Recolección de verano, por Marcos Vieytes

Ya con los títulos de Barquero te sentís a gusto. Y no por esa especie de mosquitero que hace ver las imágenes a través de un filtro aparentemente bucólico. Gordon Douglas nunca fue ni quiso ser Terrence Malick y ese filtro no son las cortinas de Wyeth. En toda la secuencia inicial, en principio puramente informativa, no sólo se explota el fuera de campo a través de los marcos laterales sino también el inferior gracias a los cuerpos -de hombres y animales- que entran y salen del cuadro, y al zoom. Era 1970 y los yanquis ya hacían westerns como los tanos. Lee Van Cleef había resucitado y era menos un producto del western que del spaghetti. Si hasta tiene pipa y antes del último duelo suenan trompetas alla Morricone. El título en castellano trae recuerdos clásicos que se remontan a Hawks y a tantos otros directores menos ilustres que desde el principio de la industria usaron el idioma de los mexicanos para nombrar sus películas de cowboys. Uno de los dos protagonistas se suma a la querida lista de Travis, inolvidables del cine que un puñado de años más tarde daría al más famoso de todos, Robert de Niro en Taxi Driver, y luego al Harry Dean Stanton de Paris, Texas. Como el de Scorsese, Lee Van Cleef también transporta gente, por agua si no por tierra. Barquero entonces, oficio mitológico si los hay. En la otra orilla está Warren Oates, antihéroe de la avanzada mugrienta y romántica de Peckinpah, que quiere cruzar con su pandilla salvaje y su botín para zafar de la caballería. Acá se fuma un porro y le pega mal, lo que le permite a Douglas teñir de rojo el plano aunque no juegue con la libertad psicodélica de los más jóvenes, especialmente fuera de los Estados Unidos, o del viejo Mario Bava, que sigue estando más fresco que una lechuga después de muerto. No se deliraban con el color, pero esa tensión entre el pop y el artificio sosegado de los exteriores en el Hollywood físico de los primeros ’70 es única. Y todavía sentíamos el transcurso del tiempo, cuyo peso era el de la materia y se prolongaba en la organización del relato, atenta al vínculo de los cuerpos con la realidad física. Todo pasa en menos de 24 horas.

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Hoy, mientras proyectaba El ciudadano, sentí que el travelling de elevación que sube desde el escenario hasta las bambalinas superiores -e invisibles para el auditorio- donde un par de tramoyistas hacen la crítica del ensayo con sólo un par de gestos es mi plano preferido de la película. Si hasta los hilos del afiche de El padrino están ahí, por no hablar de la puesta en abismo por excelencia de 8 y medio. En el remate cómico de tan portentoso movimiento de cámara -porque Welles sabe que el humor, como el grotesco, no obra en detrimento de nada- también está ese procedimiento habitual de los Coen que consiste en darle a una escena dramática un final anticlimático.

Hoy, mientras proyectaba El ciudadano, recordé que la magnitud de Di Caprio en El lobo de Wall Street me hizo pensar únicamente en Welles.

Recién hoy, mientras proyectaba de nuevo El ciudadano, me di cuenta de que El lobo de Wall Street es su mejor versión político-económica del siglo 21.

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Nunca más Scorsese filmó algo como Calles salvajes (Mean streets), y eso que desde entonces ha filmado al menos una gran película por década, pero aquella vitalidad no tiene parangón: su maravillosa inmadurez renuente a armar sistema alguno. En cada plano parece estar fundando el cine, lo que también significa estar destruyéndolo, como bien sabía su maestro Cassavetes (El rey de la comedia es un desprendimiento de Opening night, cuya matriz es 8 y medio). Y Keitel, el gran Keitel, el inmenso Keitel, tan distinto -por no decir superior- a De Niro, antes de que éste se transformara en el centro de atención.

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A una película de Richard Sarafian no conviene dejarla pasar, así sea solamente porque es el tipo que hizo Vanishing point, una de las mejores de la historia del cine. Empecé a ver Cuando los hombres aman (The man who loved cat dancing) sin saber quién la dirigía, pero los créditos me compraron: junto al nombre de cada actor o técnico principal aparece la foto de un objeto o utensilio tradicional del western. Burt Reynolds hace de héroe lacónico en vez del usualmente canchero. A su alrededor hay dos viejos magníficos: Lee J. Cobb y Jack Warden. La mujer -Sarah Miles- es una extravagancia: montando de lado un caballo moteado y protegiéndose del sol con una sombrilla. Su aparición está más cerca de ser un chiste -potencialmente sexista, por suerte- que de una extravagancia propia de las etapas en que los géneros se saturan y renuevan. Era época de westerns revisionistas y éste lo es, pero no molesta. Todavía asocio el revisionismo exclusivamente al tema indígena, pero en este caso también es sexual (una mujer escribió la novela en que se basa y Eleanor Perry, el guión). Sarafian no llega a hacer lo que Damiano Damiani (que también dirigió a Lee J. Cobb, en Il giorno della civetta) con el cine de gangsters en La esposa más bella, entre otras cosas porque no se modifica la identificación del punto de vista dominante con la del hombre, pero esa mirada masculina del héroe con la que nos identifican se ve socavada cerca del final, que podría haber sido todavía más efectivo si George Hamilton hiciera lo que Reynolds en el pasado, convirtiendo la historia en cíclica. La operación llevada a cabo sobre nosotros con el personaje de Reynolds me recuerda la de Decision at sundown, de Boetticher con Randolph Scott, una vez que conocemos de lo que ha sido capaz. Hay dos momentos fabulosos: un fundido encadenado inmediatamente posterior a que el miembro del grupo más sexualmente agresivo con la mujer escupa el fuego. Entre el humo de las brasas, la cara de Reynolds en la mañana siguiente se imprime sobre la del joven durante esa noche, propiciando una identidad reveladora entre ambos a la que difícilmente le prestemos atención y otorguemos sentido dado lo convencional del procedimiento y la brevedad de su duración. El segundo ocurre en la cocina de la casa de un antiguo compañero de guerra del protagonista. Dos mujeres entran en relación, pero yo me olvidé de ellas hipnotizado por la luz sobre la puerta de un bajomesada y en el costado de una alacena. Harry Stradling Jr. fue el director de fotografía de varias de las últimas de Blake Edwards, de Buddy buddy de Wilder, de Convoy de Peckinpah, de There was a crooked man de Mankiewicz, entre otras bellezas.

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Siempre se vuelve a Gabin como se vuelve al Padre: La horse. Gabin le sentaba bien a Granier-Deferre, con quien filmó esa belleza que es El gato y que no solo podía filmar bien, correctamente, si no también muy mal, como en Une femme à sa fenêtre, una con Romy Schneider rodeada de burgueses en viaje que se la pasaban hablando de Cultura (hay que ser zonzo para poner a Romy Schneider a escuchar citas ilustres). Con Gabin eso era poco menos que imposible, como ilustra el maravillosamente infructuoso interrogatorio de esta película. El tipo es un patriarca, un campesino, también un arquetipo de héroe. No pronuncia más que monosílabos y manda sobre su familia y empleados con la mirada, petiso señor de su feudo pequeño pero robusto. Resulta que el nieto, estudiante de la Sorbona medio hippie, se mete a dealer de heroína y no tiene mejor idea que usar la casamata del abuelo para guardarla. El viejo, con su empleado fiel que fue soldado en Indochina, la encuentra, la destruye y se arma la gorda. Hay una primera imagen grandiosa de Gabin enfrentándose a los tipos que quieren recuperarla. Antes de llegar a ese plano lo vemos venir desde el horizonte ayudándose de un palo que más que palo es cetro y cayado. Las otras tres imágenes fueron filmadas desde un helicóptero atento al movimiento de las nubes para filmar la gradual iluminación de Gabin: secuencia a la altura de ese dios del siglo veinte que fue el gran Jean. La horse no es solamente una de venganza al modo Vengador Anónimo, pero filmada cuatro años años antes, porque le interesa contextualizar social y psicológicamente el relato más o menos realista que el subgénero puro y duro pasará por alto porque ya no tiene sino obligación con el mito. Como Dos contra la ciudad, de Giovanni, relaciona a la vieja Francia tradicional con la nueva, post mayo del ’68, a caballo del vínculo entre abuelo y nieto acá, entre Gabin y su hijo alla Delon mediante. Pero el cine existía para filmar a Gabin. El resto era yapa, cuando no lastre. Dos grandes escenas: la posterior a la violación y el ataque al ganado. Quién sabe si este no fue también el western de Gabin. Todo el mundo se pasa la película diciéndole que los tiempos cambian. El tipo escucha como quien oye llover, los mira y calla: Gabin siempre será Gabin.

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Anoche proyecté Gato blanco, gato negro. Recuerdo que cuando tenía siete u ocho años me puse a dibujar al general San Martín y me salió Belgrano. Kusturica imita a Fellini pero su película parece de Wertmuller, al menos por el tratamiento sonoro.

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Cuarta película completa de Terence Davies que miro: sigo sin encontrar el concentrado formal y dramático de Una serena pasión, que acaso se deba a la puesta en escena universal del «ciclo de la vida», sólo que alrededor de una persona -Emily Dickinson- cuya singularidad se hizo célebre. The neon bible me gustó mucho menos que The house of myrth (que tiene uno de los mejores besos que he visto), donde aparece nuevamente Lo que el viento se llevó. Su banda sonora característica es «proyectada» sobre una sábana blanca. El par de planos más abstractos de la película se ganaron mi preferencia. La simetría frontal dominante no consiguió apartarme lo suficiente de la admiración técnica primero, de la rutina después, como para sentir que la historia me importaba. Amo a Gena Rowlands, pero su presencia ha sido tan marcada por Cassavetes que me parecen desnutridos todo personaje encarnado por ella y todo mundo fílmico que no sean los creados por ese gran hijo de griegos. Lo real de Cassavetes y los suyos ha sido no sólo más real que los realismos sino que la propia realidad. Davies no es un realista, pero la presencia de Rowlands tiende un puente demasiado fuerte en mi memoria con ese medio original cassavetiano cuya vitalidad opaca la belleza de este otro. Belleza no sé si superada, pero sí atravesada por el dolor en Una serena pasión, hasta ponerla en trance físico convulso y desfigurado para entregarnos una dádiva retorcida, terrible y sublime. En Una serena pasión Davies desconfía de la virtud y sustituye el rigor por la indocilidad.

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¡Volvió Eddie Murphy con Dolemite is my name! Sin arrepentimiento y con el orgullo sexual del exploit intacto.

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Antes de Contacto en Francia ya había filmado por lo menos una obra maestra: The night they raided Minsky’s, o la invención del streap tease. La película es tanto de William Friedkin como de Ralph Rosenblum. Al fin y al cabo, Friedkin se pasó dos meses filmándola pero su montajista se pasó diez encontrándole la forma solo, porque el director se las tomó. La fotografía de Andrew Laszlo se parece tanto a la de Roma, filmada por Fellini apenas un puñado de años después, que se merece pensarla como influencia o nos obliga a investigar qué películas usaron. Lo que tienen en común, sobre todo, es el espíritu. Populares al mango, esos teatros de variedades para pobres son la quintaesencia del cine (de ambos).

Ni a Friedkin ni a Bellocchio les tembló el pulso o la conciencia a la hora de manipular literalmente para hacernos ver lo que ellos y el cine quieren que miremos: el espíritu sopla en la Flesh+Blood (San Pablo Verhoven lo ha escrito).

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Puede que la terraza de Los desconocidos de siempre sea la más famosa de la historia del cine. Si no, pega en el palo. Lo lindo es intuir que para William Friedkin, atento al polar en Contacto en Francia, era lo suficientemente importante como para recordarla en The Brink’s Job y así conectar la comedia a la italiana con el cine estadounidense de los ’70. En la terraza de Friedkin, mirando a través de largavistas como los zaparrastrosos de Monicelli, aparecen Warren Oates, Paul Sorvino y Peter Falk. Se les unirá Peter Boyle y un par de cómplices más cuyos nombres no recuerdo. En casa los espera Gena Rowlands y la gloria popular. Esta película hace pareja con The Night They Raided Minsky’s.

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En Sevmek zamani (Metin Erskan, Turquía, 1965) llueve la mayor parte del tiempo y a mí me gustan las películas en las que llueve mucho. Halil es un pintor de brocha gorda que se enamora del retrato de una mujer que cuelga en una de las casas en las que estuvo trabajando. Desde hace un año se mete a escondidas para mirarlo. En otra película sería un psicópata. Aquí se parece a los personajes masculinos de Aki Kaurismaki. Erskan hace evidente los procedimientos desde el comienzo: sobreencuadres, montaje, salto de eje, música que entra y sale de la anécdota, pero nada de eso redunda en distanciamiento porque Sevmek zamani está atada a la contemplación amorosa algo ridícula de su protagonista sin menoscabarla jamás. Cuando la mujer del retrato lo sorprende en el acto y se enamora de tan particular observador, el tipo no puede hacerle entender que está enamorado del cuadro pero no de ella. Durante esa primera fantástica media hora uno está mirando simultáneamente un melodrama cuya banda sonora está cerca de los de Bollywood, una organización formal atravesada por la Nouvelle Vague y una literalidad tenaz y absurda que Marco Ferreri concretará poco después. Las otras dos terceras partes restantes se encauzan en el melodrama como un chico que obedeciera un poco a regañadientes, pero siguen siendo estimulantes por la composición de encuadres en los que predomina la línea, los contrastes de la luz, la temperatura de los elementos y algún arrebato final casi surrealista.

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Hay una diferencia importante entre «Tema del traidor y del héroe» y La estrategia de la araña: en el relato de Borges, la idea de construir al traidor como un héroe en beneficio de la causa surge de los leales. En la película de Bertolucci, del propio traidor. En consecuencia, la traición -y, por lo tanto, la causa- es aún más relativizada en Bertolucci que en Borges.

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Un after hours en modo Landis será siempre más relajado que en modo Scorsese. Y sin embargo voy a recordar esta película -en vez de la de Martin- como la del tipo que no se suicida sólo porque el guión desplaza la decisión hacia un personaje sin nombre ni parlamento pero que es a todas luces árabe (esas eran el tipo de elecciones políticas que el Hollywood de tipos como De Palma ponían en escena hace treinta y cinco años en espectáculos aparentemente del montón). Fuga al amanecer (Into the night) es la película en la que -caso único hasta donde yo sé- Jeff Goldblum actúa sin sacarse las manos de los bolsillos; la película en que me gusta creer que Michelle Pfeiffer se desnuda y no su doble de cuerpo; y la película en que Bowie, Cronenberg, Demme, Mazursky y varios más pasan un rato por el rodaje, aparecen en un par de escenas y siguen viaje. Otra baziniana al palo como la nueva de Tarantino.

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Supongo que no pocos dirán que uno de los daños colaterales que Antonio Pietrangeli y también Pietro Germi le causaron al cine es Lando Buzzanca. A juzgar por este fragmento, yo creo que es otro motivo más para estarles eternamente agradecidos.

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Cuando la puta canta a capella y cuando el protagonista se confiesa a cámara en el café, sin parpadear primero y con los anteojos negros después, La mamá y la puta la gasta. Le hace creer a uno que sería fácil filmar una gran película (supongo que Eustache se mató para que no nos hiciéramos ilusiones). Es la primera que me hace admirar a Leaud. La película nacional que está más cerca no es la de ninguno de nuestros modernistas, sino Martín Hache, porque construye modalidades verbales extremas, reconocibles pero artificiales. Y porque las dos están pidiendo a gritos alguna clase de solución anal que suture el desgarramiento neurótico (perdón por mi francés). Más que puestas en escena, escandidas.

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El peronista Aldrich, nacido en cuna de oro del más reaccionario republicanismo y concentrado capital (era pariente de los Rockefeller), usa a Lee Marvin como un alter ego de Roosevelt tanto en 12 del patíbulo como en El emperador del Norte. En esta última, que transcurre durante el año en que Franklin Delano asume la primera presidencia, no sólo se oye la voz del Presidente en la radio, sino que también hay un gran chiste en que otro sádico guardia de tren confunde la expresión «got damm tramps» con «democrats».

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01

Al principio de El espejo (1974), la protagonista y el médico de paso que se detiene a conversar, caen juntos sobre el pasto. Cuando el alumno adulto y la profesora de literatura de Primavera en la calle Zerechnaya (1956) se están conociendo, patinan en la nieve y se caen. Ninguna de las dos mujeres manifiesta alegría. Tarkovsky fue dirigido por Khutsiev en Tengo veinte años (1961).

02

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Siempre me digo que un día voy a ponerme a ver las películas mudas de Dreyer que no sean Juana de Arco y Vampyr. Los textos de José que sacan al director del rincón austero en que el academicismo lo ha puesto en penitencia y le restituyen su inherente sensualidad me dieron más ganas todavía. Se lo comento y me recomienda La novia de Glomdal. La película es hermosa, con la hermosura alucinada del cine mudo, al que se agrega la relación del cine escandinavo con la naturaleza y con el orden cultural que la enmarca, pero es otra cosa -que está sobre el final- lo que me llama la atención. El muchacho que vuelve a la granja de su viejo padre para ponerla de nuevo en funcionamiento, decidido a «no trabajar más para otros», se reencuentra con su novia de infancia y renace el amor, pero el padre de ella la promete a un granjero. La falta de consentimiento no se percibe solamente por los intertítulos y la gestualidad de ella, sino también por planos subjetivos que, en los albores del siglo pasado, le dan entidad a esa mujer y distinguen su punto de vista. La claridad de la composición de los planos, especialmente los interiores, se cargan de extrañas sugerencias. Los marcos irregulares, que no expresionistas, de las aberturas interiores de la casa del padre en la escena de la transacción nupcial, propician equívocos, como si lo que estuviéramos viendo no fuera la imagen en sí sino su reflejo. Los enamorados que antes e incluso después de besarse se dan la mano, y la naturaleza de algunos de los besos, ponen en escena la ternura incandescente de ciertas formalidades pasadas. El amor, no la pasión, es el objeto de esta película, acaso más difícil de filmar. Y también el amor religioso. Estamos acostumbrados a una galería de vicarios y pastores protestantes desalmados y sádicos, pero el de La novia de Glomdal, representante del Estado por añadidura, no tercia en favor de los intereses de los viejos, que son también los terratenientes, sino de los jóvenes enamorados, lo que aleja la estructura narrativa de las exaltaciones melodramáticas. Pese a ello, Dreyer nos regala veinte minutos finales de maravilloso suspenso físico y moral, cual si fuera un proto Hitchcock escandinavo, que hasta incluye un caballo que no precisa de la cámara lenta de Tarkovsky para maravillarnos.

Que conste en actas: una princesa que desprecia a un pretendiente no se sabe si porque es poeta o porque es puto, o si es puto porque es poeta. Un paje que se agacha para mirarle el culo a una dama de honor. A la mencionada princesa se le escapa la cotorra y, diez minutos después, quiere matraca. No es Lubitsch, es Dreyer: Había una vez (1922). Que conste en actas.

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Como los protagonistas de las películas de Sautet, el Nelson Freire de Moreira Salles es un héroe del ensimismamiento. Se lo presenta como un solitario, pero con sonrisa. Ese fuera de campo de quien mira dentro de sí mismo está desde el vamos, aunque esto sea una ficción y la cámara que lo sigue a todas partes no disimule su presencia. Soledad de niño prodigio compartida, sin embargo, con Marta Argerich, que a esta altura también es excepcional como personaje cinematográfico de varias películas. El bailecito de Guastavino que ensayan juntos es la primera de las fabulosas emociones de esta película. Otras: la carta del padre de Freire que cuenta los primeros e inciertos años de vida del pianista y las decisiones que debieron tomar para cuidar su salud y alentar sus dotes, el fragmento de Glück que recuerda a Guiomar Novaes, los párpados de Freiré al ritmo de esa interpretación, el piano que se malquista con él horas antes de un concierto, la alegría que Errol Garner manifiesta al tocar y que Freire añora sin suerte, un primer plano de su adorada Rita Hayworth atravesado por las rayas del televisor, la peligrosa anécdota puesta en escena con un tenebroso plano general y sentido del humor de giallo. Una esce más digna de comedia: la reacción de Freire ante la estúpida pregunta del entrevistador de la televisión francesa. Es uno de los hombres más privilegiados de la historia de la humanidad, se hace cargo de su don, pero su mirada, como la de un chico ante una vidriera, nos cuenta siempre lo que le falta.

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Sin haber revisado atentamente la película de Kenji Mizoguchi, me parece que allí donde terminaba Mujeres de la noche empezó La puerta de la carne, filmada dieciséis años después. El último espacio que vemos en la película de 1948, un edificio en ruinas, es el lugar donde viven las prostitutas de Suzuki. El tiempo es más o menos el mismo: Japón después de la Segunda Guerra Mundial. La presencia de EE.UU. pesa tanto como en Dirección desconocida, de Kim Ki-duk. Y el maltrato físico entre las protagonistas de la película de Mizoguchi es prolongado en la de Suzuki. Me gusta pensar que la semilla de la estilizada explotación de este último ya estaba en aquel.

Con las películas que Suzuki filmó en los ’60 me pasa lo mismo que con las de Mario Bava. Me pongo a pensar palabras difíciles para patentar una fórmula autorizada, pero sólo se me ocurre «intriga plástica», porque el cuento que cuentan como buenas películas de género que son, no pareciendo primordial, sostiene el interés narrativo como plafón para el despliegue de procedimientos al por mayor. La verdadera intriga, entonces, consiste en que nada nos interese más que ver con qué nos va a sorprender la película en el siguiente plano, fuera de campo, o entre -y sobre- un plano y otro. Hay colores cuya entidad es tan relevante como la de los personajes, además de situaciones dramáticas y diálogos que contribuyen a poner en escena potenciales significados que son, antes que nada y sobre todo, sensaciones. A la satisfacción que me causan estas películas podría nombrarla -supongo que el ataque de adánica manía debe ser herencia religiosa- como felicidad artesanal: me hacen compartir la alegría de ver la construcción de una cosa hecha literalmente para los ojos.

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No hay con qué darle. Ponés cinco minutos de un pre-Code y es como si vieras -y escucharas- cine por primera vez. Como si el cine recién hubiera nacido o acabara de resucitar. Padre e hijo entrenan juntos en la primera versión de El campeón de King Vidor y el plano en el que  están corriendo dura como mínimo un minuto hasta que aparece el contraplano para mostrar un culo, como el de Manfredi en calzoncillos cuando intenta levantarse a Anna Karina de ventana a ventana en Pan y chocolate. También hay jazz, más bien ausente durante el reinado Hays con su sinfonismo romántico europeo. Todo bien con el Hollywood clásico institucional, pero al lado de las imágenes pre-Code parece un rejunte de paspados. Escuchar se escuchaba por primera vez porque, como decía Bresson, «el cine sonoro descubrió el silencio». Y la imagen renacía en bruto, después del cine mudo y antes del parlante más pulido.

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El mismo aire salobre entra por las puertas ventanas tripartitas de El fantasma y la Sra. Muir, de Joseph L. Mankiewicz, y La dama del perrito. Pero la exaltación vital del capitán muerto en la primera contrasta con el apocamiento del amante preso de un matrimonio arreglado en la segunda, más fantasmal que el fantasma de Rex Harrison. Lo único en que se parecen es en la barba, aunque en ambas películas se oyen y sienten el mar bravío y la costa rocosa. No sé quién es Iosif Kheifits, director de lo que supongo una de varias versiones de La dama del perrito, pero sí que ya andaba filmando en 1928 y que en el ’33 codirigió la primera película prohibida personalmente por Stalin. Supongo entonces que esta versión demodé filmada en 1960 no debía resultar vanguardista y acaso tampoco simpática para la nueva camada de directores de la URSS que trataban de subirse a la (nueva) ola francesa o de no repetir esquemas melodramáticos tradicionales. La película, sin embargo, es hermosa. Entre otras cosas porque las imágenes parecen venir del cine mudo. La iluminación de muchas de ellas ensombrece los bordes, y los primeros planos de la protagonista tienen la misma expresividad de aquellos. Nada que ver con el hieratismo sensual de Gertrud, pero no pude evitar pensar también en ella. La imposibilidad de ser felices de los amantes confía que en el futuro todo cambie lo suficiente como para que ello sea posible y en ese discurso se advierte la revolución, situada como está la historia a fines del siglo 19 y principios del 20. Puede vérsela como un síntoma de ingenuidad tanto como una mirada «biopolítica». Lo que funciona mejor es el modo en que las relaciones de vasallaje entre la nobleza o la burguesía y las distintas clases de empleados, mayordomos y servidumbre se extienden a lo doméstico y a lo íntimo. Pero las emociones dominantes están al principio y surgen del modo en que la naturaleza se inscribe en la película. El sonido del mar en las costas de Yalta lo impregna todo de veraniega melancolía. Hasta donde recuerdo, la versión de Mikhalkov –Ojos negros– era otra cosa, con esa híbrida propuesta que incluía lo italiano, a través de Marcello Mastroianni, y también una especie de grotesco patético.

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Tikkun (Avishai Sivan, 2015) es un contrarrelato de iniciación en blanco y negro. Refleja la sensibilidad de un muchacho nacido y criado en un ambiente religioso ortodoxo contemporáneo que no puede concebir el corte con él bajo otra forma que la de la muerte, evidencia del rigor interiorizado de la ley. La estructura del guión tampoco es capaz de liberarse de ese impedimento, pero la forma explora no sólo la sensibilidad del hijo sino también la del padre, y lo hace con humor. El estatismo y la frontalidad de muchos de los planos recuerdan los de Elia Suleiman. Como en los del palestino, la duración de cada uno de ellos nunca es excesiva. Hay una resurrección, que fuera del género siempre es excepcional. Hay dos sueños fabulosos que bien podrían figurar en una antología de secuencias de terror. Y hay un inolvidable elogio a la cama.

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En The Seven Minutes (1971) hay una extraña y maravillosa escena de conversación entre dos tipos sobre los contenidos sexuales que deben o no ser publicados, cuyos ocho planos se suceden en menos de veinte segundos. Es la menos famosa de las dos películas que Russ Meyer hizo para los grandes estudios (la otra es Beyond the valley of the dolls) y es una película de juicio, pero su montaje no es nada convencional, confirmando que Meyer no era solamente un virtuoso para los desnudos. Están todos los planos que suelen ser filmados cuando hay plata para después poder elegir los más adecuados entre ellos. En líneas generales suelen aparecer en el orden correcto según el uso establecido por la industria para comprender la historia, pero la velocidad es lo que hace la diferencia y la vuelve un ejercicio de estilo que hasta subordina el significado de las palabras al ritmo del procedimiento, santo y seña del uso moderno del diálogo en el Hollywood post código Hays de un pornógrafo como Hawks. La mirada no tiene planos especialmente atractivos en los que detenerse, y debe ser la película de Meyer con menos desnudos. La primacía juguetona del montaje me recordó Nosotros no envejeceremos juntos (1972), de Maurice Pialat, y La mujer de azul (1973), de Michel Deville, pero en cierto modo es más extrema que ambas porque las europeas explotan la relevancia de la luz natural y los exteriores, dejándonos la impresión de una mayor captura de lo real, y la segunda acentúa el lirismo fatalista de la estructura. Nada de esa belleza pictórica aparece en la grieta para la abstracción que Meyer encuentra dentro de la formalidad industrial. Sin desatender la progresión dramática, el tipo se arriesga a darle autonomía al montaje visibilizando sus irregularidades, o componiendo una regularidad propia que atenta contra el sentido común narrativo, vacía el hábito o transfigura la percepción.

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La ilusión del capital financiero justo antes del crack del ’29 en Esplendor en la hierba, y la de los 80’s neoliberales en El rey de Nueva York, de Abel Ferrara, cuyo monarca ilegal se prolongará en el Strauss-Khan de Welcome to New York, director del FMI caído en desgracia por su no domesticada animalidad de parecida naturaleza a la de estas otras dos bestias:

Esplendor en la hierba es angustia y densidad psicológica, como en el Bergman de los ’60, pero envasados en Hollywood. Muy incómodos igualmente, si acaso más por entorpecer la expectativa sobre Hollywood como maquinaria de producción narrativa insensible a nada que no sea la exterioridad de la acción. Debió ser la década, supongo, con la fabulosa textura cromática de películas como las de Kazan y Nicholas Ray: el marrón madera de los hogares que el lugar común designaba cálidos se vuelven opresivos, mortuorios. La pasión y los colores vivos están en la naturaleza melodramática. En Río salvaje, también de Kazan, la luminosidad lírica y la trama política, además de la mayoría de edad de los personajes que cargan el punto de vista, emancipan la mirada del espectador, la distraen de su atormentada interioridad. Lo que persiste es la confusión sexual. La neurosis de los personajes de Kazan, que es la de la sociedad en la que viven, agota, desgarra y enloquece. Inmediatamente después de la aparición del poema de Wordsworth que le da título, Esplendor en la hierba se transforma en una película de terror, con Natalie Wood en las escaleras diciéndole a la madre que se quiere morir. Uno recupera esas ganas de cagarse en toda civilización que es santo y seña de la juventud, si no la juventud misma, y la dolorosa y tuerta reconciliación con el mundo, preludio de adaptaciones y agostamientos varios.

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Autos usados (Robert Zemeckis) es una fiesta por donde se la mire. Primero, comedia y aventura físicas. Bien físicas, de antes que la tecnología digital lo cambiara todo, que el cine muriera y que un holograma, diseñado por los mismos responsables de esta película si no por la propia naturaleza tecnológica audiovisual, ocupara su lugar. Cuerpos y tetas como ya no hay, no porque ya no haya cuerpos ni tetas o porque no se los muestren, sino porque la luz ya no se imprime en el celuloide y entonces la imagen no calienta. A nuestros héroes los preside el New Deal, la cantidad de chistes políticos que tiran es inagotable, y anticipan cuanto asunto global está en boga. El clímax fue musicalizado con una variación de La guerra de las galaxias y el optimismo de estos muchachos se llevaba puesto todo, incluso a Carter y a «la política» con él, sin necesidad de disculparse por ello, como harían cuando crecieran. Era 1980 y los jedis ya sabían que el mundo les pertenecía, que eran los nuevos Kane, los nuevos bárbaros, los nuevos conquistadores del Oeste. Por eso el último acto es un arreo como el de Río rojo, pero con autos, y hay una despiadada (si no in)versión final del «imprimamos la leyenda» de Liberty Valance bajo el disfraz de chiste familiar. A la Casa Blanca la conquistan interceptando transmisiones oficiales, y el poder de los cambios tecnológicos es tal que hasta intervienen un cuerpo -cronenberguiada involuntaria- con un by pass artesanal.

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Tres de Rohmer

1) De las derivas tópicas del cine moderno me quedo con la de El signo de Leo. No carga con ninguno de esos significados importantes que le han dado los teóricos de la modernidad cinematográfica:

2) Rohmer descompone irónicamente «La pesadilla» de Fussli en La marquesa de O. En el plano donde la vemos tendida falta el íncubo, porque ya lo habíamos visto cuando la aparatosa y presuntamente salvadora aparición del oficial ruso:

3) La película en la que Eric Rohmer fue John Wayne (además de Howard Hawks). Uno y otro presiden el plano desde lo alto en Río Bravo y La marquesa de O, y con sus miradas dirigen la atención del espectador. La de Rohmer, por añadidura, confirma la sospecha instalada pocos minutos antes por la elipsis:

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