Chesterton pascual

Selección y transcripción: Marcos Vieytes

«La grandeza del credo de Chesterton consistía en que la salvación que predicaba era la salvación, no de los elegidos, sino de la multitud. Se interesaba siempre por el hombre común. No limitaba sus simpatías a los bien criados y refinados: al recluso en el claustro o al erudito en el estudio. No era de los que piensan que solo los mejores han de salvarse; su catolicismo era una democracia que abarca a todos. Y se basaba en una comprensión profunda de todo lo que necesita la humanidad; no solo de sus sufrimientos, sino también de sus alegrías. No sólo deseaba defender a los oprimidos de las nubes que los amenazaban, sino que también quería que se regocijasen a la luz del sol. Era el campeón de todas esas cosas que hacen felices a los hombres comunes: de la risa y el matrimonio, del hogar y la cerveza. Como el viejo Samuel Johnson amaba a los pobres, no con la compasión negligente del filántropo profesional, sino con el deseo sincero de hacerlos tan tumultuosamente felices como era él mismo. Por eso admiraba tanto a Dickens, el poeta in excelsis de las alegrías y humoradas de los seres humanos modestos, sufrientes y sencillos.

El mérito supremo de Chesterton consistió en que jamás vio la vida ni la presentó a los otros como algo que no fuera una aventura apasionada y gloriosa. Lo hizo así sin tratar de pasar por alto sus aspectos materiales; al contrario, los destacó y vio en ellos la justificación completa de su credo. La debilidad misma del hombre era para él algo de lo que había que regocijarse y sacar buen provecho. En cierta ocasión escribió: «Cuando Cristo, en un momento simbólico, fundó Su gran sociedad, no eligió como su piedra fundamental al brillante Pablo ni al místico Juan, sino a un embrollón, un fachendón, un cobarde, en una palabra: un hombre. Y sobre esa piedra construyó Su Iglesia, y las puertas del Infierno no han prevalecido contra ella» (…) Chesterton siguió a un Maestro que nació en el pesebre y murió en una cruz desbastada. Y, como Él, sabía que en esos instrumentos sencillos y sin adornos de la vida común se hallan las cadenas del Infierno y las llaves del Cielo, ángeles que ascienden y descienden, y el hijo del hombre glorificado.»

Arthur Bryant, prólogo a La paradoja andante y otros ensayos

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Uno de los detalles más curiosos en los que conviene reparar respecto a la crítica estética popular es el gran número de frases que utiliza para referirse a un fallo estético y que en realidad sólo expresan una variedad estética. (…) Todo depende de si reparamos o no en el simple hecho de que la tosquedad es una forma de arte como la tristeza o la extravagancia. Algunos poemas debe ser toscos, igual que otros deben ser tersos. Cuando vemos agolparse unas nubes tormentosas al atardecer no decimos que sean bellas pese a estar deshilachadas por los bordes. Cuando vemos un nudoso roble, no decimos que es hermoso a pesar de estar retorcido. Cuando vemos una montaña, no decimos que sea impresionante a pesar de ser tan escarpada, ni la disculpamos afirmando que nunca pretendió serlo, pero que llegó a serlo en su esfuerzo por demostrar fortaleza. Pues bien, afirmar que los poemas de Browning, desde el punto de vista artístico, son hermosos aunque sean toscos, es tan absurdo como decir que una roca, desde el punto de vista artístico, es hermosa, pese a ser rugosa. La tosquedad es una cualidad esencial del universo y cualquier hombre que responda a ella como al tañido de cualquier otro acorde de las armonías eternas la posee. Al ser hijos de la naturaleza, estamos emparentados no sólo con las estrellas y las flores, sino con los hongos y los monstruosos pájaros tropicales. Y conviene repetir que lo más importante es que en esa  faceta de nuestra naturaleza, amamos enfáticamente la forma de los hongos y no sólo la complicada lección moral y botánica que pueda extraer de ellos el filósofo.  Por ejemplo, igual que hay metros poéticos maravillosos y ligeros o solemnes y hechizadores, también hay metros poéticos toscos y bellos. (…) Eso es, a grandes rasgos, lo que debemos recordar del método poético de Browning, o de cualquier otro método poético: que lo importante no es si dicho método es el mejor del mundo, sino si hay cosas que sólo pueden expresarse con él.

Para preguntar por qué a Browning le gustaba ese estilo perverso y fantasioso probablemente sería necesario profundizar en su espíritu mucho más de lo posible. Pero podemos apuntar tímidamente cuál es la función de lo grotesco en el arte en general y en su poesía en particular. Una idea muy curiosa de la que nos han convencido los poetas más elocuentes es la de que la naturaleza, en el sentido de eso que llamamos el campo, es lo que suele entenderse por belleza y majestuosidad. Todas las cosas fantásticas, sobrecargadas, sesgadas y absurdas se conciben como si fuesen obra el hombre, como las gárgolas, las jarras alemanas, los botes chinos, las caricaturas políticas, la épica burlesca, las ilustraciones del señor Aubrey Beardsley, las pullas de Robert Browning. Pero en realidad una parte, y una parte muy grande, de la cordura y el poder de la naturaleza radica en el hecho de que todo ese instinto de la caricatura emana de ella. Para el poeta la naturaleza a menudo está hecha sólo de lirios y estrellas, pero esos poetas no viven en el campo, sino que van al campo en busca de inspiración y no podrían vivir en él igual que no podrían dormir en la abadía de Westminster. Los hombres que viven en contacto con la naturaleza, los granjeros y los campesinos, saben que la naturaleza son vacas, cerdos y otros animales más humorísticos de los que puedan encontrarse en todo un libro de bosquejos de Callot. Y el elemento de lo grotesco en la naturaleza equivale, en su mayor parte, a energía, una energía que adopta sus propias formas y tiene su propio orden. El verso de Browning en cuanto que grotesco no es complejo ni artificial; está deshilachado como la nube tormentosa y torcido como una seta venenosa. Esa energía que descuidan los patrones del arte clásico se halla en la naturaleza tanto como en Browning. El mismo sentido de la fuerza alborotada de las cosas que hace que Browning se entretenga con la rareza de un hongo o una medusa hace también que se entretenga con la rareza de una idea filosófica. (…) Hay en la poesía de Browning, y de hecho en toda la poesía, otro uso un poco distinto de lo grotesco, que vale la pena reseñar. Presentar una cuestión de forma grotesca tiende a producir sorpresa y llamar la atención sobre el carácter intrínsecamente milagroso del objeto en sí mismo: todos estaremos de acuerdo en que, si la catedral de San Pablo apareciese de pronto boca abajo, nos sorprendería, al menos de momento, y la observaríamos con más atención que en todos los siglos en los que ha descansado sobre sus cimientos. Pues bien, la función suprema del filósofo de lo grotesco es poner el mundo patas arriba para que podamos apreciarlo mejor. Si decimos que un hombre es un hombre, no despertamos el sentido de lo fantástico, pero si decimos, con las palabras del satírico antiguo: “el hombre es en bípedo implume”, la frase nos obliga a mirarlo desde fuera y su presencia nos causa un estremecimiento. Cuando el autor del libro de Job insiste en la enorme, estulta y en apariencia insulsa magnificencia de Behemot, el hipopótamo, se refiere precisamente a esa sensación de maravilla que causa lo grotesco.

De “Browning como artista literario”

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Durante unos años, este rincón de Europa occidental se ha encaprichado con eso que llamamos ficción; es decir, con escribir sobre nuestras vidas u otras parecidas y leerlas. Pero, aunque la llamemos ficción, se diferencia sobre todo de las literaturas más antiguas en que es menos ficticia. No sólo imita a la vida, sino las limitaciones de la vida; no sólo reproduce la vida, sino la muerte. Pero fuera de aquí, en todos los países y en todas las épocas, ha habido desde el principio una forma más ficticia de ficción. Me refiero a eso que ahora se llama folklore, la literatura popular. Nuestras novelas modernas, que tratan del hombre tal como es, las escriben sobre todo una parte educada y pequeña de la sociedad. En cambio la otra literatura trata de hombres más grandes que el hombre: de héroes y semidioses, y eso es demasiado importante para confiárselo a las clases educadas. La creación de esos portentos es un oficio popular, como arar o colocar ladrillos; los mismos que plantan los setos y cavan las zanjas son quienes crearon esas deidades. No podían elegir a sus reyes, pero sí a sus dioses. Así que nos enfrentamos a un contraste fundamental entre la ficción y el folklore. La primera exhibe una anormal destreza que opera dentro de nuestras limitaciones diarias; el segundo exhibe deseos muy normales que van más allá de dichas limitaciones. La ficción son las cosas normales tal como las ven personas excepcionales. Los cuentos de hadas son las cosas excepcionales vistas por personas normales.

A medida que nuestro mundo avanza por la historia hacia el presente, se vuelve más especializado, menos democrático, y el folklore se va convirtiendo poco a poco en ficción. Pero el antiguo fuego élfico se transforma despacio en la ramplona luz del realismo. Siglos después de que los personajes se revistieran con la ropa de los mortales por sus venas continúa corriendo la sangre de los dioses. Incluso nuestra fraseología sigue repleta de vestigios semejantes. Cuando se consagra una novela moderna a contar las tribulaciones de un joven oficinista pusilánime que no sabe con qué mujer casarse, o en qué religión creer, seguimos llamando a ese lechuguino irresoluto “el héroe», que es el título de Aquiles. La preferencia popular por los relatos con “final feliz” no es, o al menos no era, un simple optimismo edulcorado, sino un resto de la antigua idea del triunfo del cazador de dragones, la apoteosis definitiva del hombre amado por el cielo.

Dickens está muy próximo a la literatura popular, que es la religión más fiable y definitiva. Concibe un disfrute inacabable, concibe criaturas tan permanentes como Puck o Pan, criaturas cuyo deseo de vivir no se colmará con el transcurrir de los siglos. No se ha propuesto, como escritor, que sus criaturas puedan copiar la vida y sus estrecheces; se ha propuesto que tengan vida y la tengan en abundancia. De hecho, es absurdo decir que los cristianos son enemigos de la vida porque desean que la vida dure eternamente, pero aún lo es más afirmar que los viejos escritores cómicos son aburridos porque deseaban que sus inmutables personajes durasen para siempre. Tanto la religión popular, con sus placeres infinitos, como las viejas historias cómicas, con sus bromas infinitas, se han desvanecido en nuestro tiempo. Somos demasiado débiles para desear ese vigor inmortal. Creemos que no es posible abusar de lo bueno: una creencia blasfema, que acaba de un golpe con todas las aspiraciones del cielo y los hombres. Los antiguos que desafiaban a Dios no temían una eternidad de tormentos. Nosotros hemos llegado a temer una eternidad de placeres. No es asunto mío tomar partido entre quienes prefieren la vida y las novelas largas y los que prefieren la muerte y las novelas cortas; me limito a señalar que quienes sólo ven rigidez y falta de viveza en las muletillas y la inmutabilidad de los personajes de Dickens es porque malinterpretan la naturaleza de su obra. Su tradición es otra muy distinta; su objetivo es muy diferente del de los novelistas modernos que rastrean la alquimia de la experiencia y los matices otoñales del personaje. Dickens está ahí, como las personas corrientes de todas las épocas, para crear deidades; está ahí, como he dicho, para exagerar la vida en la dirección de la vida. En el fondo, el espíritu que celebra es el de dos amigos que comparten una botella de vino y se pasan la noche hablando. Aunque, en su caso, se trate de dos amigos inmortales que hablan una noche interminable y se sirven vino de una botella inagotable.

De “Dickens el creador de mitos”

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Vale la pena reparar en esa vivacidad y cordialidad de los malvados de Dickens, pues está directamente relacionada con su propia alegría. Es una verdad poco comprendida en nuestra época, pero que resulta esencial. Si el optimismo equivale a una aprobación generalizada, no cabe duda de que cuánto más optimistas seamos más melancólicos nos volveremos. Si nos las arreglamos para elogiar todo, nuestros halagos adquirirán un alarmante parecido con un educado aburrimiento. Diremos que un tremedal es tan bueno como un huerto, pero lo que estaremos diciendo es que el huerto es tan monótono como un tremedal. Podemos obligarnos a decir que el vacío es bueno, pero eso no nos impedirá preguntarnos dónde está la bondad de ese bien. Ese optimismo, más desesperanzado que el pesimismo y que es el corazón mismo del infierno, existe. Y contra ese doloroso vacío de aprobación sin alegría sólo hay un antídoto: una súbita y pugnaz fe en el mal. El mundo puede volver a ser hermoso si lo consideramos un campo de batalla. Una vez definido y aislado el mal, todo vuelve a adquirir su colorido. Cuando las cosas malas son malas, las buenas, en una cegadora revelación, se vuelven buenas. Hay personas que son aburridas porque no creen en Dios; pero hay muchas otras que lo son porque no creen en el Demonio. Cuando creemos en el Demonio, la hierba vuelve a ser verde y las rosas vuelven a ser rojas.

Nadie entendió mejor que Dickens el fundamento belicoso de la alegría. Conocía muy bien la verdad esencial de que el verdadero optimista sólo puede seguir siéndolo mientras esté descontento. Pues el valor pleno de esta vida sólo puede obtenerse combatiendo; los violentos lo consiguen tomándolo al asalto. Y, si lo hemos aceptado, todo, es que hemos perdido algo: la guerra. Esta vida nuestra es una lucha muy entretenida, pero una tregua miserable. Y me extraña que tan pocos críticos de Dickens o de otros escritores románticos hayan reparado en el significado filosófico del malvado irreductible. El malvado no está en la historia para ser un personaje, sino para ser un peligro, una amenaza incesante, despiadada e inflexible, como la del mar o los animales salvajes. Para dar una noción plenamente satisfactoria del combate, que siempre y en todas partes implica una idea de igualdad, es necesario hacer que el mal sea humano, pero no siempre es necesario, ni siquiera es siempre artístico, hacerlo diverso y probable. En cualquier relato que tenga un tono mínimamente simbólico, puede convertirse de forma legítima en una energía primigenia e infernal. Debe ser una persona en el sentido de que debe poseer ingenio y voluntad de enfrentarse al ingenio y la voluntad de quienes combate. El mal puede ser inhumano, pero no debe ser impersonal, y ésa es, casi con total exactitud, la posición que ocupa Satanás en el esquema teológico.

De “El optimismo de Dickens”

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Lo primero y lo más justo que puede decirse acerca de Rudyard Kipling es que ha desempeñado un brillante papel en la recuperación de los dominios perdidos de la poesía. No se ha dejado intimidar por la brutal actitud materialista que se aferra sólo a las palabras; y ha penetrado a través de la materia romántica e imaginativa de las cosas mismas. Ha percibido el significado y la filosofía del vapor y de la jerga. El vapor puede ser, si se quiere, un sucio subproducto de la ciencia. La jerga puede ser, si se quiere, un sucio subproducto del lenguaje. Pero al menos está entre los pocos que supieron ver el parentesco divino de estas cosas, y fue capaz de darse cuenta de que no hay humo sin fuego; es decir, que allí donde se encuentran las cosas más repulsivas se encuentran también las más puras. Por encima de todo, tiene algo que decir, una opinión decidida sobre las cosas, y eso significa siempre que uno carece de temor y se enfrenta a todo. Pues desde el momento en que tenemos una opinión sobre el universo, lo poseemos.

De “Rudyard Kipling”

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No es cierto que lo importante sea la calidad y no la cantidad. Casi todos hemos contado un chiste bueno alguna vez en la vida, pero para contarlos como Dickens hace falta ser un genio. Muchos poetas olvidados han creado un poema con una imagen ciertamente perfecta, pero cuando abrimos cualquier obra de teatro de Shakespeare, buena o mala, por cualquier página, con la certeza de que encontraremos infinidad de imágenes que llamarán nuestra atención y con toda probabilidad enriquecerán nuestra memoria, estamos depositando nuestra confianza en un genio.

A Henry James se le ha atacado por conceder demasiada importancia a las cosas pequeñas, pero la mayoría de quienes le atacaban estaban concediendo demasiada a las grandes. Lo importante no es si las cosas que trataba eran tan pequeñas como algunos dicen, ni si eran tan grandes como él podía hacerlas; lo importante no es si había un leve matiz de vulgaridad o una tenacidad oculta en el vicio; si eran los diez minutos de inquietud de la visita que se presenta antes de tiempo, o los diez años de inquietud del enamorado que actúa demasiado tarde. La clave es que las cosas eran cosas, que si no nos las hubiese dado nos las habríamos perdido, que no podría haberlas sustituido ninguna perfección de la prosa; en suma, que nunca escribió acerca de nada carente de importancia. Hasta la idea más ínfima tenía eso tan importante llamado valor, como una joya, o como algo a la vez más pequeño y más valioso que una joya: una semilla.

De “Henry James”

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La acusación de grosería es más real, pero a propósito de eso también hay una impresión que todavía perdura y que debe ser corregida. Tomada junto a la acusación de pedantería, ha creado la imagen de un maestro de escuela intimidador, una persona superior que se considera por encima de los buenos modales. Pues bien, Johnson a veces era insolente, pero nunca se consideró superior. No era un déspota, sino exactamente lo contrario. Era su sentido de la democracia lo que le hacía ser ruidoso y poco escrupuloso como una turba en las discusiones. Era precisamente porque pensaba que los demás eran tan inteligentes como él, por lo que en los casos desesperados trataba de derrotarlos clamorosamente. Todo el mundo conoce la descripción que hizo de él uno de sus mejores amigos: “Si falla el tiro con la pistola, te atiza un culatazo”. Pero pocos se dan cuenta de que ése es el acto de un tipo heroico y sencillo que lucha contra una fuerza superior. Johnson era un hombre de viva impulsividad y humor variable, pero intelectualmente humilde. Siempre se sumergía en cualquier discusión con la idea de que su oponente era tan bueno como él y podía ser derrotado. Sus gritos y sus golpes en la mesa eran la expresión de una modestia fundamental.

De “El auténtico Doctor Johnson”

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“El sueño de una noche de verano” se basa en la idea de que, como el hombre vive en una frontera, puede encontrarse en una atmósfera espiritual o sobrenatural, no sólo siendo profundamente triste o meditativo, sino siendo extravagantemente feliz. El alma puede escapar del cuerpo en una agonía de pesar, o en un trance extático; pero también puede abandonar el cuerpo en un paroxismo de risotadas. Sabemos que la pena puede superarse a sí misma; del mismo modo Shakespeare creía que el placer puede superarse a sí mismo y transformarse en algo peligroso y desconocido.

Somos víctimas de una curiosa confusión que nos lleva a pensar que ser grande tiene algo que ver con ser inteligente, como si tuviésemos la más mínima razón para suponer que Aquiles era inteligente, y no dispusiéramos de un sinfín de pruebas que indican que prácticamente rozaba la estupidez. La grandeza es una cualidad indescriptible, pero palpable y muy familiar, referida a la talla de la personalidad, a la lealtad, dotada de un fuerte sabor y de una forma de expresión sencilla y natural. (…) Todos hemos conocido a gente en nuestro propio círculo de amigos a la que los intelectuales tildarían de descerebrada, pero cuya presencia en la habitación es como un fuego rugiendo en la parrilla que lo cambia todo, las luces, las sombras y el aire; cuyas entradas y salidas constituyen de algún extraño modo sucesos destacables; cuyos puntos de vista, una vez expresados, hechizan y persuaden a la imaginación y casi parecen intimidarla; cuyo absurdo manifiesto se adhiere a la fantasía como la belleza del primer amor, y cuyas locuras se narran como las leyendas de un paladín. Ésos son grandes hombres, hay miles de ellos en el mundo, aunque tal vez muy pocos en la Cámara de los Comunes. No deberíamos buscar a los grandes en los fríos salones de la inteligencia, donde las celebridades parecen considerarse importantes. Un salón intelectual es tan sólo un campo de entrenamiento de una destreza concreta, y se parece a una clase de esgrima o a un cuerpo de fusileros.

De “El sueño de una noche de verano”

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Todo hombre debería aferrarse al delantal de su madre, debería no olvidar su infancia y estar dispuesto de vez en cuando a empezar de nuevo como un niño. Desde un punto de vista teológico puede expresarse diciendo: “Debes volver a nacer”. Desde un punto de vista secular la mejor forma de expresarlo es: “Acuérdate de celebrar tu cumpleaños”. Aunque no vuelvas a nacer, recuerda al menos de vez en cuando que naciste un día.

De “Shaw, el dramaturgo”

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El hombre nace ridículo, como puede verse fácilmente si se le mira poco después de nacer. Beber cerveza puede ser grotesco, pero también lo es beber agua de selz; lo grotesco es llenarse como una botella por un orificio. Es indigno caminar con pasos de borracho; pero igual de indigno es caminar sin más, pues caminar supone siempre una especie de equilibrio, y los seres humanos tienen algo de cuadrúpedo que se sostiene sobre las patas traseras. No digo que fuese más digno caminar a cuatro patas; no creo que seamos nunca dignos, salvo cuando estamos muertos. No seremos refinados hasta que estemos refinados en polvo.

Hay dos tipos de humorista de altura: los que disfrutan viendo el lado absurdo del hombre y los que odian verlo. Entre los primeros se cuentan Rabelais y Dickens, entre los segundos están Swift y Bernard Shaw. Tanto ha propagado o promovido Shaw esta moderna aversión o mauvaise honte hacia las funciones principales y grotescas del hombre que creo que ha causado un daño considerable. Ejerce mucha influencia entre los jóvenes; pero no es una influencia que les haga mantenerse jóvenes. Uno no puede imaginarlo inspirando a ninguno de sus seguidores a escribir un cántico guerrero, ni una canción de taberna, ni una canción amorosa, las tres formas de expresión humana que siguen en nobleza a la oración. Puede parecer raro decir que el efecto final de un hombre aparentemente tan impúdico sea hacer que los hombres se vuelvan tímidos. Pero sin duda es cierto. La timidez es siempre indicio de un alma dividida; uno es tímido porque, en cierto modo, piensa que su posición es al mismo tiempo despreciable e importante. Si careciera de humildad, no le preocuparía; como no le preocuparía si careciera de orgullo. Pues bien, el principal propósito de las enseñanzas teóricas de Shaw es declarar que deberíamos cumplir esas grandes funciones de la vida, que deberíamos comer y beber y amar. Sin embargo, la principal tendencia de su crítica más habitual es sugerir que los sentimientos, profesiones y actitudes relacionados con todas esas cosas, no sólo son cómicas sino despreciablemente cómicas, locuras y casi estafas. El resultado podría ser que surja una raza de jóvenes que hicieran todas esas cosas pero las hicieran torpemente. Aquello que desde antiguo había sido una función libre y divertida, se convierte en una necesidad embarazosa. Soportemos con paciencia cristiana los placeres paganos. Comamos, bebamos y seamos serios.

De “Shaw, el filósofo”

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Podrían citarse innumerables ejemplos de esa cualidad, en esencia impopular e indiferente, de los escritores realistas. Pero tal vez el ejemplo más simple y evidente con el que podríamos concluir es el hecho de que dichos escritores son realistas. Los pobres tienen muchos otros vicios, pero al menos nunca son realistas. Son melodramáticos y novelescos por naturaleza, creen en elevados tópicos morales y en máximas de manual: es probable que ése sea el significado de la frase: “Bienaventurados los pobres”. Bienaventurados los pobres, porque siempre intentan que la vida sea como una obra en el teatro Adelphi. Algunos pedagogos y filántropos inocentes (pues incluso los filántropos pueden ser inocentes) han expresado su solemne sorpresa porque las masas prefieran las novelas de cuatro cuartos a los tratados científicos y los melodramas a las obras de teatro que tratan problemas sociales. La razón es muy sencilla. Los relatos realistas sin duda son más artísticos que los relatos melodramáticos. Si lo que deseas son habilidosas manipulaciones, proporciones delicadas y unidad de ambiente artístico, el relato realista tiene una gran ventaja frente al melodrama. Pero el melodrama cuenta al menos con una ventaja indiscutible ante el relato realista: se parece mucho más a la vida real. Se parece más a las personas, y en particular a los pobres. Cuando una mujer pobre en el Adelphi dice: “¿Vos te pensás que yo voy a vender a mi propio hijo?”, resulta banal y nada artístico. Pero es que las mujeres de Battersea High Road dicen: “¿Vos te pensás que yo voy a vender a mi propio hijo?”. Lo dicen a la menor ocasión; se las oye murmurarlo o susurrarlo por toda la calle. Cuando un obrero se enfrenta a su patrón y le dice: “Yo también soy un hombre”, es arte melodramático (suponiendo que lo sea) flojo y rancio. Pero es que los obreros dicen: “Yo también soy un hombre” dos o tres veces al día. De hecho, es posible que resulte tedioso ver a los pobres poniéndose melodramáticos tras las candilejas, pero la explicación es que estamos hartos de ver cómo se ponen melodramáticos en la calle. En suma, si el melodrama resulta aburrido es porque es demasiado exacto. Algo similar ocurre con los relatos sobre colegiales. Stalky and Co. del señor Kipling es mucho más divertido (si de divertirse se trata) que Eric, or Little by little del difunto decano Farrar. Pero Eric se parece mucho más a la verdadera vida en un colegio, pues la verdadera vida en un colegio, la verdadera infancia, está llena de las mismas cosas que Eric: mojigatería, piedad cruel, pecados estúpidos e intentos indecisos pero continuados de ser heroico, en una palabra, de melodrama. Y, si queremos establecer una base sólida para cualquier intento de ayudar a los pobres, no debemos ser realistas y verlos desde fuera. Debemos ser melodramáticos y verlos desde dentro. Los novelistas no deben sacar su cuaderno y decir: “Soy un experto”. No, deben imitar al obrero de la obra de teatro en el Adelphi. Deben golpearse en el pecho y decir: “Yo también soy un hombre”.

De “Novelistas de los barrios bajos”

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El optimista rutinario admite que se empeña en justificar el universo sobre la base de que se trata de un modelo racional y consecuente. Señala que lo bueno del mundo es que todo puede explicarse. Un punto sobre el que, si se me permite decirlo así, Dios es explícito hasta rozar la violencia. Dios dice, en efecto, que si el mundo tiene algo bueno es que, en lo que se refiere a los hombres, no puede explicarse. Insiste en la inexplicabilidad de las cosas: “¿Tiene padre la lluvia?, ¿de qué seno nacen los hielos?”. Va más allá e insiste en la categórica y palpable sinrazón de las cosas: “¿Has hecho que llueva en las tierras despobladas, en la estepa donde no habita el hombre?”. Dios hará que el hombre vea cosas, aunque sea ante el negro telón de la nada. Dios hará que Job vea un universo sorprendente, aunque sea haciéndole ver un universo estúpido. Para sorprender al hombre, Dios se convierte en blasfemo por un instante; uno casi podría decir que Dios se convierte en ateo por un instante. Despliega ante Job una larga lista de cosas creadas: el caballo, el águila, el cuervo, el asno salvaje, el pavo, el avestruz, el cocodrilo. Y los describe a todos de manera que parecen monstruos paseándose al sol. El conjunto es una especie de salmo o rapsodia de la capacidad de sorpresa. El hacedor de las cosas se sorprende ante las cosas que Él mismo ha creado.

A quienes consideran superficialmente el origen bárbaro de la épica puede que les parezca fantasioso encontrar tanta significación artística en sus símiles casuales o sus frases accidentales. Pero nadie que esté familiarizado con los grandes ejemplos de poesía semibárbara cometerá ese error. Nadie que sepa lo que es la poesía primitiva puede dejar de notar que, aunque su forma sea sencilla, algunos de sus efectos más conseguidos son sutiles.

En cuanto la gente comienza a creer que la prosperidad es una recompensa a la virtud, que es lo que hace la sociedad moderna y bien educada, es evidente que la calamidad está próxima. Si la prosperidad se considera la recompensa de la virtud, se la considerará un síntoma de la virtud. Los hombres abandonarán la pesada tarea de hacer triunfar a los buenos y se dedicarán a la labor más sencilla de hacer buenos a los triunfadores. Eso, que ha ocurrido a causa del comercio moderno y del periodismo, es la Némesis definitiva del perverso optimismo de los que consolaban a Job. (…) Si el Libro de Job es un libro notable es, como ya se ha dicho, por el hecho de que no concluye de un modo plenamente satisfactorio. A Job no se le dice que sus desgracias se debieran a sus pecados o a parte de un plan para mejorarlo. Pero en el prólogo vemos a Job atormentado no porque fuera el peor de los hombres, sino porque era el mejor. La lección de toda la obra es que las paradojas consuelan al hombre; y de acuerdo con todos los testimonios resulta de lo más tranquilizadora.

De “El libro de Job”

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En el momento en que un asunto cualquiera ha pasado por la mente humana, ha quedado, definitivamente y para siempre, arruinado para cualquier fin científico. Se ha convertido en algo irremediablemente misterioso e infinito; lo mortal se ha revestido de inmortalidad. Hasta lo que llamamos nuestros «deseos materiales» son espirituales, porque son humanos. La ciencia puede analizar una costilla de cerdo y decir qué proporción de ella es fósforo y cuánta es proteína; pero la ciencia no puede analizar el deseo de un hombre de comer una costilla de cerdo y decir cuánto de ese deseo es hambre, cuánto es costumbre, hasta qué punto es una fantasía nerviosa y qué tanto una amorosa ansia de belleza. El deseo de costilla de cerdo de cualquier hombre es, literalmente, tan místico y tan etéreo como su deseo del cielo. Por lo tanto, todos los intentos de crear una ciencia de las cosas humanas, una ciencia de la historia, una ciencia de la sociología, son por su naturaleza, no sólo imposibles, sino demenciales.

De “La ciencia y los salvajes”

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Toda la mitología pertenece a la parte poética del hombre. Hoy parece olvidarse extrañamente que un mito es fruto de la imaginación y por tanto una obra de arte. Hace falta un poeta para crearlos. Y otro para criticarlos. En el mundo hay más poetas que no poetas, como demuestra el origen popular de esas leyendas. Pero, por alguna razón que nadie ha sabido explicarme, sólo se permite escribir estudios críticos sobre esos poemas populares a la minoría de personas no poéticas. No le damos un soneto a un matemático ni una canción a un muchacho experto en cálculo, en cambio aceptamos la idea no menos absurda de que el folklore sólo puede estudiarse como una ciencia.

Los científicos rara vez entienden, como hacen los artistas, que lo feo es una ramificación de lo bello. Rara vez toleran la legítima libertad de lo grotesco y descartarán un mito salvaje por ser tosco, torpe y una prueba de degradación, y porque no tiene la belleza del heraldo Mercurio recién aterrizado en una montaña que roza el cielo, cuando en realidad es tan bello como la Falsa Tortuga[1] o el Sombrerero Loco. Es la prueba irrefutable de que los hombres prosaicos exigen que la poesía sea poética.

De “El hombre y las mitologías”

[1] La Mock Turtle, en el original, otro de los personajes de Alicia en el país de las maravillas.

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Textos: Ensayos escogidos: Seleccionados por W. H. Auden / Imágenes: Viagem ao fim do mundo (Fernando Cony Campos, 1968)

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