Después de la muerte de Larry Cohen en marzo del año pasado, Stuart Gordon se convirtió en el último cineasta del más indomable espíritu B que nos quedaba. Un héroe de lo bajo que nunca iba a ser sometido por la falopa del prestigio y la cultura con mayúscula. Un tipo en quien confiar. Hace unos días se murió también él, y por más que en los últimos años Alexandre Aja haya hecho un par de películas queribles, con pirañas y cocodrilos, no parece haber nadie en condiciones de tomar su lugar.
Para el cine, esto no es un problema entre otros: es una catástrofe, por la sencilla razón de que es más fácil conseguir un genio que un cineasta como Gordon. Basta repasar rápidamente su filmografía para entender que se trata de uno de los tipos que más felizmente asumió el poder de fuego que le da al cine la barraca en la que nació, y que a tantos avergüenza. Orgulloso de su laburo y linaje, Gordon filmó gore y slapstick lovecraftiano (Re-Animator), psicodelia sadomaso (From Beyond), gotas de surrealismo trash (Dolls), gótico duro (Castle Freak), peleas de robots (Robot Jox), historias de humanos-peces (Dagon) y distopías sin discurso (la maravillosa Fortress). Cuando enfrentó historias sin elementos sobrenaturales fue seco, reacio a la psicología que en los géneros aprovechaba en su versión folletinesca, y puso en el centro de la escena a personajes moralmente opacos, monstruos de la estirpe del Meursault de Camus, capaces de utilizar como motivo de un asesinato el hecho de que la víctima usara un sombrero ridículo (King of the Ants) o haber tomado mucho café (Edmond) y de ofenderse con el linyera atropellado e incrustado en el parabrisas porque tiene la indelicadeza de seguir con vida (Stuck). Es cierto: el asesino de El corazón delator mata por un ojo de vidrio, y Poe es más obviamente cercano a Gordon, que llamó a una de sus películas El pozo y el péndulo y adaptó El gato negro para la segunda temporada de Masters of Horror. Pero en los personajes de King of the Ants, Edmond y Stuck no hay turbación, ni tormenta psicológica, ni culpa, lo que los pone directamente en relación con el absurdo. Tampoco sorprende: en Re-Animator, el único elemento que está ahí para decir algo es el póster de Stop Making Sense.
Acá y allá, en todo caso, dentro o fuera del amplio territorio de lo fantástico, Gordon contó historias claras, lineales, como variaciones sobre un mismo motivo. El tema que recorre toda su filmografía -y que alcanza al cine mismo, por supuesto, ya desde que en Dolls un artesano habla de los juguetes en serie- es la disputa entre libre albedrío y determinación, en cualquier forma que adapte: genética, tecnología, sociedad, pulsión, posesión, voluntad divina. Las hormigas hacen lo que hacen siempre, dice el protagonista de King of the Ants. La pregunta es si los humanos somos distintos o no más que hormigas engoladas. En general, la respuesta de Gordon es afirmativa: somos débiles, hojas livianas al viento, incluso una mierda, pero una mierda capaz de decidir. En los futuros de Fortress y Robot Jox y en el pasado inquisitorial de The Pit and the Pendumum hay sociedades policiales y uno o dos personajes nobles, figuras de excepción y en parte heroicas, que es un modo más bien pesimista de tratar el tema. Pero claro, este conflicto, fatigado por todas las disciplinas, no tiene en su cine forma argumentativa sino narrativa; se parece a las fábulas, no a la filosofía, y lo que importa es la forma en que se desenvuelve, tanto en la secuencia como en el plano. Una historia entera: Robot Jox. Un ideograma: el nombre propio Edmond sobre unos edificios que se parecen a hormigueros.
Gordon es un autor sin corona. Estaba en el equipo de Carpenter, de Cohen, de Verhoeven, del Cronenberg más sucio (al que tanto admiraba). Era lo que Del Toro no se animó a ser. Un bicho, una bandera. Sabía perfectamente el lugar al que pertenecía, y celebró el cine como se celebran las cosas que se aman de verdad: sin un gramo de compostura o atención por el decoro, sin rendirse nunca a lo que se considera respetable. Si hay un manifiesto en su cine es Space Truckers, un western en el que los camiones toman el lugar de las carretas y el espacio sideral el lugar de los valles y las quebradas, y también un festival de historieta y ciencia ficción clase B en el que sin detener nunca las acciones ni hacerse el vivo Gordon arma una fiesta en la que se dan cita un montón de capos, su banda, la zona del cine de la que se sentía parte y heredero. En Space Truckers hay un cyborg que cita a Cronenberg en plan de comedia, unos robots que citan a Verhoeven y un argumento anarco que cita a Carpenter. Pero el capo principal en esta historia, el invitado de lujo, es el gran Dennis Hopper, que interpreta al experimentado camionero John y con cuya figura la película juega desde el comienzo hasta el final, reconociéndolo padre y amigo, y levantando un puente, así, entre el Nuevo Hollywood y el Hollywood nacido en los ochenta, que las lecturas más comunes y básicas tienden a enfrentar como si fueran los extremos de un ciclo de ascenso y caída, en parte porque no tienen en cuenta la riquísima historia del trash, que conoce en los ochenta una edad de oro. Porque claro, el espíritu independiente de Hopper llega a Gordon no por el camino de los Movie Brats sino por el camino de Romero, en relación con el cual puede pensarse buena parte de su cine y cuya La noche de los muertos vivos es tan importante para entender la persistencia y las mutaciones del concepto de cine independiente en Estados Unidos como Shadows y Busco mi destino. Dos diálogos de Space Truckers -uno al inicio, otro al final- señalan el papel de Hopper como padre. En el primero, la chica le dice, a propósito de un laburo en el que no hay ningún margen de libertad, que no todos pueden ser independientes como él. En el segundo, desilusionado, su joven compañero dice la palabra independiente con ironía porque cree que John va a aceptar la coima que le ofrece el sistema, cosa que por supuesto no sucede. Un poco así, noble como el camionero John, fue la carrera de Gordon. No tuvo demasiado éxito ni consiguió reconocimiento fuera de la cinefilia más dura, pero hizo películas que se sienten cercanas a su corazón y formó un equipo -con el productor Brian Yuzna, el guionista Dennis Paoli y los actores Jeffrey Combs, Barbara Crampton y Carolyn Purdy, que fue su esposa durante décadas- para que el cine fuera también un modo de la amistad.
Stuart Gordon murió el 24 de marzo. Tenía 72 años y una obra que crecerá con el tiempo, siempre orgullosa de su minúscula.
Gracias por darnos a conocer estos cineastas. Siempre es un placer leerte.
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Muchas gracias, Lucas. Y aguante Gordon.
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