Hace unas semanas, en medio de una de mis tantas fiebres tarantinescas, encontré estas entradas en mi diario, escritas a comienzos de 2016 al calor de The Hateful Eight. Constituyen, creo adivinar, una pequeña historia de ceguera y revelación. Las hago públicas para purgar la culpa y para combatir la ansiedad por el pronto estreno de Once Upon a Time… in Hollywood.
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3 de enero de 2016
Me comprometí con Vieytes a escribir sobre la nueva de Tarantino: The Hateful Eight. La vi recién. Interesante pero hasta ahí. El problema que noto es que toda su primera parte pesa mucho, y que en relación con Bastardos sin gloria y Django sin cadenas tiene menos voluntad de autonomía respecto de la Historia. Incluso podría decir que se trata de la decantación de la parte seria de Tarantino, su película con menos humor, con menos secuencias de antología, con menos violencia gráfica, con menos diálogos perfectos y con más ideas a la vista. Una buena excusa para hablar de cosas de las que podríamos hablar sin el cine, que es el riesgo que acecha a todas las películas de tema importante. En esto, es la contracara de Bastardos sin gloria, y en su tono a veces grave, la contracara de Death Proof, que ocupa en la filmografía de Tarantino el lugar exactamente opuesto: un divertimento irresponsable, una superficie absoluta que brilla tanto que termina por convertir su historia en la más hermosa reflexión acerca del paso del analógico al digital jamás filmada, con un Kurt Russell antológico como máscara deforme de Bazin y unas chicas hermosas que lo hacen crema con Russ Meyer pegado en sus corazones como estampita de santo vengador. Death Proof es la versión de Tarantino como chico del entretenimiento que molesta tanto a la gente seria. The Hateful Eight es la versión de Tarantino como cineasta que tal vez tenga cosas para decir, y que seguramente gustará mucho a quienes le piden al cine que redima sus formas en la marmita de los temas importantes. “Me hiciste hablar de política y yo no quería”, dice alguien en uno de los tantos diálogos autorreferentes de la película. Voy a verla de nuevo pronto. Pero hoy creo que The Hateful Eight es un desliz. Un renuncio (magnífico, claro) del último animal de cine que dio Hollywood.
6 de enero de 2016
El comentario del otro día sobre Death Proof me llevó a ver de nuevo los dos volúmenes de Kill Bill, a los que mi memoria no les guardaba cariño. Error. Son notables. El famoso cambio al blanco y negro en la primera parte, por más que tenga sus embragues en la película misma (el ojo que la Thurman le saca a uno y el primerísimo primer plano de un pestañeo) queda como una estúpida concesión a un estupidísimo puritanismo de la sangre. Es una lástima, porque si hay algo hermoso en el combate son los colores. Noto un comportamiento infantil en Tarantino. Pero no el caprichito sino el entusiasmo mutante. En Death Proof se propone filmar la persecución automovilística más espectacular. En Bastardos sin gloria y Django sin cadenas las conversaciones más largas y cambiantes. En esta Kill Bill quiere la lucha de espadas definitiva. No sé si consigue esos objetivos pueriles y encantadores pero es muy probable que sean esos desafíos los que agudizan la imaginación y terminan por darle al cine secuencias inolvidables. Me parece escuchar a Johnnie To diciendo: ahora voy a filmar un tiroteo en la calle de media hora, y el tipo nos regala el final de Drug War, como antes nos regaló los paraguas de Sparrow, el frisbi de Vengeance y la latita de coca voladora de Exiled.
Kill Bill es la historia de una venganza, como casi todas las películas de Tarantino. La venganza de Uma Thurman (The Bride, Arlene Machiavelli, Black Mamba, Beatrix Kiddo, Mommy, según los nombres con los que se la designa acá y allá) tiene sus ecos, en la primera parte, en la venganza que emprende la chino-americano-japonesa que interpreta Lucy Liu contra el jefe Yakuza que mató a sus padres, y en la venganza que tal vez un día quiera cobrarse la hijita de la negra (“Black Mamba tendría que haber sido yo”), tal como la misma Thurman señala. Estos nudos son firmes y no hay piedad que los desate. A diferencia de lo que sucede en la trilogía de Park Chan-wok, Tarantino no le pone objeciones a su protagonista. Más bien al contrario: la premia con una nueva vida junto a su hija. Es claro al final. La vengadora llora en el baño, pero no es el peso de sus acciones lo que produce las lágrimas sino su felicidad. El llanto se vuelve rápidamente risa. La hija la espera mirando dibujos animados, y cuando ella sale del baño las dos quedan juntas en el plano, abrazadas y contentas. Esto es mil veces preferible a los modos hipócritas de la crítica, como pasaba en aquella película surcoreana, I Saw the Devil, que entre mutilaciones y canibalismo le hacía decir a un personaje el mensaje ético básico: no se puede combatir al salvaje salvajemente. Recuerdo que a Spielberg le pasaba en Minority Report: para decir algo (obvio y progresista) sobre el destino, la libertad y la ley detenía las acciones al punto de entorpecer una película que hasta ese momento era perfecta. No se puede sacrificar el cine en el altar de las ideas justas. Por eso es preferible que Uma Thurman termine feliz su aventura vengadora antes que una obligación detenga el ritmo para asegurarse de colgar un mensaje que ya sabemos, y que posiblemente no vamos a escuchar (tal vez porque ya lo sabemos).
9 de enero de 2016
Volví a ver The Hateful Eight. Estoy enloquecido. El otro día no entendí nada. Tarantino filma contra el western clásico. Pero no hace revisionismo, en el sentido en que lo hicieron los westerns pro indios, por poner un ejemplo siempre a la mano. En un punto, la película se parece a algunas novelas de Vonnegut (Payasadas, Cuna de gato): es demasiado excedida, demasiado salvaje como para cumplir con las normas edificantes y más bien hipócritas del revisionismo convencional. Tarantino termina su carnaval de sangre con una imagen extraordinaria, un manifiesto por un cine libre, sobrecargado. Me perdí todo en la primera visión. Debería flagelarme. Hay un momento en el que el verdugo Oswaldo Mobray da un discurso sobre la justicia que puede echar luz sobre lo que significa la violencia cinematográfica para Tarantino. Dice Mobray que la diferencia entre la justicia civilizada y la justicia de frontera (podría decir: la venganza) es la aplicación desapasionada de la pena, y que por lo tanto el que asegura el funcionamiento del sistema es él, el verdugo, que hace su trabajo sin ningún interés personal. Tarantino prefiere la justicia de frontera porque es cinematográficamente interesante, no porque la considere mejor. En este caso monta toda una historia para que tenga lugar por fuera de la polis, igual que en Perros de la calle pero sin cargas morales, porque no hay nadie que se la juegue por nadie y resulte traicionado. Me pongo a escribir ahora que tengo alguna idea.
16 de enero de 2016
Bueno, tercera vez en poco tiempo con The Hateful Eight, esta vez en el cine. Es una película fundamental, una intervención alucinada y valiente, una fiesta negra, una causa a defender. Y yo la vi una vez y dije: Ah, sí más o menos, fallida, larga, menor o no sé cuántas pelotudeces más. Terminé el texto con un “¡Viva Quentin Tarantino!” Fui ciego, después vi.