Este año Clint y Quentin hicieron películas encantadas en las que el placer físico triunfa sobre la simbolización sin dejar de ser narrativas: La mula y Había una vez… en Hollywood. Al verlas me sentí como la piel en esos días de temperatura templada, sin que la templaza tenga que ver con el equilibrio fiscal u otras recetas por el estilo. Uno se siente transportado al verlas, en el aire. Igual que en Todos rieron, película (ra)dial como Había una vez… en Hollywood, con su sinfonía urbana soleada pero melancólica, menos sinfonía que rondó, y su ophulsiana ronda de amores en tránsito perpetuo, sólo gracias al cine sustraídos al asesinato más o menos prematuro que impone la realidad: el de Sharon Tate en la de Tarantino, el de Dorothy Stratten en la de Bogdanovich. Estado de gracia lúcida parecido al de ciertos momentos de ciertas películas de Rohmer, en los que la inteligencia nunca deja de ser una física y al Verbo se lo cultiva con la pizca de sorna imprescindible para que la Cultura nunca se la crea del todo. Queda muy poco cine industrial que no sólo ame sino también reconozca el valor inmanente del plano, contexto en el que más brilla. En la de Tarantino, perro rabiosamente baziniano, es todo. Con la tristísima dulzura del imposible milagro final (el cine, como enamorarse, es «inventarse una religión personal cuyo Dios es falible»), por primera vez me hizo llorar. Quentin y Clint mantienen encendida la llama de una estrella muerta. Y dan la impresión, como quería Flaiano, de hacerlo sin esfuerzo.
La cinefilia virtuosa de Tarantino no se despliega en citas, signos y referencias sola ni fundamentalmente, como si eso fuera malo en sí mismo, sino en aquello que supo llamarse puesta en escena: autonomía del plano e inteligencia estructural del guión mediados por el funcionalismo del montaje, ya sea que se disimule en la continuidad o se exhiba en el intervalo. Tarantino es un escritor, pero sobre todo es un compositor (y no solamente un disc jockey, aunque acá no estoy hablando de música): me refiero a que pocos cineastas le dan tanta importancia al lugar donde se planta la cámara -a la composición del plano- y a la estructura del relato -a su organización espacial más allá del desarrollo de la anécdota, independiente incluso de la intriga- desplegado. Recuerdo que una de las cosas más hermosas que leí sobre cine la dijo Bresson en una entrevista: para él era fundamental encontrar el sitio adecuado donde poner la cámara. Hay tantos lugares posibles que no hay fórmula para encontrar la correcta, entre otras cosas porque la corrección es poca cosa cuando se trata de crear. Si nada está hecho, por más que Tarantino trabaje no ya sólo con películas terminadas sino incluso con el cine terminado, por no decir con la muerte del cine, todo está por hacerse por primera vez. En cada plano de su última película se siente la existencia de algo inmanente. ¿En qué se funda esa sensación? En el placer, la inteligencia y el amor.
Cada plano de Había una vez… en Hollywood tiene validez por sí mismo. No está sacrificado al imperativo de la narración y sus funciones más o menos convencionales. No está ahí para que pensemos qué significa lo que pasa en él ni para que acopiemos la información funcional -en el sentido más utilitario del término- al desenvolvimiento de la trama. Antes que nada existe porque sí, y las posibilidades combinatorias están libradas a nuestra exclusiva arbitrariedad. Mucho tiene que ver con ello el aprecio por la duración para que habitemos la película. Para que todo lo que veamos tenga el peso físico capaz de imprimir una sensación material. Para que aplaquemos la reacción que nos lleva, con un siglo de cine en la visión cada vez más contaminada de híper codificados estímulos audiovisuales, a descifrar compulsiva y automáticamente la imagen. Como si ella no fuera otra cosa que un medio, un soporte, un vehículo. Y lo hace, entre otros medios de transporte, a través de los autos conducidos por los personajes.
¿Cuántos minutos nos pasamos a bordo de ellos, acompañando a Brad Pitt o a “Roman Polanski”, a Pussycat y a “Sharon Tate”? Tantos, pero sobre todo tan eternos, vale decir instantáneos e inmanentes, como en los mejores momentos de las primeras películas de Godard, como en las road movies estadounidenses de los setenta más rectas y veloces (Vanishing Point) o más digresivas (Two Lane Blacktop), o como en los (a)morosos recorridos minimalistas de Kiarostami. Donde Tarantino pone la cámara funda un mundo, y todo verdadero mundo está siempre en movimiento de traslación, pero sobre todo de rotación. Si bien hay muchos planos en los que la cámara se mantiene fija, los detalles que la componen son infinitos. Por eso uno la ve varias veces y sigue descubriendo no ya relaciones sino incluso objetos que habíamos pasado por alto. Y cuando digo objetos también me refiero a los célebres parlamentos de Tarantino, nunca atados a la economía del significado típica de los diálogos escritos exclusivamente en función del desarrollo narrativo, sino puros significantes, alephs verbales, readymades a cine –cielo y corazón- abierto. Pero esta película también se destaca por los movimientos de este lado de la pantalla: travellings y sobre todo grúas: técnicas previas a la steady, el dron y ni hablar de la oscilación manual institucionalizada contemporánea. Había una vez… en Hollywood es una película –un universo- en expansión.
Hermoso texto!
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