Selección y traducción: Marcos Rodríguez
Cap 1- Orly
Mi abuela vivía al final de la pista del aeropuerto de Orly. Ella trabajaba en los baños de Orly, donde pasaba mis vacaciones cuando era chico. Desde los baños de Orly, me encantaba escuchar: «Salida para Río de Janeiro…». ¡Mierda, se van a Río! Quiero verlo. También iba a ver a los que volvían.
«Llegada de…» Vi desfilar todas las ciudades del mundo: Saigón, Addis Abeba, Buenos Aires… Yo estaba en el baño. Ella limpiaba inodoros, trabajaba para una empresa llamada L’Alsacienne. Mi abuela se afeitaba y eso a mí me fascinaba. Tenía una Gillette de cuchilla doble y se afeitaba. Cuando la besaba, le decía:
-¡Todavía picás, abuela!
-Me voy a afeitar mañana, no te preocupes…
La mujer del baño, la madre de mi padre. Hace mucho que me fui de los baños de Orly, donde escuchaba los nombres, los destinos que me hacían soñar. Desde los baños me decía: “Algún día voy a ir. Algún día yo también voy a ir ahí, y algún día voy a volver también. Algún día, algún día…” Esa era mi vida. Más tarde, cuando estaba de aprendiz en la imprenta, el ruido de las máquinas en mi cabeza… el ruido de las máquinas me recordaba esa especie de música de las turbinas, y me decía: “Mierda, cómo me gustaría… debe ser lindo… lo que me gustaría es tener una casa con olor a pino, con espinas de pino que te pinchan los pies cuando caminás descalzo. Ahí metería a toda mi familia… y yo saldría a descubrir otras cosas…” Soñaba con partir yo solo. Siempre, todo el tiempo. Hasta que un día me rajé, pero sin violencia. No me fui porque mi padre, el Dede, fuera insoportable, o porque mi madre, la Lilette, también, no, no, me fui porque quería ser libre. Yo deseaba ser libre e irme adonde quisiera. Nunca estuve con mis padres ni ellos me juzgaron, nunca me festejaron ni nada de nada. Siempre fui libre.
Cap 2 – Las agujas de tejer
Sobreviví a todas las violencias que mi pobre madre se infringió con sus agujas de tejer, sus pedúnculos de cereza, sus máquinas… Era el tercer hijo que ella no deseaba, ese era yo, Gerard. Sobreviví. Ella me contó todo esto, la Lillete. “No pude matarte a vos”. Y me frotaba la cabeza. Con amor, ojo. Con amor. “No pude matarte”. Si bien no fui deseado, sí fui acariciado. Una vez que ya estuve ahí, no me podía matar y me amó. Pero me amó a su manera, sin ocultar ni las penas ni los miedos ni la vergüenza.
Una vez que llegaron las contracciones y que yo salí, no me guardó ningún rencor, era el destino que se cumplía, tanto el suyo como el mío.
A partir de ese momento, el trabajo de las agujas de tejer pasó a ser una broma. «¡Ay, ay, ay!», decía todo el tiempo, «Este no debería haber nacido. Pero es lindo, qué suerte que vino”.
Esto lo escuché a los dos o tres años.
Cap 3 – En nuestra casa
El Dede cocinaba pulmones, eso que uno le da a los perros o a los pobres. Era esponjoso y se secaba durante la cocción. Era una especie de guiso y tenía un olor extraordinario. Podía olerlo desde la calle y corría hasta la cocina. Le decía: «¿Qué es? ¿Qué es?». Él no respondía. Entonces, le insistía, le decía: “Huele bien. ¿Puedo probarlo?”. “Yo trabajo, vos comés”, me gruñía. Y después de un rato: «¡Tomá! Comé, comé… ¿Dónde está tu madre?”.
Vivíamos frente a la escuela, en el distrito de Omelon, en Châteauroux. Una choza que apestaba a pobre. Nosotros no nos lavábamos o nos lavábamos una vez a la semana. ¡Mierda que olía! Y el Dede, que a menudo llegaba a casa borracho, algunos días vomitaba frente a la escuela.
Nací ahí, a lo largo de los muros. A lo largo de los muros en la calle Maréchal-Joffre, barrio de Omelen, en Châteauroux. Vivíamos en dos habitaciones chicas, estábamos uno encima del otro. La pasaba mejor afuera, donde podía hacer lo que quería. Fue una infancia formidable.
Nunca comí con mis padres. Nunca comí con mis hermanos. Mi madre no nos recibió jamás en la mesa. Nosotros, los chicos, nunca nos dábamos los buenos días. Entre nosotros, nadie saludaba a nadie. Sin comidas en familia, y también sin saludar. En nuestra casa fue así. La vida estaba ahí, aprendías mirando, sin palabras, nunca. Teníamos el ejemplo de mi madre, siempre embarazada, que se golpeaba el vientre. Teníamos el ejemplo de el Dede, que regresaba completamente borracho y vomitaba en el inodoro verde si no vomita en la calle. Veías el vómito. A veces, también había golpes, gritos, tirones de pelo… y yo, que corría por las escaleras arriba para defender a la Lilette.
Los demás, mis hermanos y hermanas, Alain, Hélene, Catherine, Eric, Franck, vivieron las mismas cosas y sin embargo, ya adultos, no tuvieron la misma vida que yo. Se quedaron en el molde. ¿Por qué? Me lo pregunto. Vivieron las mismas cosas, sí, pero, es cierto, no tenían agujas de tejer. Esto no quiere decir que hicieron que fuera infeliz, no, para nada, pero sí hicieron que fuera alguien que busca la vida.
Cap 6- Le robé las piernas a mi madre
La imagen que me viene es la de una vaca. Cuando pienso en vos, mi Lilette, inmediatamente te veo como una vaca: tus tetas hinchadas, tu leche, tu panza enorme, tu sangre… Tu sangre, en seguida vuelvo a tu sangre.
Nunca te conocí como lo hizo el Dede en 1944, una amapola en el pelo, llena de deseo por la vida, tus pequeños pechos tensos, tu cintura flexible y sensual, tan llena de gracia que los hombres se daban vuelta al verte pasar, según dicen. No, yo prácticamente solo te conocí gorda, embarazada, arrastrando tu panza y tus pequeñas pantorrillas con mirada de resignación, ese fatalismo que uno encuentra en la mirada dulce de las vacas lecheras.
En 1945, diste a luz a Alain, el mayor. En 1947, fue el turno de Hélène. Veinticuatro años, ya dos hijos y el Dede que apenas gana lo suficiente para tener una casa. Por eso no querías el tercero. Se lo dijiste y se lo repetiste al Dele, por la noche, mientras él te acariciaba con sus hermosas manos de trabajador, le dijiste que dos eran suficientes, gracias, pero el problema era que el Dede necesitaba terriblemente expresar cuánto te amaba, que eras toda su vida, que él no era nada antes de conocerte, que él no existía más que a través tuyo… pero no tenía palabras para expresarse más que el impulso de su cuerpo, su gran cuerpo musculoso que arroja contra el tuyo, tomándote una y otra vez, y al final de esta búsqueda imposible te permite entender su amor, su gratitud.
Cuando descubre que está embarazada de mí, Lilette también descubre un secreto que le hiela el corazón: su padre, Xavier Marillier, el ex piloto de la base de Châteauroux, se convirtió en el amante de Emilienne, la madre de Dede. Sin previo aviso, los dos viejos se encuentran en medio de su propia historia de amor. La conmoción es tan violenta para Lilette que inmediatamente piensa en huir, en dejar a su René, toda su pequeña felicidad, para intentar encontrar la paz en otra parte. Lejos, lo más lejos posible. Los dos viejos se besan como amantes jóvenes, a pocos pasos de su casa, y Lilette tiene la sensación de que la despojaron de su propia vida, negada, renegada.
¿Qué sabrá el Dede? Tal vez nada. Yo sé que nací, sé que la implacabilidad de las agujas de tejer surgió del deseo desesperado de huir. ¡Señor, haz que este tercer hijo no venga al mundo y que pueda irme, irme con mis piernas! Esto es lo que se decía a sí misma Lilette mientras trataba de vaciarse la panza, porque sabía que no tendría la fuerza para soportar esta clase de incesto, ese beso contranatura: su padre y su madrastra en la misma cama.
Yo no debería haber nacido, y al nacer le robé las piernas a mi madre, le impedí que se fuera, la condené a la resignación.
Cap 7 – Catherine, Éric, Franck …
De cualquier forma, debo decir que para mí ella no siempre fue solo una vaca, mi Lilette.
Tuvimos unos meses de felicidad sin preocupaciones que lo que vino después no borró de mi memoria. Tengo cinco o seis años, ella me sienta en la parte trasera de su bicicleta, su canasta adelante, y vamos juntos a buscar provisiones. El clima es agradable, el viento es cálido, ella pedalea bajo el gran sol de primavera, con un vestido ligero, y la oigo tararear.
Soy consciente del placer que repentinamente siente de vivir y yo soy un elemento de ese placer, estoy seguro, porque ella me lleva, porque se asegura de que estoy bien sentado, ahí, atrás, con las manos colgando de su silla, a veces observando con deleite el movimiento de sus caderas, a veces moviendo la cabeza para sentir el viento sacudir mi pelo.
Ella no tiene más de treinta años, recuperó su figura de joven después de sus tres embarazos, tiene un cuerpo delgado y tenso, hombros hermosos, una linda postura de cuello y esa mirada sombría y terca que parece siempre estar pensando, por sobre nuestras cabezas de niños, algo misterioso, que nunca deja de perseguirla. Es a la vez alegre y dolorosa, está presente y en otra parte, y me pregunto dónde, ya que, en ese momento, todavía no sé qué la carcome.
Y de nuevo está embarazada. Yo tenía siete años cuando Catherine asomó su nariz en 1955, y yo fui quien la trajo al mundo. El Dede había salido para emborracharse y la partera estuvo muy contenta de encontrarme ahí. Caliento las palanganas con de agua, traigo toallas, cuando la señora le grita a Lilette que empuje con fuerza, sumo mi voz a la de ella: «¡Vamos, mamá, empujá! ¡Empujá!”. Cuando aparece la cabecita, hago lo que dice la mujer, tiro junto con ella, tiro… «Podés hacerlo, es de goma, no tengas miedo: ¡tirá! ¡Tirá! Ahí está, ahí viene, mirá qué linda que es tu hermanita”. Fui yo el que cortó el cordón y luego ella me la puso en los brazos. «Para hacer que respire, tenés que mecerla… Pero no, así no. Mirame bien, así ya vas a saber cómo hacer la próxima».
Y después estaba todo el líquido que bajaba, la sangre, mucha sangre, otra cosa amarillenta, una especie de piel… «Todo eso no lo necesitamos, lo juntás en un recipiente y lo tirás en el baño. Como ves, no es tan difícil, es como con los animales, no más complicado…» Y cuando regreso del baño con la palangana vacía: «Así ya sabés para la próxima», repite.
En 1956, fui yo de vuelta el que sacó a Eric del vientre de Lilette. Y otra vez recibí a Franck al año siguiente. Pero esta vez la Lilette tuvo un descenso de órganos. Vamos, no te vas a divertir clasificando, volvé a meter todo adentro lo mejor que puedas, ponés una capa apretada y todo va a volver a su lugar poco a poco. Bien hecho, todo vuelve a su lugar.
La gente se sorprende, me hacen todo un cine: ¿cómo puede un nene de siete u ocho años ayudar a dar a luz a su madre? Pura sensiblería. La verdad es que no te hacés preguntas, como cuando sacrificás una oveja. Lo hacés. No es lindo matar a una oveja, porque te mira. La tomás por las patas, te sigue mirando. Con el chancho es lo mismo, tiene miedo, grita, tenés que hablarle, calmarlo. Y a último momento: el cuchillo. A mí no me importa. Eso no significa que sea insensible.
Cap 8- Sonreír
No fui mucho tiempo a la escuela porque me echaron. Mis padres no podían pagar… No podían pagar nada. La comunión, por ejemplo, no podían pagar, así que los curas también me echaron. Hasta el bautismo, no podían pagarlo. Los maestros y los curas se unieron para prohibirme, para borrarme. Yo no sabía que me habían borrado, lo entendí más tarde. Siempre me expulsaron, los maestros y los curas. Personas que no eran una mierda, personas perfectamente normales que amablemente me vinieron a saludar cuando la ciudad de Châteauroux me nombró ciudadano ilustre después de Le Dernier Métro de Truffaut, o de Sous le soleil de Satan de Pialat, bueno, no me acuerdo… Los gendarmes que me habían metido en la cárcel por robar un auto también estaban. Por otro lado, los únicos que hicieron un poco de padres para mí cuando era chico no fueron ni los maestros ni los curas, sino los gendarmes. Siempre me llevé bien con los gendarmes y con los policías. Eran benevolentes, autoritarios pero benevolentes. Son mucho menos pelotudos de lo que los quieren hacer parecer.
Dejé la escuela porque me acusaron de un robo que no había cometido. Yo era el pobre de la clase, el único que no podía seguir estudiando… costaba cinco francos y era demasiado para el Dede. «¿Y de dónde creés que voy a sacar esa guita? ¿De abajo de mi zapato?”. Aprovecharon mi ausencia para culparme del robo. Era obvio, ¡un pobre! ¡El hijo de un pobre! La caja del maestro de la escuela, para su regalo de fin de año había desaparecido. ¡Y fue él el que me acusó! ¡Qué hijo de puta!
A los diez años estoy afuera. Miro un poco entre los muslos de la vecina, la Memmette, y me pajeo, con la mano en el bolsillo. Entro a los cines sin pagar. Paseo por los negocios con una mano en el bolsillo sacudiéndome, lindo, me hace cosquillas, y con la otra agarro lo que me gusta. Hay que comer. Aprendo a detectar las miradas de los tipos oscuros, esa mirada de curiosos, de viciosos. Aprendo a sonreír. Si no sonreís, es porque tenés miedo, porque estás perdido, te convertís en una presa.
Al Dede nunca le preocupó saber dónde estaba, ni siquiera podía cuidarse a sí mismo; en cuanto a la Lilette, no daba a basto con sus dos manos y con sus dos tetas para cuidar a sus tres terneritos. Pasé mi primera noche en vela en un parque de diversiones. ¿Qué hace la gente detrás de las ventanas iluminadas? Es lo que me pregunto. ¿Qué podían estar haciendo ahí, detrás de las ventanas? Los veo moverse, levantar los brazos, hablar, mientras sigo pajeándome. No necesito que me cuiden, estoy muy bien solo. No soy infeliz.
Aprendo a sonreír cada vez mejor para demostrarles a los demás la confianza que tengo, que no tengo miedo. Cuando los tipos con bocas como la de Lino Ventura, camioneros, tipos de feria, se ofrecen a chuparme la pija, respondo en efectivo, les digo mi precio. Tengo diez años pero parezco de quince. Nadie me sorprende. Diría que la Lilette me vacunó contra las sorpresas con su pequeña frase que me quedó grabada en el corazón: «¡Y pensar que no pude matarte!” Si pude sobrevivir a las agujas de tejer de mi madre, ¿a quién tendría que tenerle miedo? A nadie, y en especial no a mí mismo. Tenía una confianza absoluta en mí mismo, en mi destino. Esta confianza es el hilo que atraviesa mi vida y por el que avanzo sin temblar. Recuerdo mi fascinación por el equilibrista, cuando lo vi lanzarse a través de la plaza de la catedral con su cable, veinte metros por arriba de nuestras cabezas. Un sábado a la tarde en Châteauroux. Ese tipo era yo, iba a ser yo más tarde, esa tremenda fe en sí mismo por arriba de los que tiemblan. Y de repente, el tipo empezó a dudar, lo sentí en mis propias piernas, el equilibrista que permanecía perfectamente horizontal comenzó a tambalearse, la duda y luego el miedo entraron en el hombre, más se balanceaba, más dudaba, estaba jodido. Sabía que iba a morir incluso antes de caer, y unos segundos más tarde lo vimos estrellarse.
Crecí en la calle, mucho más que en la escuela, donde aprendí a leer y escribir. La calle no te deja pasar una, tenés que creer en tu suerte, contar solo con vos mismo.
Cap 22- Ciento veinte millones
Para Les Valseuses me impuse. Era una novela de Bertrand Blier, todos sabían que iba a filmar su propio libro, fui a comprarlo y lo leí. «Mierda”, dije, “el personaje de Jean-Claude soy yo … Esos dos tipos que se calientan, que acosan a las chicas, que roban autos, que se emborrachan todas las noches, es mi vida, eso es mi vida… No lo saben, tengo que decírselos”.
Fui a ver a Paul Claudon, allá, en Los Inválidos, él iba a producir la película, lo asedié durante un mes, un mes y medio. Tenían audiciones todos los días. Para interpretar a Jean-Claude había que ser Coluche y para su amigo Pierrot, el otro personaje del libro, ya habían elegido a Patrick Dewaere.
Estuve ahí todos los días, me gusta el ambiente de las oficinas, de las audiciones. Les dije: «Ese papel no es para ese, es para mí, es mi vida… Mierda, mírenme”. Blier no lo aceptó de inmediato, me conocía, me había visto en el escenario, pero creía que yo era un actor agrícola, un campesino, lo cual era cierto… pero no era solo eso. Al mismo tiempo, actué en Saved, bajo la dirección de Claude Régy, en el Teatro Nacional de Chaillot, y Régy es lo opuesto a un campesino.
En cuanto al otro pelotudo, Paul Claudon, pensó que le iban a hacer un rayón a su Porsche.
«No quiero a ese tipo”, repetía, “va a asustar a las mujeres, es un matón».
Finalmente, Blier se dio cuenta y fue él quien me eligió en lugar de Coluche.
Ochenta y cinco mil entradas solo en la primera semana y Le Point me puso en la lista de las cien personalidades que van a ser fundamentales en los próximos años. Así fue como pude sacar un préstamo: agarré el diario y fui a ver a mi banquero. Ciento veinte millones de francos, pedí el máximo, y así compramos la casa de Bougival.
Una choza grande en ese suburbio burgués de mierda. Fue una pelotudez, pero en ese momento no lo sabía.
Cap 24- El canto del mundo
Podría haber sido padre a los quince años, adoraba a los chicos, tan pronto como conocí a Élisabeth quise tener hijos. Es lo que pasa cuando no fuiste deseado, cuando no tuviste una infancia, te escapás, te proyectás en cosas que son hermosas, un pibe, un árbol, un paisaje, un río, la música, una vaca, un gato… todo lo que descubrís, hable o no, pero que es la vida.
En Giono está eso… El canto del mundo. A las doce años me pasaba la noche en bares y ferias, me preguntaba qué se decía la gente detrás de las ventanas iluminadas, y para mí era eso: “el canto del mundo”. Yo no le daba ese nombre, ni siquiera tenía la idea de ponerle un nombre, pero cuando un día me encontré con el libro de Giono, por casualidad, todos los estudiantes de secundaria en la calle con este libro bajo los brazos, fue una iluminación: El canto del mundo, mierda, quiero ese libro. Me imagino algo bíblico, que me va a explicar el sentido de las cosas, mi lugar en el mundo. Pero es mucho más que eso Giono. Giono fue quien me abrió los ojos a la inmensidad que nos rodea, a esos arrebatos que presentía pero no entendía: la fuerza de las orillas, el aroma de los bosques, el aliento de las montañas, el viento, la lluvia, las tormentas… y nosotros los hombres que caminamos por senderos escarpados a través de ese caos suntuoso para construir nuestros hogares, nuestras aldeas, nuestros amores, y luego traemos niños al mundo que a su vez… Cuando descubrí a Giono, quise ser uno de esos hombres que remontan la corriente de los ríos como peces, que cruzan bosques sin miedo, que escalan montañas con ardor. Quise vivir, amar a una mujer, construir mi casa y tener hijos.
Guillaume nació el 7 de abril de 1971. Yo todavía no había hecho casi nada, era un estafador en moto que corría tras pequeños roles. Cuando nació Julie, el 18 de junio de 1973, estaba un poco mejor, ya trabajaba en el teatro con Claude Régy y había filmado Nathalie Granger con Marguerite Duras.
Les Valseuses, en 1974, me trajo reputación y guita. Fue la película que hizo me conociera Bernardo Bertolucci. Él estaba a punto de rodar un fresco que contaría la primera mitad del siglo XX en Italia a través de los destinos cruzados de dos chicos nacidos el mismo día, en 1900, en una gran finca en Emilia-Romaña. Uno, Alfredo, es el hijo mimado del dueño, que terminará siendo fascista; el otro, Olmo, el hijo bastardo de una familia de aparceros unidos a la propiedad, que se convertirá en comunista. Robert De Niro aceptó interpretar a Alfredo, y Bertolucci me quería para Olmo.
Fue con esta película, 1900, cuando puse en práctica mi primer gran discusión salarial.
Supe cuánto le iban a pagar a De Niro, pero Bertolucci me ofrecía la mitad. A Serge Rousseau, mi agente en ese momento, le parecía de lo más normal:
-De Niro ya hizo más de diez películas, es mucho más conocido que vos.
-No me importa, quiero lo mismo que el estadounidense, ciento veinte mil dólares o no hago la película.
-¡Pero, Gérard, estás loco! ¿Cómo podés…
-Lo mismo que el estadounidense o no lo hago.
Yo nunca soñé con ser actor, eso es lo que no entendían los muchachos. Yo siempre soñé con sobrevivir. Me hice actor para salir del analfabetismo, bien podría haber hecho otra cosa, caí en esto por casualidad, no lo elegí. No tengo nada, así que tengo que mover el culo. Tampoco es que quiera tenerlo todo, eso no me interesa. Mierda, lo que me interesa es la vida. Es lo que me enseñó Giono. Lo que me interesa es la sorpresa de la vida, sin pausa. ¡Sin pausa! Si no me quieren pagar, no me importa, me voy a hacer otra cosa. La sorpresa de la vida, sí, eso. «¿Bertolucci quiere talento? Y bueno, el talento se paga. Vamos, mi pequeño Serge, andá y decile que me traiga la guita”. Y Bertolucci cedió, me dio lo mismo que al americano.
Pero cuando filmé Mammuth, treinta y cinco años después, no me pagaron nada. Si hubiera exigido que me pagaran, no podría haberse hecho la película. Lo hice para que se pudiera hacer. E Isabelle Adjani, lo mismo. Mammuth fue un papel que cayó del cielo. Abrí el guión, comencé a leer: la historia de un tipo analfabeto, enamorado de su esposa, que va en busca de sus recibos de sueldo en todas las cárceles podridas donde estuvo para tratar de sacar su jubilación. Saca la bicicleta que tenía a los veinte, una Munch antigua, besa a su Catherine, su Lilette, ¡y se me puso dura! “Pero mierda”, dije, “¡es mi papá! ¡Es el Dede!”. Nos reunimos con Benoit Delépine y Gustave Kervern, los directores, y poco a poco los fui llevando hacia Dede. Esta película tal vez sea mi más bella aventura desde mis inicios como hombre libre.
Una honestidad total, como en Handke, como en Pialat. La preocupación por decir lo inexpresable, lo que nunca te dirán, en ningún lado, porque tienen miedo a lo que se han convertido desde la infancia, las ratas, los envidiosos, los hijos de puta. Miedo a los pensamientos que los atraviesan.
Cap 28- El alma a flor de piel
El padre del nene en Le Garçu soy yo. Fue Maurice Pialat el que filmó una película sobre su propia paternidad, con su propio hijo, Antoine, pero también soy yo con Guillaume cuando era chico. Lo supe de inmediato. A Pialat no le gustaban los actores, no actuabas con él, vivías, continuabas con la vida. Creo que él reconoció en mí esa parte de sí mismo, una forma de pagar en efectivo: no miro el manual, ni el precio ni nada, voy, salgo como estoy. Pialat tenía el alma a flor de piel, y de inmediato supimos que veníamos del mismo lugar, él y yo.
Le Garcu es la apariencia de un chico en una pareja, y el hombre, convertido en padre, ya no sabe dónde encontrar su lugar. Es lo que me pasó con Elisabeth cuando Guillaume entró en la infancia. En un momento, en la película, los padres se separan momentáneamente, y Gérard, el padre al que interpreto, sigue a su hijo a la guardería. Es sin duda una de las escenas de amor más bellas jamás filmadas. El pequeño Antoine de la película era mi Guillaume en ese momento. Viví esa escena intensamente, no la actué.
Un poco más tarde ese día, el padre se cruza con su hijo en la calle con su niñera, y lo sube a su moto. Su gesto da lugar a una discusión atroz entre los padres; eso también lo viví.
Actuar, actuar… ¿Qué significa actuar? No sé. Solo sé que puedo defenderme en la calle, solo sé que puedo pararme frente a alguien dos veces más alto que yo y hacer que se desvíe. Frente a una cámara es lo mismo. Si supiera de antemano qué es lo que voy a hacer, no lo haría. Me voy, no tengo miedo, es la vida. En Loulou, la primera película que filmé con Pialat, en 1980, hay una escena en la que estoy en la cama con Isabelle Huppert (Nelly). Estamos por hacer el amor y de repente se derrumba el sommier. No estaba planeado, y bueno, seguimos, hicimos lo mismo que en la vida, me levanté y me puse en cuatro patas para ver qué había pasado, nos reímos, hablamos y Pialat, por supuesto, siguió filmando. Pialat contento con la sorpresa.
Con él, si vas a filmar el final de una comida, el desastre del final de una comida con platos sucios, vasos, etc., bueno, estás obligado a comer todo el día. Él empieza a filmar cuando todos quieren rajarse. No intenta recrear artificialmente las cosas, las quiere en su verdad. El tiempo no importa.
Cuando estábamos filmando Sous le soleil de Satan, un día creí que se iba a volver loco. Era una escena de nada, quería que la criada del párroco barriera detrás del párroco. Lo había visto en la vida, y quería filmar eso. Entonces le dijo a la criada: «Señora, ¿le molestaría barrer cuando pasa el señor cura, igual que como hace siempre?» Ya con ver la forma en que ella lo miraba, me dije: «Esto va a ser una catástrofe». Era su verdadero papel en la vida, era la criada del sacerdote y barría detrás de él todos los días cuando él regresaba a casa del campo. Escuché «acción». Yo era el cura, pasé y ella se quedó ahí con su escoba, como petrificada.
«¿Pero qué hace?», preguntó Pialat. “Le dijimos que barriera- Ah, no sabía, no sabía…” Ya ni siquiera sabía cómo sostener una escoba. Lo hicimos de vuelta y de vuelta, una tortura. Al final, sin embargo, lo logró. Es un ejemplo de la dificultad que podemos encontrar al interpretar lo que vivimos en la vida cotidiana. Yo nunca tuve esa dificultad. ¿Qué me falta? ¿O me sobra? No lo sé.
En Sous le soleil de Satan no tuve ningún problema para ser el padre Donissan de Georges Bernanos, porque fui criado ahí. Era mi vida una vez más: el espiritismo, la comunión con el más allá, la diferencia ínfima que separa la santidad de la locura. Todo eso estaba en el párroco de Ars en el que se inspiró Bernanos. También estaba en Rasputín, al cual interpreté más tarde.
Y también en Giono, esos hombres que caminan a través de una naturaleza misteriosa, al mismo tiempo suntuosa y aterradora, y que hacen equilibrio entre la santidad y la monstruosidad.
Con Pialat, al igual que con Duras, nos movemos permanentemente entre lo sublime y la oscuridad, la belleza y la fealdad, y con ellos es con quien más cerca estoy de ser yo mismo.
Yo fui el que los hizo encontrarse. Margotton con su vestido y su pañuelo, Maurice con su humor… Esa noche estaba con Barbara, elegante y sutil, y se nos unió Daniel Toscan du Plantier, feliz, labios húmedos y labia alta. Fue una mesa excepcional, en una parrilla en La Villette.
Y de repente Duras se vuelve hacia Pialat.
-¿Es verdad lo que hiciste en La Gueule Ouvert?
-¿Qué? ¿Qué hice?
-¿Que desenterraste a tu madre y como la cabeza no estaba en el lado correcto para la cámara, le pediste a un asistente que la girara poniendo un destornillador en su ojo?
-Sí, ¿entonces?
-¡Sos un monstruo!
-Ah, bueno, no me digas que sos sensible para ese tipo de pavadas.
-¡Claro!
-Eso es sentimentalismo. Vos sos tan monstruosa como yo, basta con leer lo que escribís para darse cuenta.
Pialat tenía razón, tenían en común ese gen extra que le permitió a Duras escribir La Douleur y a Pialat filmar Sous le soleil de Satan. Palabras e imágenes para decir lo inexpresable, lo que tenemos dentro pero que no podemos expresar porque es demasiado intenso, demasiado perturbador, tal vez demasiado destructivo. Creo que ambos vieron en mí esa disponibilidad para encarnar lo inexpresable.
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Gerard Depardieu, Ça s’est fait comme ça. París, Xo Editions, 2014