Arroz con leche (sobre Había una vez… en Hollywood), por Marcos Vieytes

El procedimiento es el mismo. Los efectos, ligeramente distintos. Para cuando el nene con la flauta corre el telón de 8 y medio ya tuvimos dos horas y cuarto de subjetividad desgarrada y pérdidas que finalmente se reúnen gracias al cine, siempre y cuando el cine le deje lugar al artificio y el mito. Así es posible que tu viejo ya muerto pase a tu lado como parte del circo que organiza tu megáfono, verbo primero del cineasta. Cuando la masacre de Manson ya pasó, desplazada por el no tan secreto y poco redentor milagro de que es capaz el cine según Tarantino, las puertas del cielo (ya filmadas por Cimino en una película maldita) se abren para que el protagonista por fin conozca a la Diosa. Sharon Tate nos habla desde el portero eléctrico y ya no somos ni siquiera Rick Dalton, actor en decadencia pero actor al fin con un par de protagónicos en Hollywood, sino el pibe que acaba de jugar a la pelota en el potrero y a quien la vieja del amigo, en poder de un secreto que no es ya solamente el de la maternidad aunque siempre tendrá que ver con ella, te dice que subas a tomar la leche en su casa.

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Tanto Fellini en 8 y medio como Tarantino en Había una vez en Hollywood nos abren las puertas del cielo. Puede que no exista, pero el cine sí. Y eso es todo, amigos, así que benditos los capaces de concebirlo un rato como totalidad. Y que nadie me venga a esta hora de la madrugada y con varias copas encima con el totalitarismo del espectáculo cuando yo hablo de la cachuza totalidad de la ficción que se enorgullece de su sueño como la bolita puntera de su ya percudida transparencia, como el soldado de su herida y el enamorado de su espontaneidad. Hablo de la reunión virtual del corazón y la cabeza, de los vivos y los muertos, del cielo y el infierno. Cielo o paraíso que no existe sin música: justo cuando el nene de 8 y medio pasa delante de los grandes cortinados éstos se abren y empieza a sonar la música de Nino Rota (el pibe es un flautista de Hamelin en miniatura), y es justo cuando Sharon Tate invita a Rick Dalton a entrar a su mansión (o le da permiso para subir) que escuchamos las primeras notas compuestas por Maurice Jarre para El juez de la horca de John Huston: “Un símbolo, una rosa te desgarra / y te puede matar una guitarra”.

No es novedad que la música suene cuando un personaje atraviesa aberturas, símbolos fundamentales de transformación tanto como marcas visuales del montaje en buena parte del cine. Pero si el telón de Fellini y el portón de Tarantino se destacan es porque no son solamente telones y rejas sino portales entre mundos, o estatutos de realidad diversos en películas que transcurren íntegramente en el mundo del cine, cuando no en la mente de quienes le dedican su vida. Porque el cine es Religión. Si el mundo nunca podrá librarse del Mal, el cine lo conjura mediante la invocación. La agridulce melancolía de sus finales es la misma que la de ese nene a la que la madre del amigo lo invita a tomar la leche en su casa. vlcsnap-2019-12-19-03h17m45s116Esa madre (Sharon Tate está embarazada) es una madre pero ya no es la propia, esa leche todavía es ajena. En ese desfase -simultaneidad de lo precoz y lo tardío, de lo aún inaccesible y lo ya definitivamente perdido- conviven toda la felicidad y la tristeza del mundo. Cuando Jean Renoir ordena abrir la ventana de Partie de campagne también aparece la música para orquestar el revival de la celebración impresionista del instante, eterno y efímero, y entregarnos finalmente a éxtasis melancólicos similares a los de 8 y medio y Había una vez… en Hollywood.

Esos pasajes propuestos por Fellini y Tarantino en los finales de sus películas también coinciden en la organización vertical del espacio. La diferencia entre los lugares superiores e inferiores de uno y otro son directamente proporcionales a las intensidades manifiestas en su despliegue. El de 8 y medio es un mundo de ensoñación pleno con infinidad de matices, porque el propio Fellini fue capaz de levantar, o desplegar, su reino sobre el limbo de la ensoñación. Tarantino, que apuesta a la imaginación como pocos en el cine contemporáneo, no deja de estar regulado por el sistema cultural estadounidense de representación donde prima una especie de ilusión de realismo tan meticulosa que ha sabido crear una identidad de ficción paralela a lo real, conjunción que el propio Fellini describe elogiosamente en Intervista como mezcla de invención y respeto al detalle. Pero en Fellini la identidad es secundaria y la historia, que no deja de estar presente en Tarantino aunque más no sea para trascenderla, aún no ha nacido. En ambos, y citando a ese junguiano anterior a Fellini que fue maestro de Agnes Varda y se llamó Gaston Bachelard, «su ensoñación no es simplemente una ensoñación de huida», como quieren ver los críticos de la última película de Tarantino sin notar que la suya es una fantasía triste en tanto conciente de lo que no puede ser olvidado, como la de Ford en Un tiro en la noche (The man who shot Liberty Valance), sino que «es una expansión».

La mayor autonomía de vuelo de Fellini se nota en que ni siquiera sitúa en un plano realista el rito de pasaje final. Tampoco es metafórico, porque intensifica de tal manera la percepción material de esa escalera metálica que cae derecho y a pique desde lo alto de los andamios que el imaginario del director se impone como índice de una realidad más real que lo real. Esos decorados destinados a ser el set de una superproducción de ciencia ficción a la estadounidense como había sido pensada, acaso tan pesada y pretenciosa como la que filmaría Kubrick pocos años después, termina siendo una plataforma de lanzamiento hacia la interioridad anterior a toda identidad. La locación final de Tarantino también es vertical, pero sinuosa y gradual como las carreteras de Cielo Drive donde transcurre la acción. Y allí donde el italiano filma un descenso, Tarantino le permite ascender a su protagonista. El doloroso triunfo de la ficción, sin embargo, es el mismo. En el plano sonoro también hay procedimientos diferentes que no alteran el resultado: Tarantino pasa del silencio, en términos musicales, a la partitura de Maurice Jarre, con esa sonoridad celestial de xilofón o vibráfono que parecen campanas. Fellini, en cambio, señala el pasaje de un estado musical a otro cuando de entre el fondo sonoro totalizador, dado por el tema principal de Nino Rota en que todas las voces se han integrado a los instrumentos, al leitmotiv y además sube el volumen.

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El tema musical elegido por Tarantino es el de la película El juez del patíbulo. Así como Fuller debe ser quien mejores comienzos ha filmado, a John Huston le corresponden los finales más tristes de Hollywood. El tema de la película con Paul Newman de la que Tarantino saca el tema de Jarre también es el de la dialéctica entre historia y fábula que Ford había postulado en Liberty Valance. También hay una leyenda inicial que refiere al asunto como Tarantino lo hace desde el título de su última película. Y también musicaliza el rito de pasaje a través del portal. El protagonista reaparece después de veinte años en el pueblo que contribuyó a forjar bajo el paradigma de la civilización irónicamente tratado por Huston y llega hasta la casa donde se encuentra su hija, a la que abandonó inmediatamente después del nacimiento, incapaz de soportar la muerte de su mujer. En el momento en que golpea la puerta de la casa de la hija que es un bar, porque en Huston no hay más hogar que la botella, suena la música de Jarre. La escuchamos desde adentro y presentimos la segunda venida del padre como una resurrección de entre los muertos (Eastwood no sólo hizo de Huston en Cazador blanco, corazón negro, sino que lo entendió como pocos). En vez de la fanfarria circense y aún diurna, aunque crepuscular de Fellini, el modelo de Tarantino es el nocturno lirismo de Huston, familiar y siniestro, dulce y amargo a la vez. Pero si el baile no es el mismo, el amor y la muerte son siempre los mismos que salen a bailar.

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