Salvo excepciones, los colores de cada plano de El sonido del miedo (Blow out, 1981) son los de la bandera estadounidense, que no sale bien parada de esa obra maestra. Para De Palma, como para nosotros, la gran bandera cinéfila es otra. Tanto es así que cuando entramos al departamento de Sean Connery en Los intocables (1987) con uno de sus asesinos alguien pronuncia la frase «los italianos» mientras la cámara avanza en una subjetiva digna de Argento. Pocos años antes Favio también había reconocido a la madre patria cinéfila:

Así que acá van unos párrafos sobre películas italianas en las que el cine, alto en el cielo, flamea mientras las mujeres más hermosas del mundo se pasean por la pantalla y suena la más maravillosa música.
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En La moglie piú bella (con banda sonora de Morricone) Damiano Damiani hizo lo que Brian Helgeland en Leyenda: proponer un thriller gangsteril en el que la mirada masculina tradicional suele ser dominante para cambiarle los signos génericos. La película de Helgeland termina siendo un melodrama homosexual. La de Damiani encumbra el punto de vista de la mujer como eje politico subversivo para una sociedad -el sur de Italia hace 50 años- y un tipo de relato organizados alrededor de la centralidad del macho: el resultado es magnífico, aunque bien puede pasar desapercibido, por desconcertante. La belleza precoz de Ornella Mutti ceba la mirada de un joven aspirante a Padrino tanto como la nuestra, pero pronto pasa a segundo plano o más bien se nutre de una voluntad que aumenta nuestra admiración hacia el personaje distrayéndonos del cuerpo de la actriz, que sólo tenía 15 años durante el rodaje, a la vez que desafía los tácitos códigos imperantes que incluyen aquellos a los que este género de películas nos acostumbra, transformando nuestra posición inicial. Así no hace falta ningún discurso verbal explícito. La estructura del guión modifica gradualmente la mirada del espectador codificada por el género en cuestión, y la nueva articulación de las situaciones, que se vale de la elocuencia melodramática porque no la desprecia, configuran un raro caso de cine progresista deseante y deseable, abierto a la contradicción en el llanto final. Acá también aparecen balcones, aunque no tanto como en Il giorno della civetta, como palcos privilegiados de un teatro del poder. En Un lugar en el mundo, de Aristarain, Luppi repetirá el acto espectacular de Muti.

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Cuando pronuncio la palabra «grosería» pienso etimológicamente y ese grosor materializa el concepto o la sonoridad informes de la lengua. Así objetivo en una imagen, además, mi repudio al cine raquítico. Con todo, después de ver Yo la conocía bien lo primero que se me ocurrió pensar fue que su final era grosero en sentido despectivo. Quizás porque pude haber tenido la sensación de que abría la posibilidad interpretativa de una denuncia imprecisa y redundante. No obstante, a los quince minutos la película anuncia lo que puede pasar como advertencia contra aquel prejuicio. Casi dos horas después de esa escena, disfrutaba tanto de todo que me había olvidado por completo de ella. La sucesión de situaciones que conforman una vida vacía o insatisfecha, ese tópico del cine de los 60, aquí se despliega sin que la puesta en escena de Antonio Pietrangeli se guíe por el principio de abulia de sus personajes. De modo que la forma en que la protagonista vive su vida no es la misma en que nosotros atravesamos la película. Tal es su encanto que quisiéramos seguir mirándola sin que se acabara nunca, y acaso de allí venga mi insatisfacción primera con el final. Alguno le podrá reclamar falta de empatía, pero no es obligación identificarse con el desgraciado, y no solamente debido a conveniencias comerciales. Tampoco lo es mirar su vida, que no es la de una indigente, sin abdicar del sentido voyeurístico de la mirada. Porque acá la cosa pasa por espiar a Sandrelli en la cumbre de su belleza juvenil, celebrarla con todo el cancionero italiano pop de los 60, y abandonar al personaje a su suerte. Muy a menudo escuché hablar del uso fundacional de las canciones en Calles salvajes (Mean Streets, Martin Scorsese). Ocho años antes Pietrangeli llena su película de música melódica, los hits de la época, y experimenta con ella de todas las maneras posibles. Si hasta el lugar de las canciones en el cine de Tarantino ya está en ella. Les dejo la lista de temas:
1. Mina: https://www.youtube.com/watch?v=ogbpBQX5FU4.
2. Mina: https://www.youtube.com/watch?v=cbZo3kiDI18.
3. Mia Genberg: https://www.youtube.com/watch?v=zwFwceqRCJI.
4. Peppino di Capri: https://www.youtube.com/watch?v=QEBdP4HXggo.
5. Millie Small: https://www.youtube.com/watch?v=Dts_r5XGi-0.
6. Sergio Endrigo: https://www.youtube.com/watch?v=62ie7Ow1cxw.
7. Sergio Endrigo: https://www.youtube.com/watch?v=RsxnSPCQc7c.
8. Alice y Ellen Keller: https://www.youtube.com/watch?v=0ZIn9MflJEw.
9. Peppino di Capri: https://www.youtube.com/watch?v=Yo9RONVEB1U.
10. Millie Small: https://www.youtube.com/watch?v=9ZaR9QBA_Mg.
11. Gilbert Bécaud: https://www.youtube.com/watch?v=koHWg6JJmoU.
12. Mina: https://www.youtube.com/watch?v=lpKdboA70mc.
13. Ornella Vanoni: https://www.youtube.com/watch?v=om5yJXyvdTo.
14. Sergio Endrigo: https://www.youtube.com/watch?v=vZhybEc-rB0.
16. Gilbert Bécaud: https://www.youtube.com/watch?v=MJhsWAUx25Q.
17. https://www.youtube.com/watch?v=y2NvAn7ujjw

Sigo sin poder irme a dormir. Y no se me ocurre mejor cosa para intentarlo que poner otra película de Pietrangeli. Pero esta otra, me digo, no puede ser tan hermosa, aunque es igualmente difícil dejar de ver a Sordi, no exactamente por las mismas razones que a Sandrelli. Lo primero que me llama la atención de El soltero es que después de los títulos y de la primera escena en una iglesia, se suceden cinco o seis viñetas en la fiesta de boda. ¿Qué puede tener eso de raro? Que, distraído como estaba por lo que pasaba en cada una de ellas, tardé en darme cuenta de que no hubo corte: otro más de esos grandiosos planos secuencia que no necesitaban exhibirse para que fuera más delicioso descubrirlos (por supuesto que los explícitos de Ophuls o De Palma son maravillosos, sin ambiciones trascendentes ni falsa modestia). En este caso, para colmo, la cámara gira 360° y termina en el que debe ser el único plano en la historia del cine que reunió a Fernando Fernán Gómez con Alberto Sordi. Hoy sí que va a estar complicado dormir.
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Un maravilloso plano fijo de La visione del Sabba que dura un minuto y diez segundos en el que Bellocchio no mueve la cámara de la cara de Corinne Touzet y nosotros la miramos desde la posición del marido. El tipo acaba de conocer a una mujer que es muchas cosas sino todas: una diosa, una puta, una loca, una bruja y un color, que es el de la pasión tanto como el del Partido. Una criminal también y, last but not least, Beatrice «Betty Blue» Dalle. Cuando ella pasa la subjetiva del hombre borronea a su esposa para enfocar el movimiento más allá de ella. Unos segundos después, por inconmensurable que sea el tiempo de este plano en el que pasan tantas cosas que no es impertinente llamarlo secuencia, el hombre se levanta y va detrás de eso que ha pasado por ahí dejando atrás a esta mujer con lágrimas en los ojos tan o más bella que aquella otra cuya presencia sabemos físicamente imposible. Su partida nos deja sin el cuerpo que le daba continente a nuestra mirada, solos frente a esa mujer que recién hemos despreciado en sentido godardiano y que poco después será también abandonada por la cámara. Corinne Touzet no es la primera ni la única mujer que llora en una película de Bellocchio. Como a Facundo Cabral, al bueno de Marco le gusta cuando llora una mujer. Y suele ser uno de sus motivos preferidos a la hora de aplicar la noción baziniana de montaje prohibido. Al comienzo de El diablo en el cuerpo y en el interrogatorio de Vincere deja a sus actrices en primer plano durante minutos eternos para probar que lloran de verdad:
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Mal y pronto, me pongo a ver películas de Francesco Rosi. Tengo que prepararlas para una clase, pero nadie me obligó. Elegí Tres hermanos porque combinaba con Las hermanas alemanas, de Von Trotta. Pero si volví a Francesco Rosi es porque cuando estuve en su país, cercano a Eboli, me sentí seguramente más a gusto que Cristo. Después vi Cadáveres excelentes, El caso Mattei, El desafío (La sfida), Las manos sobre la ciudad. Miento si digo que las vi completa a todas. Si digo que no adelanté ninguna, también. Para cine político, prefiero las de Damiano Damiani, más descuidadas. Con todo, hubo un puñado de escenas, presencias e ideas estimulantes: 1) los planos secuencia que integran a los personajes con el espacio, unidades moduladas por el movimiento en vez de fragmentadas por el corte. Lo que entonces filmaban con grúa y travelling, hoy se hace con steady o, acaso, con dron, aunque me cuesta imaginar drones en recintos relativamente pequeños; 2) la vigencia de El caso Mattei, «inquiesta» que sigue el asesinato de quien defendía el petróleo nacional italiano de la política exterior y corporativa estadounidense, tiene todos los fabulosos colores del celuloide y la música de Piccione, como varias películas más de Rosi. Los efectos sonoros son tan extraños como la manera en que De Santis fotografía la arquitectura en Tres hermanos; 3) la escena de El desafío en que Rossana Schiaffino seduce a José Suárez es una de las cosas más bellas que se han filmado, incluso demasiado bella. Deriva de ese maravilloso contraste entre materia prima rústica y visión cultivada de La terra trema, y los movimientos parecidos a los de ballet de los actores anuncian la Carmen que Rosi dirigirá treinta años después, ya plenamente instalado en el academicismo; 4) referencias cinéfilas explícitas: uno de los Tres hermanos se llama Rocco y el menor de ellos se compara con el protagonista de Trevico-Torino, de Ettore Scola; 5) los planos-contraplanos iniciales de Cadáveres excelentes que asocian la cara ajada de Charles Vanel con las calaveras de las catacumbas.

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El protagonista de Gracias tía llega a la casa donde habrá de permanecer durante el resto de la película y, cuando se da cuenta de que los estantes de la biblioteca que está en la pieza donde suele quedarse están llenos de serios libros ajenos, los tira. Uno o dos planos después, separados por el histérico, festivo y potencialmente siniestro leitmotiv de Morricone, los estantes aparecen ocupados por la colección de Diabolik que nunca deja de leer, como uno pudo hacerlo con Asterix si tenía plata o con Las locuras de Isidoro si no. El pibe la tiene y a paladas, pero es del padre. Hijo único de un industrial a quien, como al villano de una historieta o al Charlie de los ángeles, nunca le vemos la cara, hará de todo por no convertirse en el heredero del imperio empresarial. Su confinamiento en una silla de ruedas tiene que ver con ello, y las caricaturas de los títulos nos recuerdan que El cochecito de Azcona y Berlanga circula por la película de Samperi a toda velocidad. Una mujer, la tía del protagonista y de los títulos, es la única que podrá detenerlo, vaya a saber uno a qué precio. Como el conductor del vehículo es el mismo Lou Castel que sacaba a pasear a su mamá en I pugni in tasca hasta un acantilado que te regalo el de la última de Mel Gibson, uno sabe que puede pasar cualquier cosa. El mismo año en que Mario Bava adaptaba Diabolik a todo color haciendo saltar por los aires la AFIP italiana, nuestro héroe revoleaba los volúmenes del dueño de casa, documentalista progre a quien lo único que se le ocurre hacer para calentarse es coger con su pareja, la tía doctora del protagonista, en la pieza de la casa de su infancia mientras la vieja no está. No llegué a identificar los títulos de los libros desplazados por nuestro Diabolik motorizado, pero en los alrededores de la escena se divierte apuntándole desde la ventana al tío político justo cuando se llena la boca con el eco de un famoso semiólogo mientras desayuna en el jardín. El gesto de Samperi es de la misma índole que aquel mediante el cual Armando Bo opuso el cuerpo de Isaber Sarli a una novela de Sartre en …Y el demonio creó a los hombres. Samperi se divierte junto con Castel, como demuestra cuando quita el sonido de la cámara que filma en primer plano el movimiento de labios incesante de ese tipo que siempre tiene algo importante que decir. Me acuerdo del rugido de león que Friedkin inserta en la cuáquera boca del padre de Britt Ekland cuando ella reproduce sus prohibiciones en la puerta del burlesque neoyorquino de The night they raided Minsky’s. (Castel también está Atrapado sin salida como el Nicholson de Milos Forman). De religiosa a laica, la palabra como autoridad. Tanto más ridícula cuanto disimulada por la razonabilidad. Contra ella, las viñetas a color inspiradoras de otros juegos, tanto más divertidos y saludables para nosotros cuanto perversos para los personajes. Morricone, sin embargo, irrumpe siempre para recordarnos que pase lo que pase la premisa es divertirnos, pero divertirnos en serio. Por eso, cuanto más se ponga en juego más sentido tendrá la cosa, hasta desviarnos por completo del sentido como norma y enseñarnos el camino de la disociación, imprescindible para el juego. Desvío que nunca se expresa más libremente que cuando elide las consecuencias de la travesura en el cuerpo de la tía poco antes de la propuesta última del soberano inválido: “¿Vamos a jugar a la eutanasia?”
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Y Visconti, el noble marxista, le rindió tributo al payaso Fellini. Van cuarenta minutos de El gatopardo. Delon, Gemma y Hill (estos últimos serán dioses del western spaghetti bufo) llegan cagándose de risa al Palacio Salina y vestidos de colorado. Rota los acompaña con motivos musicales circenses, tienen que apartar una cortina para entrar -uno ya no sabe de qué lado del telón están los monos- y entonces Delon se da vuelta, mira a cámara y nos habla. Sí, sí, somos Trinity, que ha quedado rezagado, pero no, porque no hay contraplano y Girotti aparece por el otro wing. Delon nos mira y habla a cámara como tantos comparsas en las de Fellini. Otra subjetiva de nadie.
[…] La tricolor cinéfila […]
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