Desconcierto (y algunas ideas sobre Transit), por Marcos Rodríguez

Una y otra vez me encuentro en los últimos tiempos escribiendo que una de las razones por las que determinada película me gustó es, paradójicamente, que no la entiendo, que me sorprende, que no sé cómo agarrarla y mucho menos intentar explicarla. Si bien comprendo que no es muy razonable (y posiblemente sea un tanto peligroso) considerar el desconcierto como una categoría positiva, por lo que este puede tener de simple ignorancia del espectador, no deja de ser emocionante encontrarse con un objeto cinematográfico (escaso) que parece salirse de los moldes, buscar formas diferentes, que no apunta a apretar los tres interruptores que ya todos tenemos incorporados por nuestra cansada educación audiovisual para generar tal o cual cosa, sino que trabaja la forma cinematográfica siguiendo sus propias leyes, que a veces pueden resultar simplemente caprichosas. No hablo, por supuesto, de los escandalizadores profesionales, esos que parten de los lugares comunes y después los violan para generar un supuesto revuelo en el público, revuelo que suele ser más bien moralista, canchero y que en ningún caso se aleja de esos lugares comunes que dice violentar. Hablo, simplemente, de gente que hace otra cosa. Hablo de gente como Jean-Claude Brisseau, como Aleksei German, como Martín Rejman y (aunque no lo hubiera pensado en un primer momento) de alguien como Christian Petzold.

transit 3transit

Uno de mis mayores problemas con Petzold es que sus películas me encantan pero el hijo de puta hace tan bien lo que hace que nunca puedo decir nada sobre ellas. No tengo palabras. No porque esté anonadado por su genialidad (aunque en parte), sino porque todo es tan pulcro y liso que no tengo de dónde agarrarlo. Dicho esto como un elogio: el alemán es impecable. Uno podría siempre repetir argumento, hablar de la carrera y la vida de Christian como si fuéramos amigos de la secundaria, pero ¿a quién le interesa eso?

Con Transit lo logra otra vez: empieza la película y medio que no entiendo, me va comprando y al final estoy al borde de las lágrimas y casi que no sé por qué. Pero en Transit hay una diferencia: en esta el procedimiento más básico con el que se construye la película está muy en evidencia, puesto en primer plano, casi como una barrera para el espectador que lo frena de entrada. Supongo que algunos no lograron pasarla. Yo entré en Transit (maldita sea la era de la información) sabiendo ya de qué iba la cosa: una historia de fuga en la Segunda Guerra Mundial (basada, al parecer, en una novela de la época que recoge experiencias reales), pero que está filmada hoy en día (Transit está en cartelera en estos momentos), con ambientación estrictamente contemporánea. Es raro: los personajes hablan y se comportan como si los nazis estuvieran avanzando sobre Francia, pero lo que vemos son pibes de hoy, con transportes modernos e inmigraciones modernas. Nada lo explica.

Supongo de detrás de esta operación debe haber una postura ideológica del tipo: “ojo que los nazis no son solo cosa del pasado” o “el fascismo está avanzando nuevamente sobre Europa” y demás frases que podrían figurar en el copete de cualquier diario o revista de actualidad. Algo de eso hay cuando filmás personas desesperadas por escapar de un régimen que los llevaría a campos de concentración y mostrás inmigrantes árabes. Pero a diferencia de lo que pasa, por ejemplo, con Rojo, en la que cada plano a lo largo de toda la película parece puesto y pensado para demostrar de nuevo y cada vez otra vez el concepto sociopolítico importante que la película se desespera por transmitir, en Transit la cosa resulta bastante diferente. Primero, porque el recurso formal es frontal y evidente: no hay escenas construidas inteligentemente para que el espectador “saque” la conclusión que le están enrostrando por vez millonésima: hay una incongruencia que cada quien debe procesar como quiere (puede) de entrada porque afecta los elementos más básicos de la experiencia cinematográfica: lo que está puesto frente a la cámara, lo que muestra la pantalla, los ladrillos sobre los que se construye la ficción. Segundo, porque una vez establecido esto (en las primeras dos o tres escenas ya hay claves que no podés evitar: París está ocupada por una fuerza totalitaria que persigue al protagonista; o entendés la referencia o asumís que se trata de una forma de ciencia ficción sutil o simplemente no te importa), la película no se preocupa por reforzarlo, explicarlo, por trazar las líneas de una alegoría que pudiera clavarse en el presente más contemporáneo (del tipo: un noticiero en la tele muestra que el nuevo dictador de derecha tiene un peinado a la Trump o algún otro de esos juegos ingeniosos que podrían servir para el “debate”). Es lo que es. Transit establece sus coordenadas y después se dedica a narrar una historia que podría haber salido del cine clásico (leí por ahí que se hablaba de los parecidos con Casablanca, y es así). Lo cinematográfico toma el control y uno podrá pasársela cada minuto de los que dura Transit pensando en el mensaje político de la cosa, pero lo que hace Petzold en realidad es cine.

Lo más curioso de todo esto (que Petzold filma bien no debería sorprender a nadie) es cómo el procedimiento “político” termina por tener un efecto melodramático. Para decirlo de otra forma: una película de época sobre los nazis y la huida (como fue, por ejemplo, Ave Fénix, del propio Petzold) podría tener resultados mejores o peores (como Ave Fénix, esa maravilla) pero va a ser siempre más o menos algo parecido a lo que esperamos. Con Transit algo está indefectiblemente corrido: puede que hayamos entendido sin problemas cuál es la operación, pero sigue siendo una experiencia extraña para el espectador ver algo que no corresponde con la acción que representa. Hay una distancia. Esa distancia, es cierto, puede dejar a mucha gente afuera. Pero si uno entra en la película, si acepta sus premisas y se deja llevar por la narración (siempre impecable en Petzold), uno va entrando en un universo en el cual las referencias son inestables, lo cual vuelve inestables también nuestras expectativas. Transit empieza como un relato duro sobre fuga y muerte y espera, y de pronto aparece en un bar o en un pasillo o en medio de la calle una presencia que uno podría calificar poco menos que de fantasmagórica: una mujer que está todo el tiempo tocándole el hombro al protagonista y después desaparece. La cosa vira hacia la historia de amor y termina por configurar un espacio casi mitológico, un purgatorio de amor, una ciudad de puro melodrama (Marsella).

TRANSIT Regie Christian Petzold

¿Cómo llegamos a esto? Supongo que podrá estudiarse. Pero hay un efecto que se produce en la primera visión (habrá que ver qué pasa cuando vuelva a verla) que es casi imposible: uno termina por envolverse en el engaño melodramático no solo porque esté dispuesto a entregarse al pacto clásico sino porque, realmente, aunque sea por un momento, no sabe para dónde va a ir la cosa. Un gesto modernista vuelto anhelo en un bar. La fuerza de esa imagen final es lo que verdaderamente justifica Transit.

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