e hijas propios y ajenos, y organiza un encuentro falsamente casual en una calesita. He visto pocas escenas más tristes que esta última.

Hasta anoche había visto una sola película de Franco Brusati y me alcanzaba para preguntarme quién era el responsable de esa aplanadora que es Pan y chocolate. El tipo agarra las películas en que un italiano emigra o se va de paseo a otro país (que mucho tienen que ver con nosotros, como el Francella de los 90 -pero también el Abril en Nueva York de Piroyansky de hace un par de años- nos lo recuerda), y las transforma en otra cosa. Como Polidori en Il diavolo con Sordi, la mirada provinciana no es necesariamente motivo de vergüenza sino el más afilado bisturí, además de un existencialismo sin pompa. Y las consideraciones nacionales, que siguen existiendo en la de Brusati sin constituir ningún tipo de esencialismo, pasan a un segundo plano: el tipo se vio venir la anomia global contemporánea mucho antes de que los directores serios filmaran una etiqueta sociológica tras otra. Sordi hizo de todo ello un entretenimiento, varias veces dirigido por él mismo, pero la de Brusati lo cambia por Manfredi para convertirlo en un inesperado autorretrato. Dicen que Brusati era elegante, culto y melancólico. Estuvo en Suiza, pero nunca trabajó de camarero como su personaje. Se sabe que su temperamento lo hizo sentirse sapo de otro pozo bastante seguido. Fue un exitoso comediógrafo, escribió más de treinta guiones (de unas cuantas películas famosas), rompió las boleterías con esta película y fue nominado al Oscar por Dimenticare Venecia (si Il davolo la rompe porque Polidori metió a Sordi en una de Bergman, en esta Brusati le pifia por meter a Bergman -Erland Josephson incluido- en una tanada): no le alcanzaba. Así que le transmitió su spleen a este tipo inculto pero inteligente para filmar la vida de un camarero (un siervo) desde el punto de vista de un artista del siglo veinte que sabía muy bien qué cosas siguen sin cambiar en el mundo, por muy moderno que sea (la secuencia de los pollos despluma literalmente a cualquiera). Como amaba a De Sica, no le temía a la eficacia sentimental. Como amaba a Fellini, diseñaba sus películas alrededor de un puñado de secuencias formalmente formidables. Como amaba a Renoir, le rindió homenaje a esa secuencia de La gran ilusión en que un grupo de hombres, sin mujeres durante demasiado tiempo, se quedan boquiabiertos pero mudos cuando uno de ellos aparece travestido. En aquella eran soldados durante la Primera Guerra Mundial. En esta, inmigrantes ilegales italianos en Suiza la pulcra, donde te mandaban en cana por mear en la calle. Del comienzo ni les hablo, o les cuento qué pasa de un jardín al más oscuro de los bosques. Lo que Brusati hace con la música no se puede creer. Haydn puede ser tan glorioso como siniestro, tan sonoramente valioso como el grito de un gol, y el tango aparece para lo que importa: pasar de la risa al llanto o viceversa. Después de ver Pan y chocolate no podremos mirar otro plano y contraplano de dos personas conversando sin pensar que cualquiera de ellas puede estar rascándose el culo en ese mismo instante aunque a la cámara no le importe mostrarlo.
Igual que Fellini en 8 y medio, en Vaghe stelle dell’Orsa Visconti hace caminar a Claudia en puntas de pie como si fuera una bailarina, la muñeca que gira en una caja de música, un espíritu. Como si no fuera de este mundo: diosa o marioneta, agente o paciente del destino. Así que me corrijo, no hay nada que pueda reclamar con más derecho su pertenencia mundana que la fatalidad. Zurlini le había puesto una toalla en la cabeza para transformarla en majestad egipcia mientras Jacques Perrin tocaba Aida en el wincofon de La chica de la valija. Hay que arrancarse los ojos después de ver tales cosas, me dice un amigo. Entonces me pregunto qué hago yo con los míos todavía en su lugar después de haber visto tanto. No debe haber más monstruosa belleza que la de quienes hemos tenido la suerte -que también es decisión- de mirar con los ojos de Visconti o de Fellini. Sospecho que ellos mismos un día se pusieron a filmar para no seguir viéndolo todo con la mirada, igualmente monstruosa y sublime, de Ophuls o de Renoir. El cinéfilo es Edipo. Y Hamlet. Quien, me dicen, es Orestes. Vaghe stelle dell’Orsa, que entre nosotros se estrenó como Atavismo impúdico, está llena del vacío de un palacio vencido por la voluptuosa presión de tiempo, traiciones, incesto, corrupción y muerte, todavía presentes con su vida virtual de fantasmas, entre Leopardi y Ornella Vanoni. Es la película de terror de Visconti, quien supo describirla como «un giallo donde todo es claro al principio y oscuro al final».

Joao Cesar Monteiro no se tendría que haber muerto nunca. De lo contrario, no debió haber nacido. El último chapuzón empieza con un pibe más bien feo y con cara de tristeza sentado en un malecón de Lisboa. Un viejo que trabaja en el puerto se le acerca y le dice que lo estuvo observando durante dos horas y doce minutos y que no es el primero al que ha visto en su vida llegar hasta allí con la intención de suicidarse. El pibe le pregunta si se habría tirado al agua para salvarlo y el viejo le contesta que no, que lo hubiera acompañado. Entonces el pibe amaga con zambulirse y el viejo lo ataja diciéndole que hay tiempo suficiente para tomarse unas cervezas. Así comienza la primera de las dos noches durante las que transcurre la película: cenan en lo del viejo mientras, impertérritos, oyen los insultos que la postrada esposa profiere desde el dormitorio hasta que acaban el guiso y se van. Pasan la primera noche charlando, chupando, bailando y recorriendo Lisboa con tres mujeres. La más hermosa de todas es igual a la chica del retrato que el pibe relojeó en la cocina del viejo. Este le dice que es su hija Esperanza, que tiene “la conchita más hermosa del mundo” y que pasará la noche con él para devolverle la felicidad. Un rato más tarde, mientras la imagen nos muestra a Esperanza y el muchacho jugando como si se tratara de dos chicos que están frente al objetivo de una de esas máquinas que sacan fotos 4×4, hacen el amor en la banda sonora, y la vieja dualidad cariño-deseo convive en la división audiovisual. Durante la segunda noche ven a una mujer que ejecuta la danza de los siete velos (dura más o menos diez minutos y es bailada dos veces, la segunda sin música), y a la mañana siguiente el viejo se tira al agua pero el pibe no, tras lo cual y después de algunos desplazamientos temporales, la película termina con la voz de un hombre que recita a Hölderlin mientras la pareja camina entre girasoles altísimos, bajo un sol mediterráneo cálido y acogedor.
Konopielka (Witold Leszczynski, 1982) es una película sobre una aldea separada del mundo por unos pantanos a la que llegan unos funcionarios socialistas y una maestra, y con ellos la promesa del progreso, que sólo al ser comparado con el mito de un caballo de oro escondido en la tierra es comprendido por los paisanos. La película es de 1982, pero su blanco y negro es de la década del 60. A fines de ella su director había filmado otra belleza: Los días de Mateo. Ambas importan por motivos que exceden los formales, pues hay algo que las películas suelen mostrar cada vez menos: “la casa grande” rural en la que llegaban a convivir simultáneamente varias generaciones y, de ese modo, una clase de organización social, de vínculos, relaciones, sentimientos y modos de ocupar un mismo espacio; una noción de hogar que se ha perdido y podrá perdurar en las cinematografías conectadas con sus raíces campesinas; una mezcla de creencia, crueldad, ternura y promiscuidad de la que el cine a menudo ha sido testigo: formas de lo sagrado pasoliniano que acaso sólo puedan perdurar en el cine mientras haya directores sensibles a ello.
La cosa empieza con la última línea de los créditos de El ornitólogo. Además de los nombres de Gary Cooper, James Stewart y David Bowie, aparecen los de Margarida Cordeiro y António Reis. Acá hay gato encerrado, me dije, porque este año había visto una película del segundo. Si estaban en la misma línea que esos otros gigantes tenía que investigar. Y me encontré con una película maravillosa: Trás-os-montes. Así que había gato encerrado nomás, montés para más datos. Sólo conseguí una copia digitalizada de VHS con subtítulos en inglés. En una secuencia la cámara mantiene su posición -y el montajista el plano- para que un ganso termine de pasar tranquilo, aunque ya no hayan seres humanos por ahí. A esa altura me habían comprado los chicos, más bien austeros salvo el pastorcito atorrante del principio, pero sobre todo el punto de vista infantil que la película construye y contagia. Poco después aparece la figura misteriosa de un abuelo, ausente en la conversación que sostienen madre e hijo, y la mención del país al que emigra ese hombre me hizo sentir en el más familiar de los ámbitos: el propio, el íntimo, el sagrado. Un flashback que se abre paso más poética que narrativamente sostiene el plano de la partida de ese abuelo, entonces solamente padre, menos para verlo desaparecer que para mostrarnos cuánto puede despedir una hija a su padre, que es otra forma de quedarse con él o con algo de él en su interior. La última vez que la nena levanta la mano para saludarlo, sin que ese hombre pueda verla ya, casi lloro: la duración del plano pasa a ser el equivalente temporal de una distancia física y técnica -la que por entonces mediaba el trayecto entre Portugal y Argentina, vale decir entre Europa y América del Sur- y de unos procesos psicológicos, anímicos, espirituales: como no lo vemos volver, esa despedida se prolonga en el presente del relato de la hija, ya adulta y ya huérfana, que lo recuerda y se lo dona al nieto de ese hombre. Trás-os-montes transmuta la evidencia física de la imagen cinematográfica en memoria, historia, mito, milagro: documento enamorado, reunión espiritual. Un padre puede ser un árbol y unos niños, tatarabuelos de sí mismos, bisabuelos de dos viejos que comparten el plano como si fueran dos momentáneas estatuas de carne.

Llewyn Davies no tiene pecado porque no hay otro pecado que el de ser. En su caso, ese pecado es también el del superviviente, como se lo recuerda siempre la ausencia del otro integrante del dúo que habían conformado juntos, pero los Coen no hacen un elogio de la culpa ni miran con lástima a su personaje para extorsionarnos, entre otras causas porque miran con los ojos de un gato, con la perpleja mirada no humana -no humanista- de un bicho que ve pasar en subjetiva las estaciones del subterráneo como postas de un planeta remoto. Como ese gato está a hombros del protagonista, que mira hacia el interior ignorando a la película que lo ha olvidado a pesar de ser su protagonista ¿por qué no pensar que esa mirada-gato es la de la nuca del hombre? ¿Y si el Cine fuera aquello capaz de darnos la subjetiva de nuestra nuca, el atónito placer de ver lo que imaginamos, no en el sentido de la literal traslación fantástica, sino en el de lo virtual? En Peeping Tom la madre de la vecina del protagonista dice que mira con la nuca, que habla a través de ella. ¿Qué mira uno con la nuca? La mujer de la película de Michael Powell que le otorgaba tanta importancia a esa parte de su cuerpo era ciega. La nuca, entonces, sustituía a los ojos. Era usual decir de Maradona, y de algún otro jugador excepcional como él, que tenía ojos en la nuca. En ese caso, su capacidad de visión se completaba. Con la nuca se tendría acceso a la mitad oculta del campo de visión (Diego sería el alter ego de Ophuls en La ronda). Yo prefiero pensar que sugiere alguna clase de revelación. Receptáculo de mensajes divinos, alucinador o clarividente, quien deposita su confianza en la nuca no se fía de las apariencias, descree de los ojos, y quién sabe si no también de la boca. Porque la nuca es superficie lisa. En tal caso, quien viera mediante ella, sea lo que fuere aquello que le dieran a ver, no sería capaz de transmitirlo. No tendría con qué, no habría por dónde.
Me puse a ver el segundo capítulo de la segunda temporada de El marginal, dirigido por Caetano, y en una de las mejores escenas -por el contraste entre lo que sucede y la música, junto con el movimiento de la cámara ligeramente lenta que se va abriendo al plano general- se me ocurrió que el patio de ese penal es el escenario más parecido a un conventillo que la ficción nacional debe de haber filmado en décadas. «No hay tercera posición: o cogés o te cogen», se escucha en el primer capítulo. Y un inmediato deus ex machina, que bien podríamos llamar falso deus ex machina porque caga a otros para salvar a uno, lo ilustra con claridad meridiana. Lo que hay es mucho menos movimiento de cámara al pedo; un protagonismo externo tranquilizador algo menos relevante que el año pasado, aunque Lamothe podría ser la mosca blanca que facilite la identificación tanto como Minujín; y El Sapo, un personaje más grande que la vida: mezcla de majestad del bajo fondo y Jabba el Hut al que trasladan en un increíble trono rodante. Caetano sabe que no hay verosímil realista que valga para imprimir una verdad, y la suya pasa menos por el tarantinismo cool de Luis Ortega que por la habitual economía política carpenteriana. Los actores -profesionales o no- están bárbaros, entre otras cosas porque Martina Guzmán, lo más flojo de la temporada anterior, todavía no aparece mucho y el protagonismo recae en hombres y mujeres de más de sesenta años.

No es Cartas de una enamorada sino Caught la película fascinante de Ophuls filmada en Estados Unidos. Entre otras cosas porque Cartas de una enamorada es una película «europea», que ya había filmado antes e iba a filmar después mejor, vale decir con más libertad poética y facilidades técnicas, en la propia Europa. En Caught, sin embargo, no sólo tiene que lidiar con el presente estadounidense, y se nota que ni EE.UU. ni el presente le gustaban (su alter ego de La ronda dice que el país que prefiere es el pasado), sino también con las limitaciones de medios. El baile siempre ha sido el modelo máximo de plenitud en el cine de Ophuls, expansión del cuerpo y del espíritu que transporta a personajes y puesta en escena. Cartas de una enamorada carece de él, a diferencia de Caught, donde filma uno que está a la altura de los de La signora di tutti y Madame de… porque enfatiza la compresión como antípoda del despliegue. Compresión que no es la de los personajes sino la del propio director en un sistema de producción y una cultura que lo ahoga, pero a los que expone desde adentro, sin la facilidad de la denuncia (Petzold hojea el mismo catálogo capitalista de Caught en Barbara). Esa constricción hará que filme los espacios como nunca, ampliando diminutos interiores gracias a sobreencuadres impensados que fragmentan el plano. Lo que llama poderosamente la atención de Cartas de una enamorada es el tiempo, tan dilatado que anticipa la extrema morosidad de esas propuestas modernas que cultivarán el tedio suponiéndolo revolucionario. Quizás por eso, más allá del colorido deslumbrante, muchos modernos prefirieron la pesadez de Lola Monte a la ligereza de La ronda entre las películas más autoconcientes de Ophuls.
Olmi, un hermano, ha muerto. Miro un plano de Il posto y me pregunto qué sentido tiene una vida no regulada por la naturaleza. Un muchacho se cambia en el baño de la fábrica donde ha entrado a trabajar de mensajero. Llueve y allí también se escucha el ruido de la lluvia. Pienso, por contraste, en los microclimas aislados de modernos edificios y regreso al galpón de la casa de mis abuelos en Polvaredas, con su techo de chapa de cinc a dos aguas, su piso de tierra y las herramientas de lo que fuera un taller. Cuál es el sentido de una vida no regulada por la naturaleza, me pregunto consciente de que a esta altura no sabría vivir otra que no fuese esta, mucho más cómoda y protegida. Acaso me sabe tan insípida porque aquella es hoy ya solamente la de la infancia. Pero yo sé que fue real porque mis sentidos guardan su memoria impresa en el cuerpo, presta a resucitar con imágenes no digitales y sonidos de películas atentas a esa particular organización de la sensualidad. Ahora escucho el agua del tanque que se rebalsa y a mi abuela Irma alzando la voz para que Atilio, manejando su sordera a conveniencia mientras me enseña a jugar a la escoba de quince, apague el motor y con él esa regularidad que ya no me garantiza la existencia con su estrépito.

Por fin vi Les bonnes femmes. Por primera vez una película de Chabrol me hizo pensar en la frase «obra maestra», sin obligarla a ser homogénea ni armónica. Qué mujer Bernadette Lafont por dios, rotunda y traviesa, nada que ver con los lánguidos paradigmas de muchos cines que se llaman independientes y no pocas veces son sólo desabridos, entre otras cosas por la falta de personajes y de cuerpos como ése. Quizás por ella, por la hermosa y larga secuencia del cafe concert y por el amor a la farsa, pensé que debe de ser la película más italiana de Chabrol y seguramente de la Nouvelle Vague.
Que Cenizas y diamantes tomó del cine yanqui a James Dean como modelo de actuación y apariencia para su protagonista lo tenía bastante claro. Lo sorprendente fue notar cuánto se parece a Sed de mal cuando filma al líder comunista que es el objetivo del atentado. El cine de Andrzej Wajda me parece un tren de cargas: interminable y pesado. Sigo mirándolo -sin la fascinación hipnótica con que puedo mirar un verdadero tren de cargas- para encontrar al menos un vagón que me asombre. No dudo de su importancia histórica y política, y admiro su capacidad de producción, su voluntad de trabajo, pero hay varios directores polacos de su misma generación -Kawalerowicz, Kutz, Leszczynski- que, filmando menos películas, cada uno me han regalado al menos un par que amo. Lo mismo pasa con un director previo como Aleksandr Ford y con varios de los que vendrían después: Skolimowski, Polanski, Zulawski.
Rígida escuela religiosa inglesa, alumnado puramente femenino, cuerpo docente tirando a viejo en el que únicamente se destaca la juventud -y algunos atributos más enaltecidos por ella- de Fabio Testi, profesor de educación física. Al principio lo vemos en un bote con una alumna a la que quiere desvirgar. Lo que sucede entonces no es solamente una situación típica de giallo, con el sentido del humor propio del género, sino también un planteo poético. La chica ve un brillo que la encandila y su sobresalto frustra la iniciativa sexual del profesor. En vez de creer en ella, Testi supone que es una excusa y eso da pie a un discurso psicológico de adulto superado, gracioso por fuera de lugar pero también porque nosotros compartimos el punto de vista de ella. En una sola secuencia aparecen el hecho y la interpretación, el plano y el montaje. En una secuencia como esa uno hasta se puede preguntar qué es el cine y qué clase de espectadores somos. Lo único que parece preguntarse la grandiosa película de Dallamano es: Cosa avete fatto a Solange?

Sobresaltado, me despierto pensando que las palabras le deben obediencia a vaya a saber uno qué autoridad. Una imagen tapiada me impide dormir. Me levanto y escribo. Que la pared pueda haber sido la fachada de la casa de mis abuelos ya no importa. A los fines de una escritura puramente vuelta sobre sí misma es un estorbo. Habría una persona detrás de esas palabras, un personaje contra la pared. En todo caso, dos abortos de lo que debiera fluir sin conciencia de sí (el ruido del aire acondicionado, la gata dormida, los ladridos de un perro en la calle reaparecen para desbaratar la inanidad) ajenos al origen del impulso. En su condición de obstáculos, sin embargo, mantienen fatigosamente vivo el placer primero, ahora silencioso y frágil. Si escribir no difunde la delicia previa al sueño, no sé para qué lo hago. Pero si no escribo, ¿por qué estoy despierto? El verso tuvo siempre la coartada infantil de la rima, su segura coincidencia, la contabilidad. Ya sin ellas, me seco al sol del insomnio. El entendimiento arroja luz, se arroga el saber de una frase hecha. Mejor sería que solamente nos iluminara la sin razón de los colores. Me andan haciendo falta ojos sin explicaciones.
Tita es inmensa. Ninguna más grande que la vida como ella de nuestras divas. Es Maradona. En la entrevista que le hace Antonio Carrizo se la pasa haciendo y diciendo maravillas. «Un hombre triste no rinde» / «Es tan subestimado el melodrama» / «La alegría no te deja arrugas» / «Hay que tener las espiroquetas muy bien puestas» / «¿Morocha? Ahora soy tordilla» / «Una vez, hace unos años, compré Ulises. No salía de la primera página. ¿Quién me habrá mandado a meter?» / «El arte dramático está en la calle Corrientes… angosta» / «Tenía unas patitas… Caminando se aprende mucho» / «La vida, con los tímidos, no la pelea porque esa ya la tiene ganada» / «La muerte es un cerrar de ojos para no saber que a cada minuto hay un aumento» / «Los pobres están muchos más pobres ahora, y yo soy de ese bando» / «¿En qué momento te diste cuenta de que eras famosa? Desde que me empezaron a fiar» / «Llevame a tu camarín que sos con la única mina que se puede hablar, me dijo Gardel». A los diez minutos hace un elogio de la ternura. Cita a Scalabrini Ortiz a los veinte. A los treinta y seis canta. Parodia a Lamarque y a otras de voz finita a los treinta y ocho, pero homenajea a Rosita Quiroga. Su trabajo cinematográfico preferido es el de Guacho.
¿Un giallo? No, À double tour, precursora del giallo. Debí esperarlo de un seguidor de Hitchcock como Chabrol. Ninguna película de él me había fascinado hasta ahora por mucho que hiciera aterrizar un barrilete en el culo de Romy Schneider. Nada de mí se siente comprometido con ninguna, pero À double tour es una de las intersecciones cinéfilas más placenteras, casi gozosas, que he visto. Empieza con una especie de caleidoscopio que anticipa los créditos de Danger: Diabolik. La escena de títulos anuncia los flashbacks posteriores, que son versiones subjetivas de sucesos elididos. En la primera secuencia del presente una pin up en bikini se asoma a la ventana de un caserón de piedra para coquetear con el viejo que corta el pasto y con cualquiera que pase por allí, casualmente un lechero musculoso. A decir verdad es su piel la que coquetea con el sol mediterráneo de technicolor europeo, entre el colorismo hollywoodeano de la segunda mitad de los 50 y el pop. Después de diez minutos de sátira burguesa en clave de comedia, típicos de eso que Haneke nunca aprendió de Chabrol, pasamos de la gracia burlona a la vital con Belmondo conduciendo un descapotable en París. Es el prometido de la hija de los dueños del caserón donde vimos asomarse a la empleada doméstica apta para todo servicio, y también una versión del Boudou de Renoir que no necesita ser salvado. Su descarada y zaparrastrosa presencia desordena a la familia mucho más que la amante del marido, artista plástica que el propio Belmondo le ha presentado y que Chabrol tarda en presentárnosla porque quien se llame Leda como ella no puede ser menos que una diosa. La familia burguesa se completa con la señora de la casa, vieja chupacirios tan arpía que no resisto la tentación de afirmar que es una protomadre de Norman Bates. Su hijo no es solamente un Norman Bates un año anterior a Norman Bates, sino también un proto Alessandro de I pugni in tasca. ¿Uno de los dos grandes Marco del cine le pondría ópera al final de su debut porque el psicótico de Chabrol se había obsesionado con Berlioz? À double tour es una bisagra entre el sublime romanticismo artificial del Hitchcock pre-Psicosis, los sensuales retratos europeos de la burguesía decadente de los 60 y el giallo.
Visconti hizo una película llamada Días de gloria allá por 1945. Leo que registra (y pone en escena) el final de la guerra, los juicios a los fascistas y la ejecución de las sentencias. En algún lugar averiguo que el propio Visconti testificó en los juicios y que tuvieron que llamarlo al orden por lo enardecido de su testimonio. Alguien que lo conoció por entonces afirma, no sin suspicacia, que Visconti creía en la justicia de esas ejecuciones. Sin tiempo aún para mirarla completa intento ver si se filmó a sí mismo en el juicio. No lo encuentro, pero lo que sí encuentro son las ejecuciones. La silla vacía donde ataban al condenado de espaldas al pelotón de fusilamiento me recuerda inmediatamente a Fabrizi en Roma, ciudad abierta. Tres ejecuciones se suceden mientras la voz en off no imposta neutralidad. Por primera vez veo volar la tapa de los sesos de un hombre fuera del cine de género. Sobre la última ejecución se encabalga la voz de una mujer del siguiente plano que grita «¡Muerte a los fascistas!».
Whispering Star es la Nostalgia de Sono Sion, pero con un régimen de literalidad más propio de Ferreri que de la simbólica tarkovskiana. Cuando unos insectos revolotean atrapados en un plafón, Sono Sion desbarata de inmediato la metáfora. Lo primero que vemos es una bacha. Después, a una mujer que cruza el plano delante del mueble. «Ya está, un ama de casa», pensamos. Y sí, lo es, pero astronauta. Y una máquina a pilas también, un robot, porque casi no quedan humanos en el universo. Así que no es capaz de sentir nostalgia ni tampoco, afortunadamente, de preguntarse por la razón de esa incapacidad o planteársela como una carencia. La acompaña una computadora central con forma de radio a galena. Cuando sospechamos que conspira contra la tripulante antropomórfica, la computadora pide disculpas, la mujer soluciona el problema y Sono Sion pasa a otra cosa. Durante los primeros cuarenta minutos no salimos de esa nave, que es como una casa de barrio, pero nunca nos aburrimos. La idea de ver a un ama de casa haciendo lo que se supone que hacen las amas de casa pero en medio del cosmos es fabulosa. El único espacio explorado es el monoambiente de esa nave. Hay un momento en que la computadora pregunta si puede ponerse a contar, como los chicos cuando le piden permiso a sus madres para salir a jugar, y se pone a enumerar objetos, que es lo que Sono Sion ha venido haciendo con lo filmado hasta el momento: el placer es inmenso y preciso. Durante el resto de la película vemos a la protagonista cumpliendo con su trabajo: es una cartera. No me refiero a un bolso, sino una repartidora interestelar de correspondencia. Aterriza la nave y durante un par de días se traslada a pie o en bicicleta hasta el sitio de la entrega. Nadie nos explica por qué no estaciona más cerca de sus objetivos porque esa es justamente la pregunta que está de más. Seguirla es otro de los placeres de la película. Escuchar es el tercero. Todos hablan en voz baja, pero se oyen aunque estén a muchos metros de distancia. ¿Hay algún significado oculto detrás de eso? No es más que la excusa para mostrarnos un aparatito que sube y baja los decibeles, un chiche, un gadget, la materialización de un procedimiento. Hasta el potencial simbólico de la única irrupción de color es neutralizado: lo impone el sobreencuadre. No es un atributo del paisaje sino de la ventana.
XXX: Rocco es una película tremenda. Su personaje alcanza una verdad y, por lo tanto, un límite que linda con la nada. Como esa verdad es la del cuerpo exigido al máximo de sus posibilidades, en este caso sexuales, el personaje necesita de una metafísica que justifique lo que percibe como vacío biológico o ausencia del más allá (quizás la inmanencia sólo deje lugar a la patafísica de una crucifixión porno involuntariamente paródica, como la que Siffredi concreta en su despedida). Entonces el documental reconoce las limitaciones del género y procede como una ficción, dándole lugar a un fantasma que no aparece como tal pero funciona como presencia obsesiva de alguien muerto que gravita sobre la vida del protagonista, y a la religión (aquí también aparece «la sonrisa de mi madre» de Bellocchio, cuyo reverso era justamente la hora de (la) religión). ¿Puede haber algo más -sólo en apariencia- increíble que la búsqueda de lo sagrado en una película sobre un actor porno? ¿Puede haber algo menos literalmente pornográfico que lo sagrado? Ahora que ya casi nadie filma tragedias ni melodramas aunque toda ficción funcione con sus procedimientos, que el terror ha despreciado la metafísica, y que el cine de autor se somete a la agenda política y social bien pensante sin reconocer otros planos de la realidad, aunque más no sean los del imaginario, este documental con alguna que otra pretensión artie y la aplicación virtuosa de estándares varios, como solamente el cine de género sabe hacerlo, consigue lo que casi nadie busca en este siglo. Anoche repasé Borsalino, que no veía desde la adolescencia. Jacques Deray no es un gran director, pero tampoco necesitaba serlo. Esta y otras películas funcionaban como producto colectivo de la industria europea de género. La película es una fiesta. Otra de aventuras, más que de gángsters, como la magnífica Los aventureros. Más allá de todo eso, y cuesta estar más allá de Belmondo y Delon juntos y jugando como chicos (no hay ninguna estrella femenina que los distraiga), el gran detalle fue descubrir que el personaje de Delon se llama Rocco… Siffredi. Así que en el algún momento Rocco Tano, según parece el verdadero nombre del Rocco Siffredi «real», vio la película -tenía seis años cuando la estrenaron- y adoptó el nombre de un personaje que, como él, sólo tiene un gran amor -la vieja- y una ambición tan ilimitada como melancólica. Para desmentir la leyenda del último plano de Borsalino, escribió la propia.

Ya murió Vittorio. Paolo se ha quedado solo. No habrá más películas de los hermanos Taviani, pero la última de ellas está disponible. Anoche la vi con amorosa reverencia. Una questione privata es algo así como una coda de La noche de San Lorenzo. Fuera de las obras maestras, es una de sus más hermosas películas: La niebla de los Taviani. En un plano sin cortes, uno de los momentos más cinematográficos de las últimas décadas, una nena toma un vaso lleno con agua. Lo último que han filmado los Taviani es la sed y se llevan un secreto tan evidente que ya muy pocos ven.
Zinedine Zidane, ya héroe cinematográfico como Ethan Edwards en Más corazón que odio, nos devuelve por un rato lo perdido al precio de perderse. Salvo durante lo que sería el entretiempo, la cámara de Zidane, un portrait du 21e siècle nunca lo abandona durante las alternativas de un partido de fútbol entre Real Madrid y Villareal. Cinedine con y sin la pelota, Cinedine corriendo, trotando y parado parado. Cinedine diciendo solamente en voz baja y muy de vez en cuando “ahí, ahí” (con eso le basta para ordenar al equipo), o Cinedine callado, ausente. Cinedine preocupado y Cinedine feliz (pocas secuencias más hermosas y cinematográficas que las de Zidane y Roberto Carlos riéndose juntos, una vez superado el peligro y cumplida la tarea). Cinedine como hombre y figura, imagen y cuerpo, actor y personaje, centro de todas las miradas (presentes y futuras) y periferia de sí mismo. Como héroe trágico, en suma, capaz de llevar sobre sí el peso de la propia realidad y el de las proyectadas por los otros, pero también juguete de un destino siempre dispuesto a estropearle la gloria (o la idea vacua, prolija y aséptica que se esconde detrás de esa palabra). Como en la última final de un mundial que jugó, en esta película Zidane se muestra humano, demasiado humano. Sobre todas las cosas, a Zidane se lo ve solo, se lo siente solo. Porque aunque seas una estrella, aristócrata de la pelota, la mayor parte del tiempo no la tiene atada a los pies (no es poco merito de los directores el que nos hagan sentir Zidane todo el tiempo que dura la película). Porque el zumbido omnipresente de la multitud es lo más parecido al silencio. Porque tarde o temprano a todos nos llega la hora del retiro, del cambio o de la expulsión.
Reblogueó esto en Semiología de la Comunicacióny comentado:
… .¨Porque tarde o temprano a todos nos llega la hora del retiro, del cambio o de la expulsión¨.
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