1979 fue un buen año para Conrad: Coppola estrenó Apocalipsis Now y Alien lo trajo a la memoria en su Nostromo. 1975 fue diferente. En mayo, John Milius dio a conocer El viento y el león, que excedió el conradismo al poner en paridad dramática al presidente de Estados Unidos y a un líder berebere, y en diciembre John Huston hizo lo propio con El hombre que sería rey (The Man Who Would Be King), su notable adaptación de Kipling. Es de esta película que me gustaría hablar.
Los planos del comienzo muestran un mercado, camellos, personas que rezan, un encantador de serpientes, un hombre que se mete alacranes en la boca, otro que fuma en un narguile, un nene con una víbora en las manos, una mujer que se pasa por la cara agua hirviendo, todo acompañado por música que oídos occidentales pueden reconocer sin esfuerzo como propia de la India. Unos minutos del más puro orientalismo, para temblor y entusiasmo de Edward Said, que sabía admirar aquello que cuestionaba si es que aquello que cuestionaba le parecía grande (Kim, por ejemplo). En esta India de almanaque occidental actúan los dos ingleses que protagonizan la película, y a quienes unos informes policiales asocian con las palabras estafa, chantaje y contrabando. Les falta la palabra fundamental: encanto, pero eso no es información para un dossier, y lo que es más importante: tampoco es algo que Kipling señale con tanta insistencia. Es obra del cine. De la gran adaptación, de Huston y por supuesto, y antes que nada, de los actores.
Michael Caine es Peachy Carnehan, un tipo de mano hábil que se queja de la burocracia imperial, que ha sustituido por funcionarios a los aventureros como él, y que se define como un buen degustador de whisky, mujeres, chalecos y menús. Sean Connery es Daniel Dravot, hijo de un camarero, masón como su amigo, futuro rey. Los dos encarnan una versión picaresca del aventurero imperial decimonónico: son chantas, emprendedores, codiciosos y orgullosamente civilizados. Sobre todo Peachy, que es capaz de decir en un momento que no son dioses sino ingleses, y que las dos cosas son casi lo mismo. La frase no está en Kipling, así como tampoco otras varias, que la debilitan pero no desmienten. Durante el entrenamiento para la guerra al que someten a los hombres de un pueblo de Kafiristán, Daniel dice: “Les enseñaremos a ser soldados, la más noble de las profesiones. Cuando terminemos, podrán masacrar a sus enemigos como hombres civilizados”. Y enseguida concluye, dirigiéndose a uno de los que lo miran sin entender qué dice: “Un buen soldado no piensa, solo ejecuta órdenes. ¿O creés que si lo pensara dos veces moriría por la reina y por la patria?” Este juego de ironías con los valores que encarnan -también bromean con la presunta función educadora de los europeos en ultramar- no los vuelve ajenos a ellos. Por el contrario, son agentes no orgánicos del imperio, convencidos de la superioridad cultural británica y conscientes de lo que esa superioridad tiene de cruel e inevitable.
Esta convicción cínica nace de una operación brillante sobre el texto de Kiplng, al que la película traiciona doblemente: una vez por exceso de cercanía y otra vez por exceso de distancia. La primera traición encarna en el personaje que cumple funciones de nexo y traductor entre los británicos y los pueblos de Kafiristán. A Billy Fish –un gurka que en la película se presenta con ese nombre y en el relato es bautizado así por Peachy y Daniel a causa de su parecido con un conductor de locomotoras que ambos conocen– Huston y su coguionista Gladys Hill lo vuelven más importante y simpático de lo que es en el relato, de acuerdo con un modelo que toman del propio Kipling; en el cine, Billy Fish es pariente de Gunga Din. La segunda traición es tal vez más decisiva. En el relato, Peachy y Daniel no tienen nada que decir sobre su cultura que pueda ser considerado irónico. La película, en cambio, y como comenté antes, los vuelve conscientes de la fuerza que sostiene a su civilización (lo que buscan es, de hecho, recuperar los tiempos de esa fuerza, anteriores a la burocracia), al punto de dotarlos de una cierta inflexión conradiana.
Lo que sí respeta Huston es la estructura narrativa del relato: un hombre le cuenta a un periodista del Northern Star la aventura que vivió con un amigo entre los lejanos pueblos de Kafiristán, donde nadie había llegado desde los tiempos de Alejandro Magno. En la película el periodista es el propio Kipling, a quien da vida Christopher Plummer, y en cuya presentación lo vemos escribir los primeros versos de La balada de Boh da Thone. También como el texto, Huston permanece apegado al punto de vista de los aventureros, lo que no le impide hacer hincapié en las relaciones que constituyen la sociedad de la que forman parte indios e ingleses. Basta ver los primeros minutos, luego del prólogo exotista. Los indios viajan hacinados en los trenes y hasta sentados en el techo. Los ingleses usan camarotes. En su relato, Kipling menciona esto solo para indicar lo incómodo que puede ser para un inglés viajar en clase intermedia. En la película de Huston esta incomodidad se reduce a un indio que come sandía y escupe las semillas en el suelo, mientras que la incomodidad verdadera -por no hablar del peligro- queda del lado de los indios.
Es algo que el cine comunica muy fácilmente: uno o dos planos del hacinamiento convierten un camarote mediano en un palacio. Pero el mejor ejemplo de esta puesta en relieve de las relaciones sociales sobre las que se levanta el imperio viene unos minutos después, en el largo plano que muestra una entrevista entre Kipling y un hombre de la administración de justicia desde la posición del indio que mueve con el pie el ingenio que les da aire. Con estas notas -siempre integradas al contexto para que la narración no se demore- y algunos diálogos, Huston no denuncia ni desmonta el vínculo imperial pero lo hace bien evidente.
El paso siguiente es el viaje. En un momento genial, en las montañas heladas, Daniel canta a pesar de que Peachey le dice que la corte, que es peligroso. “Si un rey no puede cantar, de qué sirve ser rey”, dice Daniel, y sigue adelante, desafinado y feliz. Poco después, impedidos de regresar o continuar, conscientes de que van a morir pero sin ni siquiera un atisbo de drama, empiezan a recordar anécdotas de los buenos viejos tiempos, como suelen hacer las personas que gozan de una larga amistad, siempre listas para contarse historias que ya conocen, por el gusto de poner en palabras y renovar una experiencia compartida. De pronto, tentados por el recuerdo, empiezan a reírse tan fuerte que las carcajadas provocan la avalancha que temía Peachey cuando Daniel cantaba. Pero lo extraordinario de la avalancha es que en lugar de matarlos los salva, porque llena el vacío que les impedía avanzar. En La reina africana Huston había filmado una escena en cierto modo equivalente: aquella en la que Bogart y Hepburn se disponen a morir, atrapados en un río intransitable, y al despertar se encuentran libres, salvados por un temporal que hizo subir el nivel del agua. La diferencia es que en La reina africana la suerte puede ser en realidad un milagro, ya que antes de dormir la mujer -una misionera, nada menos– le pide a Dios que no los abandone. En este caso no hay nada parecido: como en Herzog, el universo es absurdo antes que sensible a quienes lo desafían.
Ya en Karifirstán, las cosas son distintas a cómo eran en la India porque no hay sociedad colonial. Es justamente eso lo que Peachey y Daniel buscaban: un lugar sin leyes que dificulten la tarea de hombres como ellos, listo para el conquistador. Por supuesto, la historia alcanza su pico con la coronación de Daniel; es el acontecimiento que realiza el proyecto inicial de los aventureros y el que al mismo tiempo lo modifica, por lo menos para el ahora rey, que deja de considerar el gobierno como un medio para un fin (apoderarse de la riqueza y retornar a Europa) y pasa a considerarlo un fin en sí mismo. Como rey-dios, Daniel encarna el Estado en sus pasos iniciales, bien lejos de la compleja maquinaria montada por Gran Bretaña en la India, para la que hombres como él y Peachy son indeseables. Es el estado de los pioneros. Frente a sus súbditos, en jornadas especialmente diseñadas para impartir justicia, Daniel decide que cada pueblo entregue el diezmo al palacio para que en caso de sequía o riesgo este pueda protegerlos, detiene los enfrentamientos y propone una administración de los recursos. Cuando es hora de volver con los tesoros que encuentran, decide quedarse, casarse con una joven del lugar (interpretada por Shakira Caine, esposa de Michael) y fundar una dinastía de reyes. Artista del engaño igual que su compañero, apto y prudente en la administración de justicia, termina atrapado en su propia historia y en los sueños de grandeza que la corona que lleva encima le dicta. El pícaro hijo de nadie se siente ahora heredero de Alejandro. Es el error que lo lleva a la muerte pero también es la única grandeza de la que es capaz. Muere cantando la canción que lo acompaña durante toda la película (“The Son of God Goes Forth to War”), entre los que no fueron nunca los suyos, durante la destrucción del puente que él mismo mandó construir.
La buena actuación de Daniel como Rey confirma de algún modo la ideología imperial que los aventureros encarnan. A pesar de tener un Gran Sacerdote y un Palacio, los pueblos de Kafiristán no se dieron a sí mismos un gobierno que asegurara la paz y el alimento. En esto, la película de Huston -que al comienzo se preocupa por ofrecer junto al exotismo algunas imágenes potencialmente críticas del imperio- es fiel a Kipling más que al relato de Kipling, que poco dice del reinado de Daniel. (A propósito: una contracara literaria para esta historia, que confirma a los personajes en su certeza, es el brillante desempeño de Sancho como gobernador de la ínsula en la segunda parte del Quijote, que se revela como un verdadero sabio ignorante y pone así en cuestión los presupuestos de quienes lo pusieron ahí, esos duques horribles, esperando divertirse con su presunta incompetencia). Pero si bien es cierto que la película termina por aceptar la lógica imperial, también es cierto que extrae de ella un fuego narrativo que ya no conocemos. Y es que así como para que el melodrama alcance su máxima expresión es necesario que exista una sociedad reglamentada, que ponga toda la fuerza de la Ley en juego frente al deseo que la desafía, parece necesario para la aventura un límite cultural que no pueda ser superado o comprendido. Es notable cómo ninguno de los dos géneros consiguió resolver -más allá de seguras excepciones- el desafío que les presentaron a partir de determinado momento unas sociedades que insisten en pensarse a sí mismas como plurales y abiertas a pesar de toda la evidencia en contrario, cada vez más concluyente. El melodrama y la aventura son ya géneros de época: solo en algún tiempo lejano de nuestro presente somos capaces de imaginar sus maravillas: el sublime sufrimiento y el vértigo feliz de lo desconocido.
Al comienzo del relato, al hablar del gobierno imperial y los pueblos indios, Kipling escribe:
“Los estados nativos fueron creados por la Providencia con el objetivo de facilitar paisajes pintorescos, tigres y cuentos fantásticos. Son los rincones oscuros de la Tierra, de una crueldad inimaginable, con un pie en el ferrocarril y el telégrafo y el otro en los días de Harún al-Rashid”.
Más allá de este mundo difícil de entender pero todavía conectado con el del narrador, con los dos pies afuera del teléfono y el ferrocarril, se sitúa la historia de El hombre que sería rey. Kipling enmarca el relato para subrayar su carácter extraordinario: el que cuenta es el que volvió de otro mundo, lleno de heridas y tal vez loco. Huston le saca todo el jugo posible a esta estructura simple y perfecta con el extraordinario fundido encadenado que pone en relación la cara de Peachey ante la muerte de Daniel y la de Kipling ante el relato.
Hay veces en las que el cine consigue todo con nada. Esta cara, mezcla de fascinación y de horror (y también: el plano que Christopher Plummer tiene que llevarle a San Pedro para entrar al reino tranquilo), nos comunica una experiencia que ya no nos permitimos: porque el asombro es cada día más una mera cuestión tecnológica, porque somos unos superados y, fundamental y tristemente, porque nos avergüenza la barraca en la que nació el cine. De todas estas pobrezas nos libera El hombre que sería rey. Huston encuentra en Kipling imperio y maravilla, y pone en escena con admirable gracia un mundo que todavía estaba lleno de lugares inexplorados, y en el que la aventura era digna de ese nombre.