Escribí estos párrafos maravillado por Privé, el disco -extraño, genial- que Spinetta editó en 1986, y sobre todo por esta imagen de «Como un perro», que me recordó otras tantas: “Tengo celos de ese jean / que te sujeta para sí”. Las canciones de Spinetta están llenas de momentos parecidos, bajos y chirriantes. Sospecho que por desconocerlos o pensar que merecen redención, el spinettismo rancio se siente tan cómodo con Pedro Aznar. “Me gusta ese tajo” no es un error ni una canción que deba ser expulsada del reino por chabacana o sexista. Por el contrario, es un destilado de algo –el sexo, la lengua de la calle, los doce compases- que jamás fue ajeno al Flaco. Ocupa en su obra el lugar exactamente opuesto al de “Canción para los días de la vida”, delicada y mucho menos hermosa, la expresión más obvia del Spinetta etéreo al que él mismo cascoteó de una y mil maneras, y que cada vez que se cumplen años de su nacimiento o muerte retorna, inmarcesible como la rosa de Borges, para mantener bajo control a la bestia. Oh, el Poeta. Oh, el Ser de Luz.
Pero no.
Ni a palos.
En el video de “La montaña”, cuando la canción dice: “Trepen a los techos / ya llega la aurora”, aparece un flete con un lavarropas. En la tapa de Pan, hay un mantel a cuadros. Los ratispinettianos no son capaces de hacer lo que su héroe si, porque creen que lo bajo y lo que chirría no pertenecen al arte. El Flaco se la pasó desafiándolos y burlándose de ellos con esa mezcla de bronca y afecto resignado que nace de los artistas que tienen que luchar contra su conversión no en mito sino en Ley. Spinetta no era un ser delicado y frágil. Era un animal de sangre caliente y lleno de humor, cuya grandeza mal reconocida llevó a boludeces demasiado dañinas, a malos viajes y a la formación de un ejército de viejos chotos que todavía andan por ahí, quejándose porque el rock no es ya lo que era antes.
Hay quienes disfrutan de revolcarse en el pasado como perros en el olor a pez, y de cantarle a su juventud melancohimnos de viejo choto. Son los que hicieron de Artaud la cruz de un cementerio. Los que tienen el alma seca. Los ya saciados. ¡Ah, cuánto hubo!, dicen. Como si la historia que se llora hubiera sido exactamente contemporánea del brillo que ahora ostenta. Como si el presente no fuera el tiempo contra el que todo espíritu palpitante practica su obligada y feliz desobediencia. Los años crecen aritméticamente. La nostalgia de manera geométrica. Llega un tiempo en que el periodo digno de elegía incluye también aquello que en su momento supo dar motivos de queja. Cuando Virus nos invitó a bailar el Wadu Wadu, Artaud ganó en ejemplaridad: era el disco que recordaba todo lo que el rock había podido ser antes de abandonar su impulso experimentador en pos del baile y el disfraz. Tiempo después, en medio de los trapos y el birrerío, Virus ya participaba absolutamente de aquellos años en los que el rock era fino y sofisticado, y Locura pertenecía al mismo orden que Artaud. No se trata de que el pasado no merezca amor. Por el contrario, es el tiempo fundamental. El tiempo propio de la invención. Pero el único pasado idealizable es el pasado que no fue nuestro.
Spinetta lo sabía perfectamente. Y sabía también que hay un lazo firme entre respetabilidad y viejochotismo. Por eso sus permanentes estrategias de desmarque. Convertir la aurora de los poetas sensibles en un electrodoméstico. Sugerir el dios Pan y poner un mantel al que le van mejor unas flautitas. Arriba y abajo. Spinetta se movió siempre en la jerarquía lingüística y cultural, sin dejar de reírse nunca, como el artista que era, y dejó en claro que entre el tajo y el duende no había ruptura sino continuidad. “Seres del aire”. “Alma de diamante”. “Dedos de mimbre”. Sí, claro. Y también el extraordinario «capeleti que se bancó el diluvio» de “Las ventiscas de marzo”, otra gloria de Privé. A partir de los años 80 este rechazo del equilibrio lingüístico, de la unidad de estilo y de las otras momias se hizo más notable, pero estuvo siempre en sus letras. En “Los dedos súper ateridos” de “Rutas argentinas”, en títulos como “Tema de Elmo Lesto”, en el “A realizar su trabajo lindo” de “El jardinero”, tan de redacción de primer grado. La grandeza del Flaco letrista no está (solamente) en las luces primeras que empezaron ya a desperezar o en las impalas que recorren tu estante. Está en el brillo y la colisión de los registros. En su habilidad endemoniada para pasar de la consigna a la metáfora surrealista y del piropo al verso que ni Rimbaud.
Especialmente buenas para observar todo esto son sus canciones de enumeración. “Este es el hombre de hielo” define a su personaje como un dios, un nuevo tótem, un helado aragonés, un helado de limón y una larga cadena de cosas. En la excepcional “Tengo un mono” el Flaco va y viene por el lenguaje con una gracia y un descaro que nadie más tuvo. Dice y dice lo que tiene: un ángel negro, un túnel para pirarme, un rayo al amanecer, un padre que da consejos, un vientre que supo abrirme, un salmo en lata, un requiebro, un gran caballo, un canguro, una ruta a Choele Choel, un termo de mertiolate, un chancho que fuma y fuma y lo que bien puede resumir su poética entera: un trapo con obsidianas. La obra de Spinetta es una bola en movimiento y reconfiguración permanente, que se deja auscultar un rato por quien sea y que al final les saca la lengua a todos. Nadie en el mundo escribió jamás algo parecido a “Titi portando un dulce exocet”, a la vez cumbre y pozo, y por eso mismo señal del genio.
En “Un sitio es un sitio» el Flaco canta: «El cielo es una cosa de abrir». Nadie fue tan generoso.