Out of Time (sobre Había una vez… en Hollywood), por José Miccio

Roman Polasnki aparece apenas un par de minutos en Había una vez… en Hollywood. Se lo ve llegar a un aeropuerto lleno de fotógrafos que lo esperan, en su auto cool, en una fiesta, preparándose para desayunar en el jardín de su mansión, y se lo ve, sobre todo, despreciando a su perro, que se acerca para jugar o pedir algo y recibe como respuesta un gesto de hartazgo que en el mundo de Tarantino es el colmo de la indignidad. Contra este Polanski en la cumbre económica (fiestas, autos, mansiones), social (fama, respeto), sentimental (Sharon Tate) y estética (El bebé de Rosemary), se levanta Cliff Booth, el doble de riesgo interpretado por Brad Pitt, que no tiene un peso, vive en una casa rodante detrás de un autocine, se mantiene como chofer, mandadero y hasta reparador de antenas del Rick Dalton de Leonardo Di Caprio y tiene una relación hermosa con su perro Brandy, a quien jamás se atrevería a ningunear, y con quien codo a codo pelea contra los tres seguidores de Manson en el final de la película. No son las únicas señales de esta oposición. Una de las varias y brillantes secuencias de viaje en auto muestra el recorrido que lleva a Cliff desde la casa de Rick hasta su casa rodante. Otra, el que hace Polanski desde casi el mismo lugar hasta una fiesta en la mansión Playboy.

La distancia entre Polanski y Cliff define el espacio de Había una vez… en Hollywood. No es la cumbre lo que le interesa a Tarantino sino el llano, y los caminos de ascenso y descenso de aquellos a quienes la Historia no les dará nunca una medalla, o bien (es el caso de Rick) porque trabajaron lejos de la respetabilidad o la grandeza, o bien (como Sharon Tate) porque se cruzaron con su violencia desencauzada y su mueca horrible. A la Historia le gustan los puntos. A la vida, las frases largas y sinuosas. El punto es el éxito, la gloria estética, el crimen, la consigna. La frase es la amistad entre dos tipos que trabajan juntos, las luces combinadas del día y de la maravillosa Sharon Tate de Margot Robbie, las piernas y los labios desafiantes de una piba, la pequeña actriz que desprecia la palabra actriz. Tarantino llena su película de frases y borra de la escena todos los puntos. Polanski, Manson, Easy Rider. No pasa por ahí su cuento sin hadas. Pasa por una noche en la que Cliff y Rick miran la actuación de este último en una serie, solos en su casa, con pizza y cerveza, por una tarde en la que Sharon baila una canción de Paul Revere and the Raiders, por la comida que Cliff prepara para él y para Brandy, una de las escenas más hermosas de todo el cine de Tarantino. Lo que importa está de este lado, donde se mueve la vida, siempre en riesgo de ser atrapada por un punto, y siempre lista para liberar alguna frase, de donde sea. Basta pensar en otras dos escenas rimadas. En el viejo set de televisión en el que viven los jóvenes de la familia Manson, la maravillosa Pussycat, que es un tifón, se sube a un auto, señala a Cliff con el dedo y le grita una consigna: “¡Vos sos el que está ciego!” En la fiesta en la mansión Playboy, entre cuyos invitados están las dos chicas de The Mamas & The Papas, Steve McQueen (a un año de Bullit, nada menos) cuenta una historia que jamás podría haber protagonizado. Ocaso y revelación. Pussycat, que es toda frase, encuentra el punto. McQueen, que es todo punto, la frase.

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Cliff (o el personaje con el que Brad Pitt se recibió de Dios) es la piedra que sostiene todo el edificio. No hay nadie al que los zapatos le queden tan bien. Doble de riesgo sin trabajo, en la escena en la que tiene una chance tira todo por la borda porque no soporta que Bruce Lee sea tan agrandado. Un ícono del cine-pulp en el set de El avispón verde que se cree más que Cassius Clay y mira por encima a un laburante: Cliff no puede aguantar eso. Tiene que poner las cosas en su lugar, que es obviamente el llano. Es un bruto. O un plebeyo divino. Le gusta la cerveza, el cigarrillo, el viento en la cara, los lentes que se pone y saca, y que una vez le presta a Rick para que no lo vean llorar los mexicanos. Tarantino, más generoso que nunca, no puede regalarle nada porque Cliff vive como si no conociera la falta. O como si fuera tan honda que no hay nada que hacer con ella. Algunos dicen que mató a su esposa. Otros que es un héroe de guerra. Sean ciertas o falsas las historias, no hay nada que lo empuje mucho más allá del día en el que vive. Rick vive pensando en el pasado y en el futuro. Cuando lee (o mejor dicho: cuando cuenta qué está leyendo, porque en Tarantino la palabra que importa es la que se dice) la historia de un domador de caballos cuarentón al que un accidente le jode la cadera y le impide seguir siendo el de antes, se pone a llorar porque reconoce su propia vida, y hasta le dice a una nena de ocho años que en un tiempo le pasará lo mismo. Cliff es una garrapata atornillada al presente. Cuando un cuchillo en la cintura le anuncia la suerte del domador, sonríe y dice: “Estoy fuera de peligro, quedaré rengo no más”. Así existe. Minuto a minuto. El día que tiene que arreglar la antena del jefe-amigo, se calza un cinturón de cowboy, le carga una cerveza, trepa al techo como el atleta que es, prende un pucho, se queda en cueros frente al sol y ríe al recordar la historia con Bruce Lee. El viento le da en la cara maneje el auto de Rick o el suyo propio, mucho menos agraciado.

Varios escalones arriba, sujetos a pasiones que Cliff no tiene (el deseo de gloria y el miedo al fracaso, fundamentalmente), se ubican Rick Dalton y Sharon Tate, que se cruzan justo en el punto en el que la caída de uno coincide con el ascenso de la otra. Rick supo protagonizar una serie de televisión en los 50 y llegar a las tapas de algunas revistas ligadas a la pantalla hogareña; después no triunfó en el cine, y hoy es un villano de capítulos sueltos que se chupa todo y se muestra renuente a filmar westerns en Italia. Sharon Tate, en cambio, está empezando a hacerse conocida. Es la esposa de Polanski (“El director más solicitado de la ciudad, y tal vez del mundo”, según lo define Rick), hizo ya Valley of Dolls y es una de las tres actrices que acompañan a Dean Martin en The Wrecking Crew, en cartel por esos días. A Rick y a Sharon Tarantino les da un regalo más importante que el éxito. Les da nada menos que la chance de producir en otros emociones legítimas. El caso de Sharon es luminoso, como todo lo que tiene que ver con ella, y por eso, justamente, es también enormemente triste. Tarantino le dedica un breve ralenti en el auto. La baña de luz. Le entrega un montón de primeros planos a su cara siempre esplendorosa. Hasta cuando el narrador dice que se siente mal por el calor se la ve plena. ¡Ay, tanto brillo aniquilado! Una tarde, después de buscar una primera edición de Tess, la de los d’Urberville para regalarle a su marido (que la filmará diez años después), Sharon se topa con un cine que proyecta la mencionada The Wrecking Crew. Va a la boletería. Se presenta. Explica quién es porque la empleada no la reconoce. Finalmente, la invitan a pasar, se saca una foto con el afiche, en pose de chica sexy, y se sienta en la sala a verse en la pantalla grande. Con el correr de los minutos los nervios desaparecen, y la vemos con las patas sucias (nota al paso: las mujeres a las que Tarantino rinde homenaje roncan, tienen axilas pilosas y roña en los pies; no por eso su belleza merma; por el contrario: crece) apoyadas en la butaca de adelante, feliz porque los pocos espectadores que la acompañan festejan sus escenas.

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El caso de Rick tiene más vueltas, en parte porque tiene más recorrido. Es una persona más grande, que arrancó en los 50 y ahora enfrenta una carrera que ya no avanza. Una vez, seis o siete años atrás, el viento de la gloria le pasó relativamente cerca, porque fue uno de los cuatro actores considerados para El gran escape por si Steve McQueen no aceptaba el protagónico. Los planos que ilustran la historia, que él mismo cuenta, lo muestran como el capitán Virgil Hilts de la película de John Sturges. Hubiera sido el triunfo que buscaba en el cine, y por el que descuidó su carrera televisiva. Pero, una vez más, contra este cielo instituido, Tarantino hace que brille otro, solo para su personaje. La gloria de Rick tiene lugar durante la filmación del capítulo de una serie en el que, como siempre, tiene que interpretar al villano. Es toda una historia. Llega al set, se presenta, acepta entre quejas un maquillaje y un vestuario que no le gustan, charla con su compañera de elenco (una nena de ocho años) sobre los libros que están leyendo, entra en escena, olvida algunos parlamentos, se autocastiga en el camarín, se da ánimos y finalmente triunfa en el llano, con una actuación a la que agrega por lo menos un gesto y un diálogo que no estaban escritos, y que merece el reconocimiento del director, lo que importa más bien poco (el tipo es igual de fatuo que Bruce Lee: cuando habla con Rick de su villano pronuncia la palabra Zeitgeist), y el de la chiquita, en quien sí hay autoridad, porque actúa con amor y compromiso. “Es la mejor actuación que vi en mi vida”, le dice. La frase cumple la misma función que las risas y los aplausos del público en la historia de Sharon.

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Por encima de Rick y Sharon solo queda la Historia. Ahí ya no hay nada que contar. Polanski hizo una obra maestra. Manson mató un montón de gente. Está dicho. Punto. Pero el cariño de Tarantino por los segundones, y por los dobles de los segundones, no es solo una cuestión ligada a los personajes. Había una vez… en Hollywood está construida como un tapiz de materiales bajos dignificados no por la Cultura sino por quienes los integran en sus vidas. Locutores de radio, novelas del Oeste, pósters, marquesinas, películas baratas, revistas, spaghetti westerns, música ligera, imitaciones italianas de James Bond, series televisivas de toda clase que inundan la ciudad con sus publicidades en bancos públicos, paredes y colectivos. Es un flujo indetenible, que Tarantino pone en escena con una gracia y un rigor que la gente respetable no conoce, y que atraviesa los niveles narrativos sin detener jamás su marcha. Eso no puede ser solo industria cultural y alienación. No por lo menos para alguien que hace cine con esos mismos materiales, y que los lleva más allá de donde pueden llegar por sí mismos sin obligarlos por eso a renegar de su naturaleza. “¿Tenés vergüenza de que Morrison se entere que bailás con Paul Revere?”, le dice (aproximadamente) Sharon a Jay Sebring, su amigo-expareja, en la escena en la que suena «Good Thing” (¿o era «Mr. Sun, Mr. Moon?»). Es una de las claves de la película. La burla de toda Ley. La de la Cultura, la del Nuevo Hollywood, la del feminismo de alfombra roja, la de los hechos reales. Contra el vínculo que Sharon tiene con su disco no contracultural, lleno de baile y de sol, se estrella no tanto la contracultura como sus versiones castradoras, que pueden convertir lo más vital y luminoso en un desierto. Es el camino que va de Pussycat a la chica Charlie paliducha del final, completamente hundida en una fábula de redención asesina. Pussycat (Margareth Qualley, anotemos este nombre) enciende la pantalla cada vez que aparece. No hay plano en el que esté que no pida memoria. Es una Sharon libertina, de gestos pícaros en lugar de inocentones, que juega a hacer equilibrio en un contenedor de basura y apenas se sube al auto de Cliff le propone una felatio, y después concluye: “No es que yo sea demasiado joven para cogerte, es que vos sos demasiado viejo para cogerme a mí”. La otra es su versión quemada. Le toca la noche, la ropa negra, el viaje malo de la falopa y la persecuta. Están en las antípodas, pero las une un lazo firme, que es hacia donde dirige sus dardos Tarantino, con furia y aflicción. El presunto sentido crítico que manifiesta Pussycat al decir que no le gustan las series porque los actores fingen y hay muertes reales en Vietnam, y al acusar a Cliff desde el auto-púlpito (ese momento terrible, en el que lo más bello se somete a un catecismo), encuentra una caricatura de expresión doctrinaria en la segunda chica, que llega a la conclusión de que como los medios de comunicación de masas enseñaron a sus destinatarios a matar con sus series y películas violentas, ahora les toca a ellos matar a quienes producen esos contenidos. Es una versión grotesca y peleadora de los cuestionamientos que Tarantino y sus héroes (basta pensar en Corbucci, a quien se menciona varias veces en la película) reciben todavía, y cuyo ejemplo más reciente y señalado hay que buscarlo en una nota que Jonathan Rosenbaum legó a la Antología Universal de la Incomprensión, y en la que afirma que Había una vez… en Hollywood es al cine de su país lo que Donald Trump a la política, tal como lo demostrarían el retrato burlón de Bruce Lee, que coincide con el desprecio republicano a los extranjeros, y la representación de los hippies como un grupo criminal, que no está lejos de la identificación de los musulmanes como terroristas, entre otras razones igual de vanas e indiscutibles. En Salve, César, cuando el actor interpretado por George Clooney vuelve de su tiempo con los marxistas de Hollywood, manifiesta unas inquietudes simples que el productor ejecutivo resuelve con un cachetazo y la orden de que actúe. Tarantino es mucho más brutal. A la chica que elabora la reflexión sobre la violencia, y a quien le corresponde la alienación que identifica en otros, la liquidan Cliff con un embutido y Rick con el lanzallamas de una película exploit.

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Había una vez… en Hollywood está filmada en 70mm (algo que para nosotros es solo información: nos toca verla en DCP). La materialidad del celuloide (y del vinilo, y de la cinta magnética) es uno de sus íconos y temas. “Vi copias en 35 de dos de tus películas”, le dice a Rick Marvin Shwarz, el agente interpretado por Al Pacino, y mientras le cuenta sus impresiones vemos un rollo, un proyector, el haz de luz y la pantalla. “Después vi dos capítulos de tu serie en 16”, completa enseguida, para llenar la escena de información que nadie en 1969 hubiera creído necesario transmitir. Esta preocupación por dejar bien en evidencia el celuloide se extiende a lo que significa el registro en términos de composición y esfuerzo físico. Uno de los primeros planos de la película (general lejano, contrapicado) muestra a un hombre que cae del techo de una taberna con la moral estricta del montaje prohibido. La edición de la pelea entre Cliff y Bruce Lee está pensada para que percibamos, haya o no cortes, los momentos en los que un doble reemplaza al doble que interpreta Brad Pitt (habría que hacer un inventario de las duplicaciones, del reflejo al cover). Cuando Rick llega al set del Oeste para interpretar a uno de sus villanos, el tipo que le indica dónde queda maquillaje empuja trabajosamente un carro. Para la escena en la que debe incendiar a un grupo de nazis, el mismo Rick tiene que soportar el calor del lanzallamas. Las cosas pesan. El fuego quema. La cámara no se eleva si no tiene apoyo en el suelo. Cine de grúa contra cine de drone. ¿Alguien dijo moral? Ahí la tiene. El cine la funda. Es un efecto de su trabajo, no su límite exterior. Hay por lo menos cinco planos de grúa en la película, muy parecidos. Uno acompaña a Cliff hasta su casa rodante. Otro pasa de Rick en la pileta al matrimonio Polanski que sube al auto y pone rumbo a la fiesta en la mansión Playboy. El último, ya olímpico, de una luminosidad y una tristeza pegajosa, muestra el encuentro de Rick y Sharon. El plano condensa una y mil cosas. La apuesta por un cine al viejo estilo, con celuloide, sudor y maquinaria. La continuidad entre la casa del autor Polanski y la casa del actor de series y westerns italianos, obviamente un ars poetica. La congoja que baña de a poco la película de Tarantino. ¿Qué se reúne en el abrazo entre Rick y Sharon? Lo que ya fue y lo que no fue. El cine conjura el tiempo. ¿A quién se le ocurrió decir que era un arte del presente?

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