No habrá más penas ni olvido, sobre «Santiago, Italia», de Nanni Moretti, por Marcos Rodríguez

Treinta años después, Nanni Moretti vuelve al documental político. Pasaron muchas cosas desde La cosa, pero las similitudes entre ambas películas son llamativas: planos frontales, militantes de izquierda, una forma de ver las cosas. Si aquella película plasmaba desde la urgencia de filmar un presente que se presentía clave (La cosa registra los debates en el interior del PCI en 1989, cuando los cambios eran inminentes aunque todavía no se sabía hasta qué punto iban a ser radicales), Santiago, Italia mira ya desde la perspectiva lejana (esa con la que mira Nanni al principio de todo, por sobre la ciudad) de un tiempo en el que los hechos retratados huelen a utopía pasada. El mecanismo, sin embargo, es el mismo: plantar la cámara (siempre fija) frente a la gente para dejar que hable. En La cosa las personas hablaban dentro del marco de las asambleas que se armaron en las bases del partido, para tomar una decisión democrática sobre el futuro de la organización. En Santiago, Italia las personas hablan frente a la cámara, sin ocultar que le hablan a Nanni, pero sin que este intervenga ni se lo vea, salvo en dos momentos puntuales. Uno es ese primer plano de espalda y mirada panorámica. El otro es un lapsus en el que podemos imaginar una breve aparición del viejo Apicella, que explica frente a un torturador que él no es neutral en lo que está retratando. No hacía falta aclararlo, pero el momento tiene su gracia. Lástima que dejó la frase ahí servida para que la repitieran todos los críticos (críticos: esa gente que se dedica a subrayar lo subrayado como si fuera un descubrimiento). Pero, decíamos, más allá de esas breves intervenciones, la historia del golpe a Allende y los refugiados en la Embajada de Italia se cuenta (en apariencia) por sí misma: quienes vivieron los hechos (militantes, diplomáticos, periodistas, incluso algún que otro militar) los reviven frente a cámara sin que la cámara haga más que mirarlos recordar aquello que quedó ya en el pasado. Es la atención prestada a esa gente, y no tanto la atención prestada a unos hechos tal vez no tan conocidos (¿quién sabía de la actuación de los italianos en los días inmediatamente posteriores al golpe de Pinochet?) lo que constituye el verdadero corazón de esta película. Sí, hay anécdotas hermosas, muchas de las cuales involucran una pared no muy alta pero tampoco tan baja (y que ahora subieron), pero lo verdaderamente hermoso es el tiempo que Nanni sabe dejar sobre la cara de una persona que de pronto se queda callada, se ahoga, se atraganta. Los hechos son los hechos y están narrados con precisión, pero las lágrimas (como siempre) son más fuertes. La emoción al tratar de definir los años de militancia o la emoción frente al recuerdo, por parte de un ateo confeso, de un obispo que supo enfrentarse a los militares. Ahí es donde vibra Santiago, Italia y en esa emoción es donde encuentra su razón de ser: una película así es necesaria no porque rescata del (cuasi) olvido hechos que no deberían ser olvidados, sino porque rescata del (cuasi) olvido una forma de mirar y de comprender el mundo y, sobre todo, de comprender las relaciones que entablamos unos con otros, que no deberían caer en el olvido.

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En ese sentido, es particularmente conmovedor (e inesperado, la verdad) el retrato que la película termina perfilando de la Italia izquierdosa de los setenta. A esa altura de la película, uno casi olvida la parte de “Italia” de la cosa, porque todo lo que se contó transcurre en Chile y es contado por chilenos que, si bien hablan un italiano más o menos fluido, no pierden nunca su acento. Pero al final, cuando la gesta está perdida, cuando la utopía ya murió, esos refugiados que encontraron un asilo en la Embajada terminan por exiliarse en Chile (después de momentos oscurísimos y de noches de correteo sexual). Entonces, Nanni dedica un tiempo paciente (esta es una película con paciencia) a retratar cómo fue la vida de esos exiliados que llegaron a ese país también de izquierda, que fue el único de Europa que no reconoció al gobierno de Pinochet. Los testimonios son, de nuevo, conmovedores. Llegamos sin nada, sin hablar el idioma, y los italianos nos recibieron, nos dieron un trabajo, nos dieron la posibilidad de formar una vida. En un momento en el que Italia parece a punto de dar un (nuevo, más brutal) giro a la derecha, aquella imagen borrosa del pasado comunista del país vibra en las lágrimas de esos emigrados que reflejan, por supuesto, a los que ahora ni siquiera pueden entrar al país.

Al final, resulta que Nanni de nuevo se puso a hacer una película que habla sobre el presente de Italia, aunque esta vez por vía de Chile. Lo fascinante de todo esto es que al recordar aquel pasado ya sepultado, la imagen de esa Italia solidaria se vuelve obsesionante porque se siente cercana. No hay proclamas, números, elecciones, conceptos sobre el devenir de la historia. Hay historias de gente que tuvo que escapar porque si no la mataban, pibes y no tan pibes, familias y solitarios, que se vieron arrancados de su tierra y llegaron (por azar, digamos) a una tierra en la que la gente estaba dispuesta a abrir sus brazos para recibirlos. Recibirlos con trabajo, con confianza, con afecto.

Eso ya no pasa.

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