¿Al otro lado de qué?, por Calanda

Vieytes

El otro lado del viento es un buen y un mal viaje (acontecimiento agotador y fascinante) en el tiempo. Como encontrar la pieza arqueológica que faltaba de un bicharraco que ya no existe, o que nunca existió y vino de otro planeta, o que sigue vivo en otra dimensión. Imposible -y demasiado fácil- no pensar en 8 y medio, y en millones de películas más de los 60-70 tan ambiciosas como la de Fellini, aunque sin su gracia. Imposible no pensar en lo terrible que era para un director que tuvo a su servicio grandes presupuestos, y numeroso y eficiente equipo técnico, carecer de ellos (hay una grandeza cinematográfica espectacular que el capital no garantiza, pero que el cine independiente nunca alcanza, cosa que no le pasa al de explotación). Más terrible aún para un cineasta yanqui (pienso en los años de la decadencia de Coppola: Jack le pasa el trapo a Tetro, para ilustrarlo mal y pronto).

El otro lado del viento es una película tristísima sobre un viejo en bolas con unos huevos enormes. Inteligente, rabioso, solamente indefenso ante lo inexorable, que es otro nombre del origen (como el Sacristán de la última de Aristarain: Lili Palmer es la Roma de Orson). Hay mucho dolor, y frustración, y vergüenza. Welles había dicho que nunca filmaría el sexo y la plegaria. Acá se libera, pero el puritanismo persiste alrededor de la homosexualidad, ya demodé para nosotros pero fuera de campo fundamental de todo orden patriarcal trascendente. Welles se enmascara dándole el protagonismo a Huston, para que haga de un Ford capaz de filmar lo que siempre habría reprimido, pero no le alcanza: sabemos que es una doble máscara de sí mismo y que, a mayor cantidad de máscaras, más miedo al dolor. La película dentro de la película es una mascarada (de lo que un yanqui habría hecho tratando de ser artístico a la europea, como cuando Ford plagiaba a Murnau en El delator, y de la imposibilidad del cine estadounidense a la hora de filmar el sexo, o la dimensión fisiológica del cuerpo): no sé si no ha filmado el ridículo hollywoodense en toda su imperial y represiva magnitud. A Pauline Kael la odia porque la pone como portadora de la verdad (matadora de magos como Welles, me dice un amigo, asesina de esos guardianes del misterio inexistente que son los ilusionistas), y la verdad es la muerte del simulacro, que es protección contra el horror (pero Welles, desde Kane, también era Kael).

El otro lado del viento es una tragedia: Shakespeare en Hollywood, reino en decadencia a la espera de su Gatopardo. Bogdanovich no alcanza a sentarse en el trono de Huston-Welles que Huston-Welles sale de atrás del mostrador donde estaba escondido para advertirle que todavía no está muerto el rey que sabe hacerse pasar por bufón (¿habrá comenzado en ese instante la maldición de Peter, efímero Tancredi? Sin Cardinale no hay sucesión posible). Welles filmó el fin de Hollywood y también el futuro: el fin del fugaz New Hollywood y «el fin del cine» o su transformación en audiovisual: el actual movimiento continuo de cámara y montaje frenético sin la precisión material de sus procedimientos, sin su pendenciero narcisismo crítico, sin su extenuante malestar. El otro lado del viento es una de Welles, discípulo de Godard.

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Rodríguez

Se puede ver finalmente Al otro lado del viento y no puedo dejar de pensar dos cosas. Primero: ya no hay respeto ni para los mitos; durante años (y mirá que fueron muchos) Al otro lado del viento existió, además de como unas latas en una caja fuerte encerradas por el cuñado del Sha de Irán en algún lugar, como un rumor, un cuento doloroso, la última gran película del último gran director de cine. Ahora, hago un click y la veo. Tampoco nos vamos a poner oscurantistas: ver más de Welles siempre es mejor. Pero hay algo que se pierde en el aire, ya no nos queda para respirar más que oxígeno. Veo un fragmento de una entrevista al propio Welles en la que, en el período después de haber filmado Al otro lado… pero cuando parecía que nunca iba a poder completarla, termina diciéndole a una mina que a lo mejor Al otro lado del viento no es lo que filmó, sino que es gente sentada hablando sobre Al otro lado del viento, que la película sigue evolucionando incluso una vez que ya terminó el rodaje.

Segundo pensamiento: ¿qué hubiera pasado si El ciudadano la hubieran terminado estrenando 40 años después de su rodaje? ¿Seguiría siendo, como dicen tantos, la mejor película jamás filmada (a pesar de que no es, a todas luces, ni siquiera la mejor película de Welles)? Al otro lado del viento puede ser muchas cosas, pero en términos concretos fue una película que se filmó en los ’70 y la vemos recién ahora. ¿Se puede ver una película fuera de su contexto? ¿Existe realmente? ¿Qué es lo que estamos mirando? Siempre podemos ver hoy una película de cualquier otra época (y es cada vez más fácil), pero son películas que en casi todos los casos se estrenaron en su época, tuvieron una repercusión y una reacción, se incorporaron en el flujo del cine de su momento. El ciudadano es importante, entre otras cosas, porque marcó un quiebre. ¿Qué hubiera pasado si se estrenaba Al otro lado del viento cuando se la filmó? Andá a saber.

Veo finalmente Al otro lado del viento y es una experiencia agotadora y deslumbrante. Welles no tenía paz, es sabido. Leo en uno y otro lado y todo el mundo habla de las (evidentes) referencias autobiográficas: el gran director del pasado que ahora no puede terminar su película. En una película que no se pudo terminar. Esta sería, al parecer, la película más confesional de Welles. Suena raro y, por lo menos, poco interesante. La idea de que esta sería una obra “confesional” sugiere una idea de cierto desborde: como si la película plasmara a su director casi contra su voluntad, como si ese caos que Welles quiso generar a su alrededor hubiera terminado por atraparlo. Con solo mirar Al otro lado del viento resulta evidente que no es así: ni el caos debe haber sido tal (haya o no habido un guión que seguir, había una visión) ni la película plasma algo que no quisiera ser plasmado: el personaje de Hannaford habla poco y habla encantador, y quienes invariable y casi exclusivamente lo definen son el séquito de personajes secundarios que no hacen más que hablar de él, en lo que es claro que es parte de un guión. Si ese es Welles, es porque Welles quiso ponerse ahí. Si Welles quiso ponerse ahí, lo más probable es que sea todo mentira. Una máscara puesta arriba de otra máscara. Arriba de otra máscara que es imposible definir: si a algo apuesta Al otro lado del viento es a demostrar el cine como experiencia imposible. Lo que está frente a la cámara se desvanece, se escurre.

Por otro lado, otro aspecto que pone en evidencia Al otro lado del viento es la maestría absoluta que tenía Welles sobre el montaje. Quienes vieron las últimas películas (terminadas) de Welles lo saben: el gordo manejaba la edición como ninguno. Ahí está la escena de batalla de Campanadas a medianoche, y todo F de falso, en la que Oja Kodar logra calentar hasta al propio Picasso gracias al arte de Orson. No hablo solo del montaje incesante (y en distintos formatos) que compone el material de la fiesta (la parte “confesional”), sino también de la película adentro de la película, de nuevo Oja Kodar calentando a todo el mundo. Según algunos, esa ficción ficcional sería algo así como una parodia del cine autoral que se hacía por ese entonces (Antonioni suena por ahí), pero es evidente que es más que eso por el simple hecho de que esa película incluye una de las mejores escenas de sexo jamás filmadas. Una escena que, según dicen, fue una de las pocas que montó el propio Welles. No es solo Kodar la que calienta las cosas en ese auto, son las manos de Welles que la tocan en un trabajo de montaje meticuloso.

Ni una parodia vale tanto esfuerzo ni una confesión dice tanto como una mentira.

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Miccio

Veo The Other Side of the Wind como una película deliberadamente americana. Como si Welles dijera, después de dos décadas en Europa y justo en los años en los que el Nuevo Hollywood crece y llega al poder: el cine moderno es cosa nuestra. La película lo señala en voz bien alta. Es muy bardera. Incluso sucia. A la Europa que lo amaba y le cantó unos cuantos himnos obviamente merecidos, Welles le tira encima un baldazo de modernidad ultrayanqui. Es decir, callejera, peleadora, reacia a la especulación filosófica, como la de Hemingway, la de Kerouac, la del jazz o la del mismo Hollywood en sus versiones más arriesgadas, entre las que obviamente se encuentran las películas del propio Welles.

En Me amarán cuando esté muerto, el documental que preparó Netflix para acompañar el lanzamiento de The Other Side of the Wind, Welles dice que la película dentro de la película (¡qué escenas la del baño y la del polvo en el auto!) está hecha con una máscara, y da esta definición maravillosa: es “una simulación de mí mismo queriendo hacer cine arte”. Pedagógico, el documental incorpora imágenes de Persona, El eclipse y Model Shop para que entendamos a qué hace referencia Orson; más adelante cuenta que Welles eligió como locación una casa vecina a la que vuela en Zabriskie Point. Es muy útil todo esto. Como el librito de alguna edición aniversario en CD que nos informa sobre la grabación del disco, la convivencia entre los músicos o las circunstancias de composición de las canciones. Pero lo que importa es obviamente lo que está en la película. Por ejemplo, la referencia irónica al neorrealismo y a la nouvelle vague cuando los enanos hacen volar las bengalas. O un tal Fassbender, que al presentarse merece el saludo desdeñoso de Huston. O las menciones a Antonioni y Bertolucci, que suenan a mojadura de oreja. O esa otra a Godard, que “instauró un gobierno en el exilio”.

Hay más sobre Godard. Digo porque me cuesta mucho no ver la escena de la entrevista en el auto a John Huston en relación con la entonces ya famosa de Sin aliento a Jean-Pierre Melville. En Sin aliento, Jean Seberg (la americana, la traidora) pregunta cuál es su más grande ambición en la vida y Melville contesta, filosóficamente: “Quisiera ser inmortal y después morir”. Fuera de la película, que lo protege porque es extraordinaria, el aforismo es muy berreta, y sin embargo todavía hoy se cita como si fuera alta filosofía, que es lo que pasa siempre con Godard. En The Other Sde of the Wind, a las preguntas pretenciosas de dos jóvenes con pinta de nerds (“La cámara es un reflejo de la realidad o la realidad es un reflejo de la cámara? ¿O la cámara es simplemente un falo?”) John Huston contesta: “Necesito un trago”. Por los mismos años, en el cuento “La gran boda zen”, alguien le dice a Bukowski (otro as de la modernidad sucia): “- Creo que eres el maestro máximo del relato corto moderno. Nadie se aproxima siquiera a ti”. Y Bukowski contesta: “-Claro, Harvey. ¿Dónde está el whisky?”. Cada vez que alguien se hace el fino pido escabio. Ese parece ser el comodín.

No se trata de que Bukowski, o Huston, y menos que menos Welles no pudieran hablar sobre lo que hacían, como si el metadiscurso les resultara inalcanzable. Ese es el truco. La construcción de una imagen pública. Se trata de algo mejor: un modo de cambiar el “No sé” por un “Sé lo que importa, y como no está en las tonterías con las que pretendés indagarlo no pienso gastar en vos un gramo de energía”. Welles, que conocía su Shakespeare mejor que nadie y por eso amaba el circo, la magia y las corridas de toros, participa plenamente de este orgullo antiaristocrático. Un europeo se hace a sí mismo citando la cultura universal. Un americano, asegurando que la ignora. (¿O era al revés?). “¿Qué quiere decir abjura?”, le pregunta el viejo Huston al joven Bogdanovich, que por haber ido a Harvard tiene que bancarse ese forreo.

En Me amarán cuando esté muerto, Welles dice que la película que está haciendo va en contra de todos los machos. ¿Otro gordo filmando en los 70 al hombre en retirada, como Ferreri? En las escenas con Oja Kodar está la respuesta. En una se le engancha el collar en la pija de su amante y para resolver el problema desenvaina unas tijeras que terminan por hacer que el actor se vaya del rodaje. En el final, camina por un desierto daliniano, sola, desnuda y poderosa, y al pasar frente a un falo gigante, el falo cae. Pero el tema de The Other Side of the Wind no es ese. El tema es el cine moderno. Su historia y su sentido. Como si Welles lo mirara de frente y le dijera, en 1970 y de ahí en más: yo te empecé, yo te termino.

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Rodríguez

Me entra una duda, ahora que el tiempo se acumula sobre el tiempo y ya dejamos todos de estar tan emocionados por el estreno (un tanto demorado) de la que fue la última película de Orson Welles. Es un poco imposible no pensar, al ver por primera vez este estreno poblado de gente que ya murió, que se trata de una u otra forma de una película mortuoria. El último esfuerzo de Orson. Pero creo que hay, como siempre que Welles está involucrado, una ilusión dando vueltas. Por un lado está la idea de que Huston es Welles, como si el gordo, que ya intuía la muerte (aunque murió más de diez años después del rodaje) se hubiera cansado de elaborar sus mentiras sobreelaboradas y se hubiera decidido al final de su vida a jugar el juego confesional. Por otro, la idea de que en esta película Welles se habría avenido a jugar el juego del cine moderno, y que al hacerlo lo hizo estallar de tal forma que intuyó su final. Se habla, por ejemplo, del evidente paralelismo entre la relación ficcional Huston-Bogdanovich y la relación real (¿real?) Welles-Bogdanovich, que representaría a su vez la relación entre Orson, que inició algunas décadas atrás la modernidad en Hollywood, y sus hijos ahora exitosos del New Hollywood.

Todo eso está muy bien, y está de forma casi explícita en la película. ¿Pero qué pasa si nos escapamos de esa idea mortuoria? Es cierto que por momentos Al otro lado del viento resulta hasta difícil de ver por el juego acelerado del montaje, que incluye además cambios de registro. Pero, primero, ese montaje no lo hizo el propio Welles (como sí lo hizo en las escenas hermosas y claras de la película dentro de la película) y, segundo, no podemos olvidar que ese montaje acelerado no está demasiado lejos de lo que Orson venía ensayando desde hacía años en Europa, y que llevó a su máxima expresión en una de sus obras maestras, F de falso. Ese montaje incesante, imposible, que no da paz nació por necesidad: fue la forma que encontró Welles de filmar esas películas de poco presupuesto en las que las condiciones de producción hacían que a veces tuviera que rodar un plano y esperar varios meses (y cambiar de país y de actores) para concretar el contraplano de una misma escena. Lo que nace de necesidad se vuelve poética: F de falso existe solo gracias a ese montaje y en algún lugar leí que el propio Welles decía, emocionado en los años posteriores a su estreno, que con esta nueva forma de hacer cine (barato) que había descubierto, podría filmar una película por año. Que le gustaría filmar una película por año. Cosa que, obviamente, no hizo.

Welles parece jugar el juego del cine moderno, pero lo que hace es llevar sus propias experiencias cinematográficas al extremo. Sí, está la película alla Antonioni, pero, de nuevo, ahí más que parodia lo que hay es juego, y un juego que incluye varias de las mejores cosas que tiene para ofrecer Al otro lado del viento. Huston, prácticamente se lo dice en la película, está enamorado de su nuevo actor. Ese chico mudo, con look Jim Morrison, es la juventud. La juventud que lo traiciona. El viejo está viejo, lo sabe, y al final de la fiesta se va solo en el auto nuevo que le iba a regalar a su protagonista. Ese auto termina por llevarlo a la muerte pero esa es, apenas, una circunstancia, como lo es que esta terminara por ser la última película de Welles, que siempre tenía más de varios proyectos en preparación.

Orson Welles estaba viejo, pero tampoco tanto (60 años, che, precoz hasta para eso) y, lo más importante, su cine estaba más vivo que nunca. Más caliente que nunca.

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