Sin lugar para el amor, por Marcos Rodríguez

El azar (que es sabio porque no le importa serlo) me llevó a ver en un lapso de una misma semana dos películas que tenía pendientes en mi lista de películas pendientes. Esa que con los años cada vez se pone peor. Diversas razones despertaron mi curiosidad por esas dos películas en particular, que hacía tiempo que quería ver y no veía, y que nunca sospeché que podían tener algo en común.

Una, en rigor, la había visto pero era como si no: El amor en la tarde debe haber sido una entre las primeras que vi de Rohmer, allá hace años cuando empezaba a ver películas con cierto rigor y en serie, cosa que la obra de Rohmer ciertamente facilita. Amo a Rohmer pero como se ama un recuerdo lejano; hacía años que no veía nada de él, en parte porque medio que se me acabaron sus películas para ver, en parte porque el amor cinéfilo también necesita de variedad. Pero de El amor… tenía un recuerdo muy vago y poco entusiasta, y el entusiasmo de un amigo que insistía en catalogarla como obra maestra (¿por qué este Rohmer en particular y no otro?, pensaba yo) me llevó a querer revisarla. A lo mejor había algo ahí que se me había pasado. En efecto: sospecho que la primera vez que la vi no la entendí. No estaba listo para ella. Tremenda obra maestra.

La otra película no la había visto aún, pero confieso que me sentí casi ofendido cuando descubrí que no conocía una película de Douglas Sirk. Qué reacción boluda: ¡qué mejor que un Sirk por descubrir! A Sirk lo amo no menos que a Rohmer pero empecé a verlo cuando tenía menos tiempo y rigor para cubrir arcos filmográficos. Sospecho que también me faltó valor para completar la empresa. Como con Ferreri, uno no sale indemne de ver una película de Douglas Sirk. Pero el título flotó a mi conciencia por otra recomendación y ahí me entero que me quedaba un melo de la época de Hollywood de Sirk por ver, y que encima está protagonizado por Barbara Stanwyk. There’s always tomorrow, título que ya casi me hace lagrimear. ¡A ver eso!

Dos viejos jodidos

Hay algo que suena terriblemente anticuado en estas dos películas, y que sospecho que puede marcarle una cierta distancia al espectador actual. Hay algo de época pero también hay otra cosa.

Por empezar, el gran conflicto que surge entre los protagonistas de There’s always tomorrow es uno que hoy casi no existe y que ciertamente no existe en el cine: él y ella, viejos conocidos, amor apasionado, una promesa de sentido para un par de vidas agriadas por el paso del tiempo, la rutina y la insatisfacción no lograrán concretar su amor (nada más agrio que el cine clásico) básicamente porque él está casado con otra mujer y tiene familia. La posibilidad del divorcio no llega a decirse, pero está presente: él quiere dejarlo todo, ella lo quiere a él. Pero a último momento se produce un relámpago de lucidez (incitado por los hijos de él, huevones bastante grandes como para estar tan preocupados porque su papito los deje) que hace que ella (la gran Barbara, envuelta en espléndidos diseños de moda que aletean como mariposa, en oposición a la siempre conservadora y correcta esposa de McMurray) decida volver a Nueva York, cortarle el mambo a él, arrancarse el corazón y tirarlo por la ventana de un avión porque sabe que su amor implica el sufrimiento de otros, incluido de aquel al que ella ama, y que para eso es mejor irse. Lloramos. Lloramos no solo porque a la pobre Barbara no le tocó vivir en una época en la que el divorcio era algo normal y sus consecuencias mucho menos trágicas de lo que ella supone. Lloramos también porque algo de razón tiene. No se trata acá de un ¿qué dirán? oxidado, de apariencias inútiles o de la falsa conciencia de un hombre que nunca se cuestionó nada. La lucidez nace del amor: él quiere a su familia, quiere a su esposa y no quiere dejarlos. Y decide también aceptar ese destino. Ella lo quiere a él y se va. Había una llama de pasión pero la pasión, nos dice There’s always tomorrow, no es todo. Una idea que parece casi incomprensible en nuestra época posmoderna en la que el único mandato parece ser el de seguir nuestras pulsiones. En cambio, no. Lloramos. Lloramos también porque sabemos que lo que dice Barbara es verdad: no la ama a ella, ama la idea de recuperar su juventud, su energía, su sentido de la aventura. Y eso no es posible. La vida no es así. En la vida entra a jugar el paso del tiempo.

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Rohmer es menos viejo pero, se sabe, Rohmer era un recio conservador. O, digamos, lo que podría pasar por un recio conservador en la sociedad francesa. Por de pronto, El amor en la tarde forma parte de la serie llamada “cuentos morales” y, más allá del encanto avasallante de la fotografía de Almendros y de tantas delicias que componen la película, lo que se cuenta acá es una lección moral. Moral en el sentido más católico del término. Curioso encontrar una película tan moderna y encantadora atravesada por la moral. Pero es así. La lección de todo esto, y no se puede decir que Rohmer no busque plantearla, es casi sacada del catecismo: la fantasía induce a la curiosidad, la curiosidad induce a la oportunidad, la oportunidad induce al pecado. Mejor, abstenerse. Lo que hace que el dedo acusador resulte menos antipático en esta fábula de oficinista calenturiento es que, al final, lo que lo impulsa a contenerse no es un cura en sotana o el temor a un infierno por venir, sino la convicción del protagonista de que no es esto lo que él en verdad quiere. No se trata de miedo sino de claridad.

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Curioso el paralelismo entre dos universos y dos relatos tan diferentes: el sistema de géneros y estudios, el cine nuevaolero y urbano. No se trata solo de que los dos relatos tratan sobre posibles infidelidades matrimoniales que no se llegan a concretar, eso sería apenas algo. Lo curioso es cómo, desde espacios tan distintos, las dos películas nos plantean posturas en el fondo similares. Ya sea desde la mirada amarga del melo (el dolor subyace a toda nuestra experiencia) o desde la mirada de uno de los fundadores del cine moderno (la verdad escondida en el laberinto de lo real), su posición final es contenida y difícil. No todo se puede resolver porque nosotros lo deseemos. El deseo no es la única verdad. Hay algo más importante que la satisfacción. El hombre ha de asumir las consecuencias de sus actos y la irreversibilidad de las decisiones. Porque la vida es poca y somos nosotros quienes la moldeamos con algunas cuantas elecciones, que no se pueden borrar. Existencialismo o banalidad. Moralismo que importaría poco si no naciera de obras de cine puro, de sensualidad y sensibilidad, de trampas seductoras que nos van atrayendo con pequeños pasos y relatos pulidos hasta cerrarse sobre nuestro corazón.

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