“¿Por qué no podríamos seguir así, en este cochecito, toda la vida, sin pasar el tiempo, sin apreciarnos menos, todos juntos, en La Novela?”
Macedonio Fernández, Museo de la Novela de la Eterna
El protagonista de La posada de Osaka parece un indignado. Como no se queja demasiado intempestivamente podemos pensar en él como alguien dolido por el funcionamiento del mundo, decepcionado por la distancia entre la realidad y sus expectativas. Su indignación, en todo caso, se puso físicamente de manifiesto antes de que la película empezara, lo que nos ahorra verlo como un héroe admirable o fastidiarnos con su intolerancia. Bastante avanzada la película sabremos que abofeteó a su jefe, empresario para más datos, lo que siempre nos caerá simpático. Más aún dentro de la rígida concepción de la autoridad japonesa poco después de la segunda guerra mundial y en plena expansión corporativa. Si en vez del despido solamente ha sido trasladado de Tokio a Osaka se debe a que su abuelo fue uno de los fundadores de la empresa. Con poca plata en el bolsillo no encuentra alojamiento hasta que un borracho, de quien nuestro trajeado protagonista central desconfía, le recomienda una posada. La aparición del viejo es tan hermosa como el desenvolvimiento de su personaje en la escena: estuvo siempre en el plano, reclinado sobre la barra, pero nunca lo vimos hasta que se despierta.
Hou Hsiao-hsien hace maravillas con el mismo recurso en Goodbye South, Goodbye, pero todo lo que en el taiwanés es extensión temporal, en la película de Heinosuke Gosho es composición sintética y montaje algo menos invisible que lo habitual para entonces. Sus reencuadres parecen jump cuts y el tiempo no pesa. La rapidez con que pasan las dos horas de película hace que nos lamentemos de no seguir viviendo más tiempo en ella. La dueña de la posada es una vieja mezquina, antaño geisha, que nos cae bastante simpática durante al menos dos terceras partes porque Gosho así lo quiere para distinguir el punto de vista de la película del de su demasiado decente protagonista. El tipo es uno de esos que con sus más bienintencionados actos no hace otra cosa que juzgar a quienes no viven según sus mismos estándares y también a los que sí lo hacen pero no acostumbran quejarse todo el tiempo. La película comparte su dignidad, y la mayoría de sus intervenciones no hacen más que beneficiar a otros, pero la parábola dramática está al servicio de su modificación y no de la del entorno. El suyo es un personaje que todavía tiene mucho por comprender y, acaso más difícil aún, aceptar. Como los héroes del cine de género, su llegada y partida enmarcan el relato, pero nada de lo que haga salvará a nadie ni cumplirá fantasía mesiánica alguna.
Ahí estamos nosotros entonces, identificados con él debido a su protagonismo, su sereno orgullo y sus ideales, pero amablemente distanciados de su persona porque la puesta en escena realista no hace otra cosa que iluminar con cariñoso escepticismo la vanidad infantil del héroe fuera de lugar. Su personaje le da cuerpo a nuestra condición de observadores y humaniza a los testigos que somos, tan arrogantes e impotentes como él. Pero la cámara se identifica antes que nada con la posada, espacio que existía antes de que llegáramos junto con el protagonista y seguirá existiendo después sin que nosotros lo modifiquemos de manera radical: la película como un tránsito habitable donde hasta los exteriores ajenos a la posada son parte de ella. Porque hay dos o tres que se repiten, como el camino al trabajo donde el tipo ve pasar a una de las mujeres fundamentales del relato, estableciendo hábitos en la mirada. Y porque hay otros exteriores, por nocturnos o crepusculares, que resultan hospitalarios. El atardecer acerca las cosas, decía Borges que dijo Goethe, y la escena junto a un canal, ya entrada la noche, se impregna de la cercanía de la pareja, por mucho que se parezca a una despedida y no sea más que otro eslabón del desencuentro que los une.
Tres mujeres se destacan del resto por encarnar posibilidades sexuales. Fuera de ellas hay muchas otras, y al menos dos pasan más tiempo con él que la mayoría de aquellas aunque no cumplan función romántica alguna. Pero no habrá contacto sexual con nadie, incluso si en el cine de entonces se lo representaba indirectamente. Y en este asunto el punto de vista de la película también se diferencia del siempre atildado protagonista. A Gosho le basta un solo plano –de un colega dormido con un hilo de baba en la comisura izquierda del labio- para restituir esa dimensión corporal que la decencia del personaje siempre deja afuera y señalar la pata renga del idealismo civil del personaje. El protagonista prefiere a una chica a la que siempre ve pasar y con la que casi no habla, modelo inalcanzable al que finalmente reconocerá como tal antes que mujer de carne y hueso. A su vez, una geisha ama al tipo sin posibilidad de que le corresponda, porque también está preso del compartimentado sistema social que critica y acaso nunca habrá de abominar. Hay una tercera: adolescente, hermosa y pobre. La más erótica de todas. Con ella y su situación socioeconómica -por no decir destino- termina la película. También ella es quien pronuncia su más agudo reproche:
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Apenas un par de minutos después de que Charles Laughton -a quien Hithcock filma como un contrahecho para dar cuenta física de su ignominiosa grandeza- haga traer a su yegua preferida hasta el mismísimo salón principal del palacio donde está cenando con sus amigos, aparece en escena Maureen O’Hara. La sincronía es groseramente literal: Laughton es Hitchcock y la pelirroja imbatible de John Ford, un alazán. Esa sola escena le confiere más inmortalidad a dicha locación que a la posada del título, guarida de contrabandistas al servicio de Laughton, terrateniente y autoridad real de la región. El nombre de establecimiento y película es uno más de esos que por entonces aparecían tallados en típicas tablas de madera y balanceados por ráfagas de vientos invariablemente tormentosos durante los créditos iniciales: Posada Jamaica. El guión divide las acciones entre los pisos inferiores y superiores de la posada con eficacia dramática y bien disimulada matriz simbólica. A Hitchcock lo excitaban las diferencias, distinciones y jerarquías de todo tipo. Su concreción espacial tiene ejemplos tan ilustres como Psicosis.
El palacio es de los ricos y los nobles. La posada, del pueblo. Si algo interesante hay en medio de esos extremos, posible punto de identificación más o menos convencional para el espectador, serían la protagonista y el joven representante de la ley que se infiltra en la banda para desbaratarla. Pero una mujer, para Hitchcock, era cualquier cosa menos representante de punto medio, normalidad o moderación alguna. Si hasta la tía de la protagonista, vieja o más bien avejentada mujer cuyo nombre es Paciencia, conmueve por la fidelidad trágica al animal de su marido. La comparación inicial de O’Hara con la yegua preferida de Laughton, así como su ardiente participación en el clímax, más eficaz incluso que la del representante legal, no dejan dudas de la naturaleza excepcional que Hitchcock le confiere. La mejor prueba son los primeros planos que le dedica y la sustitución del romance habitual con el galón de turno, motivo observado con desabrida funcionalidad, por el obsceno deseo imposible que Laughton le prodiga, quien pretenderá tomar posesión de ella a toda costa y cuyas violentas manifestaciones organizan la película.
Hay una imagen que se repite en varias películas de Hitchcock: el forcejeo de una pareja. A veces lo hacen dos amantes en un promontorio, como en La sospecha, o tío y sobrina en la puerta de un tren en movimiento, como en La sombra de una duda. Otras, partícipes circunstanciales y desconocidos entre sí, como los de Posada Jamaica. La altura, el viento o la velocidad delatan el origen y la ambición románticas del motivo, exuberante muestra de violenta vitalidad. La relación de la cámara con esa figura de la pasión es a la vez temerosa y fascinante. Nada de libertad, igualdad o fraternidad civiles. Lucha de sexos y, no pocas veces, de clases. Machos y hembras, amos y esclavos, dioses y criaturas encontrados en un abrazo dinámico, momentáneamente informe, que tensa la lógica espacial diferenciada de las películas de Hitchcock. Las curvas dominan la arquitectura de la posada, a diferencia de las líneas rectas en la de Gosho. A la madera y los paneles de la película japonesa se le oponen la piedra irregular de la británica, prolongación de la accidentada geografía. La posada es concreta, pero agujereada, porque no hay materia que el ojo de Hitchcock no atraviese, como en la cenital de la horca. La claridad homogénea de la iluminación de La posada de Osaka es suplantada por la sensualidad sombría y laberíntica en la de Hitchcock. Los interiores de Posada Jamaica contienen lo insólito sin neutralizar sus singularidades, como en la cena donde palacio y establo se tocan, o en la ejecución doméstica, de tal modo que el espectáculo se muestra tan desinhibido como las pasiones.
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Vuelvo a ver una película asiática y horizontal: La posada del Dragón. En vez de Japón, China. Más precisamente, Taiwán. ¿Por qué horizontal? Porque me invita a permanecer en ella sin pretensión de trascendencia. En la de Hitchcock solamente pasamos algo así como la tercera parte del metraje dentro de la posada. Bastante más en este caso, pero toda la película vuelve a funcionar como una residencia, aunque haya bastante desierto. Y eso que es de acción, que los villanos –algo así como un grupo guerrero de élite del imperio, miembros de un servicio secreto prácticamente paraestatal- ocupan la posada del título, y que estamos todo el tiempo en medio de peleas. Una de las razones por las que nos sentimos tan a gusto es que el tiempo transcurre de tal modo que gozamos de su transcurso. King Hu parece un Sergio Leone asiático: ambos demoran los conflictos para que podamos saborear los procedimientos. La primera disputa sucede mientras el héroe ordena el menú, lo espera y come. Pese a todas las interrupciones introducidas, nunca deja de ejecutar simultáneamente las dos tareas.
Pese al cinemascope, La posada del dragón también es una película literalmente vertical debido a su más importante locación: una construcción de madera chata y ancha con una pared de ladrillo derruida al frente que resultará familiar a todos los que hayamos visto suficientes spaghetti westerns. Pero también tiene planta alta y King Hu se encarga, como en El destino de Lee Khan, de hacernos subir y bajar por las escaleras o a los saltos. El héroe que llega a la posada se confunde inicialmente con el suelo pedregoso que sirve de fondo al plano, como Ethan Edwards con el desierto en Más corazón que odio, pero no tiene mambos psicológicos ni salva solo a nadie. Pronto se le unen tres compañeros, entre ellos una mujer, y finalmente otros dos. La victoria es grupal, como en Rio Bravo. Así que La posada del dragón es más Hawks, mina de armas tomar incluida, que Ford. El villano es un tipo teñido de rubio que no debe tener treinta años, pero hace de viejo. Señas particulares: eunuco. Tanto lo bardean los héroes durante el desproporcionado duelo final –seis contra uno- que dan ganas de que el tipo los castre. No les cuento cómo termina la cosa, pero es congruente con la fálica mofa (al margen de esto, la regular inclusión de villanos eunucos en el cine de acción de época asiático tiene que obedecer a razones históricas que ignoro).
La posada del dragón, como la película de Tsai Ming Liang que nos hizo conocerla, es una obra maestra de principio a fin. Y no es la única de King Hu, quien aparentemente sólo filmaba obras maestras, como Leone. Así que lo suyo era muy fácil: composición, ritmo, continuidad gráfica, contundente lógica narrativa abierta, sin embargo, a juegos abstractos con la percepción, y uno de los más originales montajes que se han visto, siempre al servicio de curiosas elipsis espaciales, desplazamientos físicamente inverosímiles que se producen dentro de la continuidad temporal. En vez de la teletransportación “científica” de Viaje a las estrellas, saltos perfectamente legibles en los que la precisión del procedimiento sugiere el dominio de una técnica psicofísica por parte de los personajes lindante con poderes sobrenaturales. No por nada unos cuantos de sus personajes posteriores serán monjes, como en A Touch of Zen.
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Esto de coparse con películas que tengan posadas en el título nos puede llevar a cualquier lado. Incluso hasta parajes a priori tan poco interesantes como una película estadounidense de los cincuenta con una estrella ya madura haciendo de virtuosa misionera europea encajetada con viajar a China para ayudar a los pobres (de espíritu). Algo así como una Teresa de Calcuta protestante: colores, cinemascope, muchos extras y promesa de embole edificante. Todo eso en buena medida se cumple, pero si uno busca con ganas también encuentra otras cosas. Además de unos cuántos interrogantes, empezando por qué arreglos de producción hubo entre Hollywood y Mao como para que la China comunista no quedase mal parada (lo que recuerda el rol del funcionario soviético en Los girasoles de Rusia y el de Alec Guiness en Doctor Zhivago).
La estrella en cuestión es Ingrid Bergman después de Rossellini. O sea, indultada por Hollywood y por los Estados Unidos, que no le permitieron volver al país durante muchos años debido al desplante. Acá no es una monja, pero se le parece bastante. Por lo menos hasta que se enamora y le regalan un vestido típico de color rojo. Además de ella están Curt Jurgens haciendo de mestizo con los ojos rasgados por el maquillaje, híbrido mucho más ridículo que el de Robert Donat. Como gobernador chino de nacimiento, el personaje y la apariencia de este último son tan excéntricos que lo habilitan a hacer lo que se le da la gana. Su performance termina siendo una de las mayores atracciones de la película, como las de Orson Welles cuando se ganaba unos mangos apareciendo en cualquier cosa. Salía de la nada, armaba un zafarrancho durante cinco minutos y se iba, haciéndose extrañar todo el tiempo en que no estaba y salvando a esas películas del olvido sin siquiera despeinarse.
Una de las cosas más interesantes de La posada de la sexta felicidad es que de movida también puede vérsela como una película de aventuras protagonizada por una mujer, cosa poco común o más bien extraordinaria por entonces. Hay un viaje extenso a un lugar exótico que da lugar a chistes lo más zafados posibles dentro de una película de beneficencia institucional y comedia blanca como esta. Al involucrar a unos soldados soviéticos mansitos como ovejas extrañamos la mala leche de Lubitsch en Ninotchka. Pero no hay acrobacia físico, espíritu deportivo ni ligereza, así que la coartada de una aventura de género se pincha en seguida. Para entonces, lo que sentimos es cierta curiosidad por saber el rumbo ideológico del artefacto. No parece expectativa muy atractiva que digamos, pero es lo que pasa con la mayoría de los mastodontes industriales de ayer, de hoy y de siempre. Acá los únicos malos son los japoneses, la misionera protestante no es fundamentalista y casi no enfatiza su cristianismo, los conflictos entre la China tradicional y la comunista se van resolviendo a través del diálogo, y la europea termina encontrando su lugar en el mundo allá lejos, incluso a contrapelo de los británicos.
Es una parábola tan progresista que si no fue escrita por alguno de los diez de Hollywood pega en el palo. Dos ejemplos de la manera en que transforma relatos bíblicos: así como Cristo le lava los pies a sus apóstoles, la primera acción de Bergman en China también tiene que ver con los pies. El gobierno comunista ha decretado que las mujeres ya no sean sometidas a la tradición de vendarlos desde que son niñas, pero nadie obedece porque la costumbre se hizo carne hasta entre las mujeres de la comunidad. Los hombres que detentan el poder no acceden a revisarla por temor a la transgresión del tabú y rechazan violentamente a los representantes del flamante estado, así que el gobernador nombra a la extranjera como encargada del asunto y consigue que la ley se cumpla. La liberación femenina occidental del mandato tradicional chino proporciona la única escena conmovedora de la película. La razón científica le sirve de fundamento, pero es el imaginario cristiano lo que la abre a la pasión. El otro relato adaptado es el del profeta Daniel arrojado al foso de los leones, que acá es una cárcel tomada por los presos a la que sólo la Bergman se atreve a entrar. Otra que leones: imagínense una mujer entrando al penal de Sierra Chica durante el motín en el que los presos cocinaron empanadas con carne humana y jugaron a la pelota con una cabeza (también humana). El pelo corto de la actriz nos impide olvidar que ya para entonces había sido Juana de Arco.
La posada de esta película es la menos importante de todas, pero una particularidad la distingue de las demás: carece de habitaciones. Los viajeros duermen todos juntos en el recinto principal de la planta baja. ¿Comunismo, comunidad o comunión del sueño? Entre otras cosas sirve como santo y seña de la castidad de la película. O de una sexualidad que sólo piensa en el bienestar general, en una estabilidad sin sobresaltos. Allí se tienden los enamorados ya maduros sin tocarse porque entre ambos hay uno de los tantos huérfanos adoptados a lo largo de los años por esta mujer-estado (que no en estado). En ese gran dormitorio-cocina-comedor hay una breve escena graciosa y significativa: el cocinero del lugar es un chino buena onda, no converso, que sin embargo evangeliza a los que pasan por allí para beneplácito de la señora. Claro que lo hace a su modo: en el arca de Noé de su relato, por ejemplo, aparecen hasta los Reyes Magos. “No hace falta creer en una historia para saber contarla”, responde cuando la señora lo regaña, y es imposible no pensar en una confesión del director, de los guionistas o de algún otro empleado de esa fábrica llamada Hollywood más o menos responsable de esto.
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Podemos no saber nada de Austeria ni tener idea de qué significa la única palabra en polaco que le da título, pero los iletrados tendemos a traducir por familiaridad fonética (como los distribuidores locales que a Elegy, de Isabel Coixet, la estrenaron como La elegida). Así que empiezo a verla creyendo que Austeria significa hostería, o algo parecido a posada, y entonces me encuentro con la primera finta de la película. Austeria no es la monumental Faraón ni la desquiciada Sor Juana de los Ángeles, pero Kawalerowicz se las ingenia de nuevo para hacerse notar. Durante los primeros veinte minutos hay un éxodo. Un par de carretas de judíos hasídicos, un grupo de gente de a pie vestida de civil, y la lujosa galera de una baronesa pasan en coche o a pie delante de una gran construcción de madera, alzada en medio de la llanura, que me recuerda la casa de campo de El espejo (la palabra dacha también vuelve a mi memoria: no sé qué significa pero tengo ganas de escribirla) o la final de Nostalgia. Se nota por la vestimenta que su dueño es judío, aunque el vestuario de los hasídicos es todavía más notorio. El tipo los ve pasar. No hay viajero que no le diga que largue todo, junte lo indispensable y se vaya con ellos. Lo mismo le piden la esposa, la hija y una campesina descalza con la camisa entreabierta que repentinamente aparece arreando un par de vacas, como si la hubiera parido la tierra. Es el primer día de la guerra del 14 en las afueras de un pueblo del imperio austro-húngaro. La guerra del 14 todavía no lo es para nadie, y mucho menos es la Gran Guerra. Parece que los cosacos se vienen al galope y sable en mano (solamente veremos pasar la carga a través de una ventana), inminentes como los bárbaros en El desierto de los tártaros, pero nada indica de inmediato que esa casa sea la posada del título. Ni siquiera que sea una posada. Y nuestra mirada no parte de ella sino que pasa por delante desde el punto de vista de los que escapan.
Llegamos allí con el primer grupo sin saber qué es ni qué función cumple, paramos un segundo para satisfacer necesidades básicas sin siquiera entrar y seguimos viaje. Con la segunda tanda de viajeros volvemos de nuevo al mismo lugar, conminamos al hombre en la puerta a seguirnos y lo dejamos atrás. Finalmente el carruaje da un rodeo sin aminorar la velocidad y vuelve sobre sus pasos para que la baronesa le recuerde al tipo que los enemigos se acercan. En todos los casos la posada está delante de nosotros y aunque la sospechemos, la puesta en escena no lo declara y le resta entidad. Cuando advertimos que no hay forma de traspasar ese límite, de salir de ese loop, aceptamos que debe ser la posada del título, que ni su dueño ni nosotros habremos de abandonarla nunca, y que funcionará como un imán para quienes no quieren hacer otra cosa que irse. La posada, espacio de paso, será lugar permanente, pero Kawalerowicz inventará maneras para desplazarse incluso cuando ya no queden dudas de su preeminencia.
Ocho interpolaciones o fugas se distribuyen en las casi dos horas de duración. Gracias a ellas la película entra y sale de la posada, viajamos en el tiempo, se materializan procesos mentales y nos movemos dentro de un relato con varios niveles. La mayoría son subjetivos: parten del protagonista o vuelven a él. Por eso están presididos por el primer plano del posadero. La primera fuga, en cambio, va de un chico y de una chica que se desean mientras huyen a campo traviesa junto con sus familias, parte del contingente que pasa de largo de la posada, a una versión burguesa de ellos mismos en otro espacio y tiempo. El fuerte contraste ocurre porque no hay plano de establecimiento. Encima, la cámara parte de un primer plano y al final de su lento recorrido lo que parecía una escena amorosa privada se revela como escena pública. Están representando una obra de teatro, y esa primera puesta en abismo es declaración de intenciones poética. Todas las demás fugas se referirán al protagonista. La historia de los muchachos dará alguna de las imágenes más bellas y fatales y presidirá el teatro de la película, que luego se moverá exclusivamente desde la posada a la mente de su dueño, viejo pero activo, como una premisa vital de la puesta escena y una despedida del erotismo que la guerra habrá de cercenar o transformar. Habrá mayoría de recuerdos con la formulación más bien clásica del flashback, pero también variaciones, como uno que no se sabe bien a quien pertenece y materializa la memoria compartida por dos personajes unidos durante la infancia aunque separados por sus creencias. Pero también habrá fantasías religiosas y sociales más que sexuales, y un flashforward que parece una premonición.
Las pocas películas de Kawalerowicz que he visto, y una superproducción que conozco de oídas como Quo Vadis, me hacen asociarlo a la grandeza. Austeria podría ser la excepción a la regla en tanto transcurre sobre todo en un escenario cerrado. Pero es algo así como una película de cámara agujereada, con una escena de batalla recortada por el cuadrante de una ventana e incluso otra de palacio, por más que dure poco y se vaya concentrando inexorable y progresivamente desde un espectacular plano general con baile hasta terminar en un plano detalle. Cuando los hasídicos comiencen con sus cánticos, la posada albergará algo parecido a una comedia musical judía, jodona y grotesca. Entre las imágenes inolvidables hay un carro de fuego atravesando la llanura y unos gatitos que entran y salen del establo cada vez que alguien anda cogiendo por ahí. La baqueana encargada de entrar y sacar los bueyes es una campesina majestuosa. Gracias a una cámara que panea para recibirla como sorprendida de su aparición, su presencia es tan terrenal como fantástica. Diosa telúrica, señora y esclava del deseo. Uno de sus pañuelos, extendido sobre la lámpara de la estancia central de la posada, modifica la luz de la escena. Cuando entra para llevárselo, la tentación erótica suspende el rito y la ortodoxia religiosa pasa de un trance místico a otro. A diferencia de las otras, la posada de Austeria está iluminada por lámparas a kerosén y vibra con la sensualidad de la madera.
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Goodbye Dragon Inn es una de esas películas en las que uno se quiere quedar a vivir. En principio, ese uno soy yo, pero como soy un cinéfilo ese uno es también cualquier otro dispuesto a perderse y encontrarse a sí mismo en el cine. Las películas en las que un cinéfilo se quiere quedar a vivir son películas-estancias en las que ya no importa ser uno sino estar. Y las estancias de las que hablo no son las propiedades de los terratenientes que llamamos garcas sino ambientes amables, hospitalarios y sensuales hasta la metafísica, como los del Museo de la Novela de la Eterna de Macedonio Fernández, donde podemos tomar mate acompañados mientras llueve. En la película de Tsai nadie toma mate, pero se bebe y come con la misma fraterna intimidad: esa porción de comida que la boletera guarda en una ollita para el proyectorista es, como el huevo duro de Rosetta, la más preciosa realidad, lo sagrado solidario. Y su templo, una enorme sala de cine, arca de Noé con poca gente pero llena de fantasmas amigables.
A diferencia de la polvorienta, dorada y solar Dragon Inn, en Goodbye Dragon Inn hay tanta agua como en las despedidas. Por mucho que pueda mojar, la lluvia de Tsai –una cosa que siempre sucede en el pasado- está para ser oída –pero no como quien oye llover- y guarecerse. Achica el mundo como los atardeceres acercan las cosas para que podamos amucharnos. Calor y lumbre del cine, cuánto más literales mejor. Esta película no sale casi nunca de la sala, que por inmensa que sea se nos vuelve familiar con cada moroso recorrido de los personajes por ella, y el cine es una cosa tan concreta que esta película de Tsai incorpora la obra maestra de King Hu ya desde el título. Su hospitalidad se despliega a partir del comienzo -sobre fondo negro leemos los títulos de esta película de 2008 mientras suena la banda sonora de aquella de 1967- y llega hasta la integración de ambas películas cuando uno de los personajes de la proyectada ataca desde el pasado, sumergiéndose en la pantalla, y su adversario lo recibe en el presente del contraplano. Finalmente los actores de la película original se encuentran en uno de los pasillos de la sala de cine donde ésta fue filmada.
Hay películas para llorar porque esa es una de las funciones básicas del cine. Pobre de aquel que nunca haya sentido ese desborde, y más pobre aún quien no se lo haya permitido o se avergüence de ello. Lo curioso de Goodbye Dragon Inn es que no fue armada para el llanto, sino para una única y sola lágrima. La sentimos brotar, aumentar de caudal, asomarse, hacer equilibrio en la cornisa del párpado y quedarse allí, varada en el vértigo. Como la del espectador en primer plano que no la derrama para que veamos en su cimbreante, cristalino y cálido reflejo el alma de la mirada. Acaso la mejor expresión del sentimiento que da vida a Goodbye Dragon Inn sea la del que llora sonriendo, como cuando llueve con sol. Porque esta película también es una comedia. Triste, pero comedia al fin. El más claro rol cómico lo encarna el muchacho que quiere coger con alguno de los pocos tipos que quedan en el cine y sólo consigue que le den bola una puta y un fantasma. Su cara refleja tanta curiosidad y desconcierto simultáneos como la de Hulot en las ciudades, y el plano general es tan elaborado en Tsai como en Tati. Cine de y para perplejos. La escena del baño, con su vigorosa lentitud, los códigos de conducta todavía extraños para uno de los personajes, el espacio reducido pero compartimentado y las entradas y salidas de gente en el plano, construyen uno de los más grandes gags del cine de este siglo. Un día, cuando todavía era chico, mi vieja preguntó por qué tardaba tanto en tomar el jugo de naranja que me había traído a la cama. Porque así dura más, le dije. Tsai ama tanto el cine que el personaje de la boletera es renga para que tardara más en recorrerlo.
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De paso: a la única posada que no vuelvo es Holiday Inn. Suena a pecado no quedarse en una película con Fred Astaire, uno de esos tipos que justifican la existencia del cine más que Godard (Herzog dixit), pero el problema es que el dueño del establecimiento es Bing Crosby. Pero no el Bing Crosby que enamora en Alta sociedad sino uno que, debiendo ser representante del pueblo, es su condescendiente caricatura. Los personajes principales son dos artistas de music hall: uno canta y el otro baila, uno quiere casarse y el otro es un seductor empedernido. Solamente se separan cuando el segundo le sopla la prometida al primero en el altar. Crosby se retira a una casa en las afueras con la intención de convertirse en granjero. Como es más complicado y costoso de lo que suponía, y como no le gusta laburar mucho, no tiene mejor idea que transformarla en un café concert que abra solamente los días de fiesta. La película no hace otra cosa que mostrarnos una sucesión de feriados cantados como representación de la alegría de vivir pero el efecto es el mismo que ante las caras de felicidad familiar de macdonalds: te querés cortar la chota para no romperles las caras a martillazos a esos tipos. Dos secuencias de mi estadía que recuerdo con algo más que benevolencia, pero que no me alcanzan ni para recomendarla: el final con su puesta en abismo, cuando Hollywood decide hacer una película basada en el éxito de la posada, y sobre todo el fabuloso número en que Astaire baila borracho. Por el número en sí mismo y porque ahí estaba naciendo, sin que nadie lo supiera aún, el drunken master de Jackie Chan.
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