Siempre me pasa lo mismo con las películas de Jia Zhang-ke. Las miro y no siento excitación alguna, no me deslumbran, pero las vuelvo a ver sabiendo que todo está bien en ellas. Son justas y amorosas. Historias de ancho y largo alcance como en las novelas realistas del siglo 19 (me acuerdo del fabuloso Edward Yang), en las que el narrador, cuya modestia lo hace disfrazarse de cronista como amenguando su grandeza dramática, despliega una asombrosa capacidad de observación. Desde hace unos años, el giro de su cine hacia los géneros implica -¿el valor agregado de?- un comentario sobre esas estructuras. Christian Petzold, compañero de generación, lo hace desde siempre. Jia no ha optado por el policial negro, acaso el género que mejor expone la soledad individualista sin renunciar a la visión romántica de esa cultura del egoísmo, sino por el cine de gángsters y por el melodrama, donde los valores comunitarios -y por lo tanto familiares- se afirman sobre todos sus excesos y oscuridades.
La historia de Esa mujer (Ash is purest white) es la de una relación a lo largo de 17 años, desde 2001 hasta el presente. La protagonista principal de la película es la mujer. El hombre desaparece durante la segunda de las tres partes en que, como en Lejos de ella, se divide el relato. Los primeros planos de la película son también primeros planos de gente que viaja en colectivo. Uno se detiene sobre una nena con un gorrito que dice USA. Es la única cara a la que vuelve. Tiempo después deduciremos que la mayoría de esos hombres en el bondi son los obreros de una mina que pronto cerrará porque los capitales habrán de trasladarse a la explotación del petróleo en otro sitio. Sin ellos, la ciudad en la que sigue invirtiendo el jefe local, porque su madre no quiere mudarse del lugar en que nació, pronto pasará al olvido pese al emprendimiento inmobiliario que lleva adelante y que implica no solamente lavado de dinero sino también aferrarse a un concepto de hogar tradicional en crisis. La resistencia a los cambios de ese empresario a la vieja usanza, vale decir también jefe comunitario y protector, le costará la vida. Su lugarteniente, el protagonista masculino de la película, se salvará de la muerte gracias a su pareja. En una de las escenas mejor construidas, y acaso la más vistosa por su cercanía a las fórmulas violentas del género, la mujer irá a la cárcel por usar un arma para evitar que lo asesinen a golpes de cascos de moto. Lo cual nos recuerda el código respetado en buena parte de las películas de gángsters asiáticas según el cual es tabú usar un arma de fuego en las peleas entre bandas. Y que en la de Jia es también uno de los valores que la nueva cultura capitalista china sepultará en el olvido.
Esa última posición constituye una de sus mayores audacias, a la que uno de esos discursos liberalizadores que la mordernidad de masas repite en piloto automático, y que la película expone como una retahíla de eufemismos importados en boca de la nueva amante del protagonista durante la segunda parte, calificaría de parábola conservadora. La palabra clave de la película es «jianghu», que el subtítulo de la versión que tengo no traduce. Se entiende igual -aunque evidencia las singularidades culturales que la globalización no consigue licuar- porque cumple una función similar a «triada» en el cine de Hong Kong y «yakuza» en el japonés. En la primera escena que aparece, que también es la primera en que el protagonista porta un arma en presencia de su pareja, la usa para definir su identidad. Jia nos ha mostrado que ese mafioso, para usar un término nuestro, aunque no sea uno de los obreros del principio, es un líder comunitario que no sólo demuestra piedad a los autores del primer atentado contra su persona sino, más importante aún, regula una disputa entre un hombre que no reconoce la deuda que mantiene con quien le ha prestado dinero. Cuando nuestro protagonista le hace jurar por la estatua de un antepasado, héroe nacional con alabarda que aparecía en los tres segmentos de Lejos de ella (Mountains may depart), el deudor admite la deuda y promete devolver el dinero. Acto seguido, el mafioso consigue que el prestamista renuncie a los intereses, y se queda con el arma desenfundada por el deudor para alardear. Su pecado será, sin embargo, el de la mafia que prefiere llamarse a sí misma corporación porque de ese modo roba más y mejor: triunfar en la nueva ciudad a la que los capitalistas están volando como golondrinas.
La palabra «jianghu» vuelve a ser pronunciada diez minutos antes del final por los mismos personajes del principio y en el mismo sitio, al pie de un volcán cuya ceniza es la del título original de la película y alude a un proceso de purificación que no sólo afectará a los personajes sino también a dicha palabra. Ahora es la protagonista quien se reconoce como tal porque ha respetado los valores «jianghu» de lealtad y rectitud que su antigua pareja no sostuvo por su ambición de incorporarse al nuevo orden social, representado por la mujer que le roba en el ferry y por los transeúntes que la golpean al pasar en un par de escenas sin darse vuelta, que también los desconoce. Nada de esta organización dramática tan claramente conceptualizada resulta obvia gracias al manejo del tiempo típico de Jia: el tempo interno de cada escena crea un mundo autosuficiente y vasto en el que todo lo que pasa tiene la opacidad de lo que parece casual, y la duración total de la película permite la dispersión y el olvido de los detalles en los que se asienta la tesis.
Acaso por las mismas razones que Petzold, también es la mujer -con mayor capacidad de adaptación a los cambios según el alemán pero sin la misma connotación de femme fatale en el chino- el sujeto de la acción de las películas de Jia y el sexo en que delega el punto de vista. Única protagonista de la segunda parte, ni bien sale de la cárcel a la que fue a parar por cubrir a su pareja se va a buscarlo pese a que él sólo estuvo un año en prisión y nunca fue a visitarla durante los otros cuatro que ella estuvo encerrada. Entonces la película participa de la road movie para que Jia vuelva a llevarnos a ese punto neurálgico de las transformaciones contemporáneas que es la represa de las Tres Gargantas en su cine, sobre la que también hizo un documental. Pero el viaje no expresa aventura, turismo ni arrogancia cosmopolita alguna, sino desengaño amoroso para ella y lucidez sociopolítica para nosotros: el contador que lavaba dinero de los «jianghu» en la primera parte se ha convertido en un influyente funcionario financiero, y el hombre por el que ella sacrificó su libertad la dejó para irse a vivir con la hermana de aquel y la evita cuanto puede, hasta que finalmente da la cara en una escena menos lucida que la de acción pero mucho más dolorosa.
La escena de acción regocija porque prueba el reconocimiento de Jia al cine de género como una de las formas felices del cine, como también reconoce en aquella otra donde un grupo de mafiosos mira una película de triadas hongkonesa, invalidando de paso el moralismo progresista de críticos y cineastas que lo impugnan. La escena de acción de Jia convierte a la protagonista en heroína al demorar el último plano en que ella sostiene el arma con la que ha disparado al aire en su mano derecha, tan equívocamente recordada por su amante en el ingrato y tardío reencuentro. Es otro, sin embargo, el objeto que la define y que portará como emblema contra el mundo, al igual que ese antepasado histórico y mítico portaba su alabarda. Cuando ella llega, una vez cumplida la condena, al edificio donde trabaja su antigua pareja se interpone entre ambos una secretaria correcta hasta la violencia -así como modernos dispositivos de seguridad, parte de la escenografía y de la arquitectura contemporáneas deshumanizadas hasta la ciencia ficción, que harán que un personaje se pregunte “¿Dónde estamos?” cuando retorne a su cambiado lugar de origen- y una puerta corrediza electrónica de blindex cuyo impertérrito mecanismo será obstaculizado únicamente por la botellita de plástico con agua mineral que ella pone como una cuña entre las dos hojas para evitar su transparente pero violenta exclusión. Del otro lado se lee “Cámara de comercio”.
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