Yo no sé de dónde salió Jean Claude Brisseau ni quién me lo puede explicar. Su película anterior, La chica de ninguna parte, fue para mí una sorpresa completa y placentera, por su radical inesperabilidad, por su simplicidad, por lo que logra con nada, por los caminos que toma, yo qué sé. Ahora, con Que le diable nous emporte, ya ni sé para dónde agarrar.
No voy a hacer pasar mis búsquedas en Google por conocimiento cinéfilo, tampoco encuentro mucho sobre el viejo. Por lo que entiendo, el hombre viene filmando hace tiempo, y ha logrado seguir filmando, lo cual no es poco. Imagino que habrá sido uno de esos directores que hacen cosas buenas pero que el lugar común no ha transportado hasta nuestros días. Filmó, alguien habrá visto sus películas en aquel momento. Sigue filmando, vemos sus películas ahora. No sé si antes estaba igual de loco o si se piró por el camino, no sé si alguien lo consideró alguna vez un “autor”, ni sé tampoco si sus películas siempre fueron así de raras. Pinta que no, no las encontré, no pude verlas. Por alguna razón me gusta pensar que Brisseau fue alguna vez un director post nouvelle vague más o menos correcto (su primera película es del ‘74) y que ahora de viejo ya no le importa nada de nada y hace lo que quiere y lo que quiere es bastante extraño.
Una de las cosas que más llama la atención de Que le diable nous emporte, más allá de los argumentos multiplicados, enrevesados y rarísimos (con algún toque new age) es el uso descarado, abierto y gozoso de unos efectos especiales digitales que pasan de lo barato para rozar lo ridículo. Aparecen mucho, son importantes y cualquier espectador más o menos acostumbrado al flujo audiovisual actual los detecta como, por lo menos, precarios. Es una elección rara y claramente consciente. Esas elecciones hacen las maravillas de Brisseau.
La primera vez que aparecen estos efectos cósmicos en la película, es dentro de la trama, como un tema del cual se habla y que hasta en un momento se nos muestran en proceso de realización. Cuando la joven ninfómana que perdió su celular en una estación de tren del interior llega al departamento parisino en el cual vive la mujer que lo encontró, empiezan a hablar más o menos rápido y más o menos naturalmente de sexo, en principio porque la mujer parisina le estuvo chusmeando el celular a la chica y encontró una larga fila de videos eróticos selfie que la dejaron más que interesada. La mujer, entonces, pasa a mostrarle su “obra”: algo así como fotografías porno lésbicas estilizadas sobre fondos de galaxias y subte y palacios y estrellas y nebulosas que se interpenetran con los cuerpos. Picada en su curiosidad, la joven no solo pregunta por estas obras que le parecen bellísimas, sino que se voltea primero a la mujer y después a la dueña de casa, en un trío que se repite varias veces en la película y que, sobre el final, la mujer filma sobre un telón verde repartido por toda la habitación, para poder después mostrarle a su joven ninfómana protegida cómo es que hace esas maravillosas creaciones.
Las lesbianas galácticas que la mujer cuelga por su departamento son, para decirlo de forma fina, bastante kitsch. Sin embargo, dentro de la película los personajes hablan del trabajo de Camille como si fuera la quintaesencia del arte más bello. Es difícil creer que la ironía y la distancia habiten en este mundo creado por Brisseau, poblado de seres pasionales y extraviados, guiados por una santa sexual y un yogui que vive arriba y levita y se manifiesta en diferentes espacios a puro golpe del montaje más duro. El lenguaje místico, la flotación sexual, los azares cargados de sentido son todos parte de un universo que Brisseau crea con poco, pero cuyas reglas son claramente diferentes a las del nuestro. Ese mismo arte bello, ingrávido y carnal, es el que con el correr del metraje va ganando a la propia película, atravesada finalmente por la magia. La belleza de las obras de Camille pasa a ser la belleza de la propia Que le diable nous emporte, marcada en su propio cuerpo por esos efectos digitales chotos de fondo verde y bancos de imágenes genéricas.
No cuesta imaginar que, incluso con el presupuesto claramente limitado con el que se filmó esta película, hoy en día no habría costado demasiado encontrar alguna alternativa menos gruesa para esos efectos. Así como cualquier asesor de guión podría haber armado unos diálogos menos duros, unos personajes menos hieráticos o unas tramas menos caprichosas. La pobreza de Brisseau se nota, pero no porque aspire a más y se quede corto, sino porque trabaja de forma muy consciente con elementos muy limitados. ¿Podría haber habido más fluidez y más presupuesto? ¡No los necesita! El arte de Brisseau es armar cine con cuatro actores, dos departamentos y una sarta de ideas que a nadie más se le hubieran ocurrido.
No sé de dónde salió Jean Claude Brisseau ni a dónde se supone que quiere llegar. Sus películas se vuelven espesas y singulares a fuerza de tramas y personajes que aparecen, desaparecen y toman caminos que nadie espera. No podría intentar explicar de qué se supone que se trata Que le diable nous emporte.
Espero que el viejo siga filmando.