«A medida que me acercaba escuché una conversación en la que un hombre de cierta edad se negaba a despedirse de una mujer más joven que tenía compromiso con otro. A la luz de la cabina alcancé a vislumbrar el cabello gris del hombre y para no molestarlos me quedé escondido en el terraplén. Ella le rogaba que no volviera pero él insistía en verla aunque más no fuera en la misa, de lejos. Se conformaba con una sonrisa y un gesto lejano. Le oí decir eso y temí por él. Iba a alejarme pero tenía necesidad de compañía y me quedé agachado atrás del matorral. Cada una de las cosas que decían era sacada de una telenovela pero a mí me sonaban ciertas porque iban acompañadas de gestos y dolores irrepetibles. Ninguna de las palabras quería herir pero dichas así, por última vez, al borde de una vía desolada, no iban a ser fáciles de olvidar.»
Osvaldo Soriano, Una sombra ya pronto serás
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“Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir, y al fin andar sin pensamiento”. Noches atrás me dormí postulando teorías que explicaban la totalidad de la existencia a partir de tan homérico y nada expósito verso, pero ahora no me acuerdo de ninguna. Por culpa de dieciséis horas seguidas de sueño me perdí un asado, el sol y los amigos, justo antes de que pudiéramos imaginarnos en cuarentena. La percusión de un contrabajo cubano me invitó a recordar mientras escribía. En la soñada teoría amorosa que alcancé a recuperar despierto, sufrir se correspondía con la pasión inicial de la pareja, el sexo como gozoso combate infatigable. Si la relación se consolida aparece el amor con sus condimentos algo menos egoístas: interés y preocupación por el otro más allá del deseo por el cuerpo, sentido de la responsabilidad, convivencia y quién sabe cuántas cosas más, entre las que también se cuenta otra experiencia temporal, más sujeta a la duración que liberada en el instante. Finalmente, el automatismo habitual compartido hasta la muerte o bien solitario, previa separación. Uno de los bronces de la orquesta aulló como apenado por la falta de happy ending y entonces traté de recuperar la segunda teoría, que pretendía dar cuenta del ciclo humano completo: el sufrimiento original del parto, el amor como metáfora de la plenitud durante las etapas en que uno crece, se desarrolla y renueva expectativas, hasta consolidarse en unos hábitos positivamente irreflexivos en los que ya no se piensa “de más” porque, parafraseando a Buñuel, cesa la tiranía del deseo. Lo que sigue son unos pocos párrafos sobre seis películas o secuencias amorosas. Aparecen en el mismo orden en que los escribí, horas o a lo sumo días después de haber visto las películas. Si clickean en los títulos que aparecen remarcados podrán ver algún fragmento especialmente significativo que me encargué de recortar y subir a Youtube.
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El corazón hechicero de Sortilegio de amor (Book, bell and candle, Richard Quine, 1958) es una escena de cinco minutos: un hombre se enamora de otra mujer, sujeto tácito de todo, el día anterior a su boda. Kim Novak vuelve a embrujar a Jimmy Stewart en esta película dotada de un encanto que Vértigo recupera cuando nos escapamos de su canonización. Un gato es fundamento del hechizo y, como en Inside Llewyn Davis, portador de la mirada experimental de la película. En medio del fabuloso tecnicolor de fines de los 50, con taxis rojos y amarillos, relucientes como autitos de juguetes, y al lado de interiores cálidos con alfombras y maderas, la subjetiva de un gato en blanco y negro anamórfico para esta elegía de Hollywood anterior a cualquiera de Sokurov. Si la escoba de las brujas es sólo una broma pintoresca en la película, el beso transporta a la pareja por las entonces todavía desiertas madrugadas del mundo, cumbres del amor romántico. El gran Orson sabía que el montaje es el verdadero truco cinematográfico, así como las elipsis borran lo superfluo porque todo es instante enamorado. La cámara panea sobre la ciudad antes de que el día despierte y recuperamos el tiempo en que la noche aún nos protegía del iluminismo y otras arrogancias eléctricas. En medio de otro beso, de otros abrazos y de otras palabras de amor susurradas por el protagonista con la alegría de su inconsciencia, pero escritas desde la perspectiva diurna del guionista, un minuto de plano sin corte donado a la caída de un sombrero desde las altas terrazas de Nueva York hasta la calle. Que no es caída sino vuelo, luz de un fósforo encendido contra el grano, inusualmente expuesto en Hollywood, de la película.
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Más cerca de Varda que de Godard, del collage que del intervalo, Au pan coupé (Guy Gilles, 1968) es una sucesión de imágenes de un romance francés durante la segunda mitad de los 60 que se entiende mejor con la superficie lírica del realismo poético que con las violencias vanguardistas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, por más discordancias entre imagen y sonido que despliegue, y que funcionan como las irregularidades del verso libre en un poema cualquiera antes que como programa o manifiesto. Au pan coupé también es una serie de retratos: los primeros planos de Macha Meril, una chica de la burguesía intelectual parisina, y los de Patrick Jouané, que viene de la periferia y del reformatorio, y tiene una cara como la de Ettore Garofalo, el hijo de Magnani en Mamma Roma. Viven juntos en una ciudad en blanco y negro de planos bucólicos y existencialistas en las que lo fotografiado en primer plano es la luz, cuando no el grano del celuloide. También las palabras o, más bien, cierta manera de decirlas, cierta retórica, aparecen en primera plano. Quienes las pronuncian son casi exclusivamente la protagonista y un narrador que no es el protagonista. Lo que pone el pibe son los actos. Uno, sobre todo, que lo es por omisión, pero es como si la película pusiera una bomba por su intermedio o la dejara explotar hasta encontrar la frase prácticamente final que, nombrándolo, destruyera toda certeza, como el pingüino de Herzog en Encuentros en el fin del mundo.
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De amor se vive (Silvano Agosti, 1984) me obliga a preguntar si pueden existir películas felices filmadas casi exclusivamente en primeros planos. Si el primer plano es el de una cara que ocupa toda la pantalla, y en las caras la cámara ve algo más que la superficie física, no hay posibilidad de excluir la melancolía del ensimismamiento. La película de Silvano Agosti filma sobre todo caras, lo que hace que el más mínimo movimiento de la cámara o del lente, alejándose o acercándose a ellas, acentúe significativamente ciertos momentos. Las nueve personas filmadas durante una hora y media no son actores. A casi todas las conoceremos por sus nombres de pila, salvo a las primeras dos: una madre joven y su bebé recién nacido. Después vendrán un par de mujeres relativamente jóvenes, un nene de nueve años, una prostituta de 44, una transexual, un homosexual y el adolescente con síndrome de Dawn que cierra la película haciéndole el amor a una muñeca. Diez presencias inolvidables, porque también hay que incluir al director, que nunca aparece en cámara, a diferencia de Pasolini en ése antecedente de esta película que es Comizi d’amore, pero habla y hace posible nuestra relación con los entrevistados, que lo desafían, lo descalifican o hasta le declaran su amor. Cuatro de los segmentos comparten finales intensos, bien por cierta información que recién entonces aparece o debido a interacciones del realizador con el entrevistado más íntimas que el resto. De ninguna de ellas salimos indemnes. Las relaciones menos atravesadas por las palabras abren y cierran la película: la madre con su bebé y el adolescente con síndrome de Dawn con la muñeca. Ternura, sexualidad y amor son los ejes, cuyo sentido para las personas es a veces explícitamente solicitado por Agosti.

La madre y el recién nacido del comienzo aparecen inmediatamente después de un fragmento de la Asunción de la Virgen de Antonio da Correggio. La saturación de la luz afianza su naturaleza excepcional dentro de la película, sólo equiparable a la pareja del final. Esa madre también es el personaje que menos habla de todos y no expresa pesar alguno. De su entero testimonio sobre el parto y la maternidad dan cuenta las palabras “ligereza” y “vacío”, esta última sin la más mínima connotación de pérdida con que Occidente suele usarla. El imaginario estético del cristianismo aparece desde la primera pintura incluida como separador para extenderse a la mayoría de los testimonios. El contexto es tácitamente católico, y hasta un sacerdote aparecerá nombrado una sola vez para convertirse en el protagonista fuera de campo de uno de los segmentos, pero Dios puede nombrar al hombre ideal para la prostituta cuyos ojos se ponen vidriosos cuando se lo imagina, o ser una entidad menos antropomórfica para Lola, que quiere cogérselo con la más cósmica y carnal de las actitudes. Para Gloria, que nunca lo nombra, puede serlo Maria Callas, cuyo retrato cuelga de la pared y cuya presencia vive en su corazón y su garganta. Esta transexual funciona como eslabón de una cadena que nos trae hasta la pareja de La boca del lobo, de Pietro Marcello, así como Anna nos lleva hasta su tocaya, la prostituta de L’amore in citta, película colectiva –parte noticiero, parte ficción, parte revista cinematográfica- en la que participaron Fellini, Visconti y Antonioni entre otros, con producción de Marco Ferreri.
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Me puse a ver Angustia de querer (Love is a many-splendored thing, 1955) porque es una de esas películas de las que alguna vez me habló mi vieja, que es cualquier cosa menos cinéfila, como alguna vez también me habló de Algo para recordar (mi viejo, en cambio, me hablaba de Mercado de abasto, Infierno en la torre y La aventura del Poseidón. Los dos me hablan siempre de La fiesta inolvidable). Si toda la película fuese como la música incial de Alfred Newman, Angustia de un querer sería un melodrama sublime. Empieza bien alto, con una toma desde helicóptero sobre Hong Kong que hoy sería filmada con un dron. Newman, “el” músico de la Century Fox, ya había compuesto por lo menos para Laura y La malvada. El tema principal de esta película fue uno de los más famosos, pero Angustia de un querer no está a la altura de su romanticismo, sobre todo porque es una película a la que le interesa mostrar Hong Kong durante la primera mitad, casi diría que como un enclave, antes que usarla como telón de fondo exótico para la más desatada ficción amorosa. Así que será de interés para sociólogos e historiadores de la cultura que escriban sobre las relaciones de Hollywood con la China de Mao durante la segunda postguerra mundial, como en La posada de la sexta felicidad y El mundo de Suzie Wong, pero no para anacrónicos enamorados como yo. Es cierto que hay algo extemporáneo en la pintoresca operación: las películas todavía funcionaban como vidriera de lugares lejanos e inalcanzables para la mayoría de los mortales y ése era uno de los explícitos encantos del cine, pero el gran momento de la película, más veraz que todo realismo, no se da al final sino cuando los protagonistas ceden por primera vez al deseo en la playa. Después de plantear la escena con planos de establecimiento filmados en los exteriores donde transcurre la historia, el clímax sucede claramente en un set. La arena, las piedras y la luz -sobre todo la luz- son de mentira. Entonces la película se saca de encima la formalidad turística y sólo queda la verdad de lo que pasa cuando una mujer se suelta el pelo (aunque Jennifer Jones no me mueva ni uno), la dorada incandescencia de su malla, el cigarrillo compartido que suplanta al beso, el reflector detrás de una piedra de cartón ídem encendido cuando William Holden prende el pucho. El final prueba lo desastroso del progresismo para el melodrama. La coincidencia dramática es desmedida y brutal: la carta del amado llega un segundo después de la noticia de su muerte en el campo de batalla. Sus palabras, como la voz en off que las pronuncia, son las de un muerto, pero el director las interrumpe, desaprovechando un travelling lateral de la sobreviviente que camina sin rumbo por las calles de Hong Kongm ideal para ser acompañado íntegramente por ellas, y el guionista las convierte en consuelo civil elogiando la utilidad de la medicina cuando lo único que deseamos es sentir el insondable vacío de la muerte y la ficción ilusa de una permanencia espectral. El nombre de la protagonista y el de la autora de la novela, seguramente autobiográfica, son el mismo, lo que debió ser una de las causas de que esto fuese menos un melodrama que un biopic.
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La palabra clave de una de las más hermosas escenas románticas que se han filmado es tacto, no como sinónimo de discreción sino de temor sagrado, que tiene tanto que ver con el miedo como con la exaltación. Hasta cierto punto me sorprende encontrarlo en un ambiente que nada tiene que ver con lo religioso y en un cine que evidenciaba signos de conversión a la modernidad. Estamos a comienzos de los 60 en Europa del este. Uno piensa automáticamente que es el breve período del deshielo soviético. Habría que ver cómo afectó al cine yugoslavo, pero de un lado o del otro de la cortina de hierro las películas europeas en blanco y negro de entonces nos dieron el gris más sensual. Los jóvenes aún se vestían con formalidad. Dos de ellos se enamoran en un cine al aire libre que se ve obligado a interrumpir la función nocturna por lluvia. Caminan juntos hasta que se separan. Ella se niega a darle su dirección pero lo conmina a que la encuentre en una Belgrado que suponemos menos multitudinaria que ahora. Se parecen a los amantes de ese cuento de Cortázar que deciden perderse después del primer encuentro en el subte, en parte para que los lectores suframos más y mejor, como exige todo romanticismo que se precie de tal, y en parte porque los personajes, acaso más románticos todavía que nosotros, pretenden que un destino superior los unja. En la película de Petrovic el reencuentro ocurre por mera voluntad humana y entonces, más o menos a los quince minutos de Cuando el amor pasa (Djove, Aleksandar Petrovic, 1961) vemos la escena en cuestión.
La fascinación amorosa reúne tres espacios. El plano secuencia recorre un living donde la pareja baila entre otras mientras suena jazz en un tocadiscos. El aire libre del balcón será poco después el reservado de los amantes, que aún no se han besado y recién lo harán más tarde, en la puerta de la casa de ella. Durante el baile, las manos de él son como las de Marcello en la Fontana di Trevi. La protagonista de Cuando el amor pasa (Beba Loncar) no era una estrella de Hollywood ni se convirtió en La dolce vita, aunque buena parte de su carrera siguió en Italia (estuvo en Signore & signori, Casanova 70, Brancaleone en las cruzadas), pero en ese instante es todo lo que el hombre quiere y todavía más. También acá hay un ídolo al alcance de la mano y el adorador teme apoderarse de él tanto como limitarse a mirarlo. Cuando el hombre la bese en el umbral y se vaya, la cámara obrará con similar aprensión. Un travelling tan cuidadoso como la discreción de él, que no propone otra cosa que volver al otro día, y tan lento como su demora en marcharse termina en un primer plano de ella sostenido el tiempo suficiente para que el viento mueva un solo mechón de su cabellera.
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Si pienso en cineastas del amor no se me ocurre nunca el nombre de Scorsese, a pesar de La edad de la inocencia, pero anoche me puse a ver Casino, veinticinco años después de su estreno y de que yo la viera, seguramente en video, por primera vez. Sólo unas palabras que huelen a tango pueden hacerle justicia a la aparición de Sharon Stone veinte minutos después del comienzo: “Todo, todo se ilumina”. Es una de las dos escenas de la primera mitad que parten el corazón. La otra es aquella en la que De Niro le propone casamiento. La cara de él cuando ella le dice que no lo ama es la de un chico al que le sacan el juguete que acaban de regalarle. Él le dice que no importa, que el amor aparecerá con el tiempo, que lo importante es el respeto mutuo y la confianza, que esto, que lo otro, y con cada nueva frase todo se vuelve más gloriosamente patético. Y no porque ella sea una femme fatale ni el un pendejo ingenuo. Parafraseando al De Niro de Jackie Brown cuando le dice a Samuel L. Jackson la razón por la que está con Bridget Fonda, el De Niro de Casino también sabe que si hay algo en lo que puede confiar es en que sabe que ella no es confiable, y así Scorsese filma una escena de amor sincera que es un espanto y que explica por qué no pienso en Scorsese cuando pienso en cineastas del amor. Porque el amor al que me refiero les clausura a los enamorados la presunción del fracaso. Cuando Sharon aparece por primera vez en Casino es posible ver la imposibilidad de la futura pareja en la fabulosa cámara lenta con que Scorsese filma la cara de ella mientras somos tan incapaces como De Niro de sacarle los ojos de encima. Después del escándalo que arma para distraer la atención de las fichas que ha robado, ella se va caminando eternamente y su cara pasa del resto exultante de energía vital puesto en el show, que es pura dilapidación, a la seriedad de quien se ha dado cuenta del efecto que su gesto ha tenido en alguien en particular. Después vuelve la sonrisa, pero para ése solo espectador enajenado pese a que lo disimula. En ese intervalo de seriedad está toda la conciencia de la jugada, pero también su más involuntario alcance: ese rincón del alma de ella tocado por algo ya probablemente inaccesible. “What a move”, termina diciendo De Niro del espectáculo montado por la cámara y la edición de Scorsese al servicio de Sharon. “Baby, you’re the one”, se escucha de fondo, o, subtitulado por Manzi: “No habrá ninguna igual, no habrá ninguna”. A propósito de nada: Joe Pesci en las películas de Scorsese es lo más parecido que existe en los últimos treinta años a James Cagney, y el encuentro entre Robert De Niro y el sureño que aboga por su cuñado ya era una escena de los Coen.