Come Drink With Me -la película con la que en 1965 King Hu redefinió el cine de artes marciales chino- tiene una de las más altas concentraciones de magia por segundo que recuerde. La historia es muy simple: trata de unos bandoleros que secuestran al hijo del gobernador para intercambiarlo por su líder, preso con justicia, y de la hermana del secuestrado, que va en su rescate. King Hu filma peleas, persecuciones y números musicales con un talento increíble para el plano y el cambio de registro. Basta repasar estas secuencias sucesivas. 1) De día, la mujer llega a la posada. Pide vino, se presenta, pelea contra los bandoleros y los ultima a acatar la ley. 2) A la noche, persigue a quien no parece más que un borrachín porque el tipo le robó algo de su habitación. Lo notable es que no corren: caminan y saltan. 3) A la mañana siguiente, el mismo pícaro canta con un coro de nenes una canción en honor al vino y después otra, que describe lo que pasa en la película.
Las pocas y extensas secuencias, y su tremendamente imaginativo desarrollo, hacen pensar que Hu no quiere que el relato avance sino que se demore. Por qué poner piedra sobre piedra para conseguir un clímax si el villano abre su abanico con el garbo y la maldad con que lo hace. Es en la pose que la película triunfa. En la pose y el montaje. Hay pocas cosas más fascinantes que el raccord de esta película. En un momento, un tipo cae en un lago fuera de campo y dos olas entran por cada lado del encuadre, como efecto irreal de su caída. En otro, dos hombres combaten. Uno ataca. Su rival resiste. Es un clásico cuerpo a cuerpo. De pronto, y por intermediación de un barrido abstracto, el primero está a diez metros del segundo, que lo busca. Hu planifica en parte como director de ópera y en parte como jardinero. Los movimientos son rituales, y los espacios, juegos de contrastes y simetrías. Para mentalidades como las nuestras, occidentales, y para lectores de Borges, que entendía que ubicar un cuento en China hacía tolerable su inverosimilitud, los nombres mismos son pura hechicería. La heroína se llama Golondrina Dorada. El pícaro, Gato Borracho. El villano, Tigre Cara de Jade. La música que compone Hu entre el movimiento de los personajes y el de la cámara no está lejos de la que con los mismos elementos compone Mizoguchi en películas como La señorita Oyu, solo que en el japonés el tema que motiva el movimiento es el diálogo y en Hu es la batalla. La comparación no es descabellada. Así de grande es Mizoguchi. Tan grande como King Hu.
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La magia, que en Come Drink With Me alcanza niveles superlativos, existe también en A Touch of Zen (1971), la más admirada (pero no la mejor) película del director. Hu aprovecha las tres horas para jugar con los tiempos, cambiar de foco narrativo y conducir todo a un desenlace religioso. Durante buena parte de la historia el protagonista es Ku, un dibujante tímido que no quiere estudiar para conseguir un cargo en la burocracia imperial sino por el gusto mismo de conocer. La madre piensa distinto: que así no va a ir a ninguna parte, que ya tiene treinta años y sigue soltero. Este conflicto le da a la primera hora un tono de comedia que luego desaparece, sustituido por el enfrentamiento entre los crueles, que por supuesto son también los poderosos, y los justos y perseguidos, cuya líder es una mujer misteriosa, noble en ropa de pobre, de la que Ku se enamora y al servicio de la cual pone su inteligencia. Esta segunda parte cambia la comedia (y unos tímidos ademanes de historia de fantasmas) por la acción, lo que provoca el primer desplazamiento importante del foco narrativo. Ku no puede pelear porque no sabe hacerlo, algo que los espectadores orientales podían poner fácilmente en relación con el hecho de que Chun Shih, el actor que lo interpreta, había protagonizado poco antes la exitosísima Dragon Inn, del mismo Hu, en la que demostraba habilidades prodigiosas. (En este sentido, el momento en el que declara que no sabe pelear es equiparable a ese de Furyo en el que Bowie comenta que le gustaría saber cantar o a ese otro de Pulp Fiction en el que Travolta dice que no baila bien). Lo que sí puede hacer Ku es pensar, así que crea la escena adecuada para que, a pesar de estar en inferioridad numérica, la mujer y sus pocos compañeros tengan chances de vencer. “Estudié estrategia en los libros”, dice, y la película, antes de apartarlo, le reconoce ese valor. Su condición de puestista en escena lo convierte en un émulo del cineasta. El problema es que su obra lo asusta, como muestra la extraordinaria escena en la que recorre el campo de batalla lleno de cadáveres y cambia la risa arrogante del vencedor por los quejidos del miedo. No hay noticias de que a King Hu le haya pasado algo semejante. Si tuvo miedo fue por haber alcanzado en varios momentos la perfección. En el encuentro nocturno entre Ku y la mujer, por ejemplo, con esos travellings que se dirigen hacia vaya uno a saber dónde. O en la batalla nocturna. O en el bosque de bambués. En lo que sí se parecen personaje y director, ya que no en la actitud ante su obra, es en sus habilidades plásticas. En el comienzo, un hombre llega al pueblo, entra al negocio de Ku (que es dibujante y calígrafo) y le pide un retrato. Ku traza la primera línea, se pierde en la cara de su modelo y un instante después el dibujo está casi listo. De esas elipsis mágicas está llena A Touch of Zen.
Mucho menos famosa pero tanto o más apasionante es The Fate of Lee Khan (1973). El prólogo presenta la historia con una voz en off, unas figuritas y unos cuantos planos de compromiso. Como China para nosotros, y a pesar de los historiadores, el pasado lejano también hace soportable la inverosimilitud. (No así aquel con el que todavía estamos conectados de manera sensible, por memoria directa o no: el 28 de diciembre de 1954 Bioy Casares registra en su diario que después de leer El sueño de los héroes Borges, justamente, le señaló que en el tiempo de la novela Saavedra era un barrio más cimarrón). Estamos en 1336. Hay un gobierno que oprime a su pueblo y un grupo de rebeldes que resiste, tanto en las batallas de superficie como en las mascaradas profundas del espionaje. El aristócrata Lee Khan representa al primero. Los héroes y heroínas plebeyos de King Hu forman parte del segundo. Durante la primera media hora, la película juega a ser una comedia de caracteres, con la participación estelar del pícaro, los apostadores, el baboso y el borrachín. Después, se concentra en el enfrentamiento entre los dos grupos, en una posada y sus alrededores. Lo demás es color y movimiento. Cine, por decirlo en una palabra. La coreografía de ingresos y salidas del encuadre es tan perfecta que dan ganas de bailar, hacer stencils y profanar la tumba de Angelopoulos.
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A diferencia de lo que una superstición muy extendida afirma, los argumentos básicos, los personajes de una pieza, las escenas tópicas- es decir, todo el universo de las maquetas- no tienen por qué ser rutinas carcelarias; en los guiones prefabricados de King Hu (los malos hacen cosas malas, los buenos los enfrentan, los buenos ganan) hay más libertad que en los rulos psicoanalíticos o en los vociferantes tormentos existenciales de más de un campeón del autorismo. El cine se afirma con especial vigor a esos huesos flacos, que no ofrecen resguardo ni compensación, y por eso son cine también ellos. Dragon Inn (1967) es la muestra más acabada del talento de King Hu. China, dinastía Ming, año octavo del emperador Jing Tai, 1457. Un grupo de agentes al servicio de los eunucos que controlan el poder toma una posada fuera de estación, se deshace de los soldados instalados en las cercanías y espera el momento de ejecutar su orden: asesinar a la familia de Yu. Son malos, crueles, indignos del vino que toman y las espadas que empuñan. Poco después llega un hombre solo en busca del dueño del lugar y pronto se revela como un luchador exquisito, capaz de arrojar un plato de fideos de una mesa a otra sin volcar ni una gota de agua ni moverlos de su reposo. No es su único prodigio. Un agente le lanza un cuchillo: él lo atrapa entre los palillos con los que va a comer. Un arquero le dispara una flecha escondido detrás de una ventana: él la detiene en su vaso de vino y de un golpe en la base la devuelve a su agresor, que cae muerto. Puede esas cosas. Y por si fuera poco, no necesita moverse. Hay escenas y películas (e incluso obras enteras, como la de Raúl Ruíz) que parecen nacer de desafíos hermosos e infantiles. Alguien dice, vaya uno a saber en qué estado: “Hagamos una versión de La ventana indiscreta pero en la ruta”, y el resultado es Roadgames (Richard Franklin, 1981). Alguien dice: “Hagamos una película en la que todos los diálogos sean sospechosos de hablar de sexo”, y el resultado es Para atrapar al ladrón (Alfred Hitchcock, 1955). King Hu dijo (o escuchó a alguien que le decía): ya que de nosotros se espera movimiento, hagamos que nuestro protagonista pelee sentado o, como mucho, parado junto a su banco. Y ahí está, durante media hora, en una mesa de la posada, inalcanzable para los dardos, las espadas y las flechas.
Dragon Inn es un monumento libre. Sin astucias narrativas, ni psicología, ni temas de interés social, lo que queda es el cine, obligado a sostenerse a sí mismo. De ahí la sensación de pureza que la película transmite, y las ganas de concluir (como con Leone, como con Bava, como con Hitchcock), en plan canto de guerra: si no te gusta King Hu, no te gusta el cine.
Impecable.
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