Dos trapos, por José Miccio

Si la cuarentena terminara en este momento, podría decir que durante el tiempo que duró hice estas cosas: encerar muebles, leer el Borges de Bioy, masturbarme, mirar películas argentinas, mirar películas de Fritz Lang, masturbarme, resignarme a ese absurdo que es la educación secundaria a distancia, usar excesivamente el WhatsApp, usar excesivamente el Facebook, usar razonablemente el chat, masturbarme, escuchar Peel Sessions, masturbarme, soñar que aparecía en una foto con Federico Manuel Peralta Ramos y Malena Galmarini, subir de peso, insultar periodistas y bueno, tengo que confesarlo: masturbarme, una vez. También revisé papeles y archivos. En esta tarea, encontré los apuntes de un texto que nunca escribí, y que en uno de los tantos días de encierro decidí completar, sin más razón que el capricho. Es una historia de hace cuatro años.

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Lo primero que dicen los que celebran la programación de un festival es algo parecido a esto: “Está todo lo que tiene que estar”. Que obviamente quiere decir: “Esto es lo que hay que ver”. En Mar del Plata se escucha mucho porque como el festival se desarrolla en noviembre tiene pinta de resumen de temporada. No me gustan estos consensos. Me parecen caretas y haraganes. Pero la verdad es que nadie está libre de su influencia. Con tipos que ya tienen una filmografía es más sencillo decidir por uno mismo. Voy a ver siempre las últimas películas de Johnnie To, de Albert Serra, de Pedro Costa, de Alain Guiraudie porque son cineastas que admiro, y dejo pasar las de Ulrich Seidl porque me tiene absolutamente sin cuidado. El tema es con los recién venidos. Ahí no hay manera, excepto el azar, de no prestar atención a lo que dicen otros. En el festival de 2016 la película que había que ver era una serbia: All the Cities of the North, de Dane Komljen. Un debut promisorio o de sorprendente madurez. La revelación de un cineasta del que hablaremos en el futuro. Cosas por el estilo, tan de pressbook. Una tarde que no sabía qué ver revisé la grilla y ahí estaba, la película serbia, entre cinco o seis opciones más. Le hice caso al consenso. Fui. No tenía expectativas, así que quién sabe, tal vez lo que quería era que no me gustara, pelear, ser el tipo malo de la cuadra, tomar sólo vino del peor. Pero no pude. Por dos cosas. Primero y principal, porque la película no es un bodrio ni un engaño. Transcurre en un mundo de plenitud poshistórica, lo que entre otras cosas significa que no hay intentos por conseguir que lo perdido persista al menos como perdido, que es lo que hacen los Straub, el último Marker y demás campeones de la melancolía de izquierda. Hay escenas de aislamiento y de contacto, muy pocas palabras, autorreferencialidad, citas de Godard y Simone Weill (lo señala el catálogo, y antes obviamente el material de prensa; lo gracioso es que todos lo repiten como si lo hubieran descubierto), unas ventanas coloridas y unos perros hermosos que se cuidan como se cuidan a veces los personajes, y tienen su mismo tipo de existencia. Está bien. Buen trabajo, señor Komljen. Podemos mirar, escuchar y discutir. Lo demás –esa trama de notas, catálogos, recomendaciones y miedo de quedar afuera o cometer un error flagrantees materia sociológica, que es lo que pasa cuando la fortaleza estética de una película no es suficiente como para incendiar todo lo que quiere pedirle explicaciones. El problema de All the Cities of the North (no es su culpa, seguramente) es la inflación promocional: en aquel 2016 que nos queda ya tan lejos había que verla porque de algún modo terminó girando por el mundo con la etiqueta de película revelación. No digo que no lo haya sido, ni que la historia le niegue un lugar. Digo que quienes lo aseguraban eran poco convincentes. Que se olía el cumplimiento. O para decirlo con las palabras que corresponden: que se notaba la falta de amor. En cuanto a mí, tal vez dentro de unos años caiga en la cuenta de que no fui capaz de ver a tiempo sus méritos, como me pasó tantas veces. Pero es mejor ese riesgo que el de ceder a la opinión autorizada sin estar convencido de que por una vez tiene razón. En El error, César Aira escribe: “Yo siempre me sentí orgulloso de mi lentitud para aprender”.

Quiero una remera con esa frase.

all the ciieties 2

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El otro motivo –lo imagino ahora- por el cual no pude escribir nada sobre All the Cities of the North es mi desapego. Inútil discutir con una película que empecé a olvidar apenas salí del cine. En el festival de 2016 me pasó lo mismo por lo menos otras dos veces. Primero, con La bella durmiente, de Adolfo Arrieta, una versión falsamente ligera del cuento de los Grimm, una película de gente culta hecha para gente culta o con aspiraciones y que piensa que eso es lo máximo a lo que puede aspirar el cine. Después, con Paterson, que tiene el mismo problema que La bella durmiente pero como es más pop parece que le pasara otra cosa. A diferencia de All the Cities of the North, que es ríspida, las películas de Arrieta y de Jarmush son tersas, ligerísimas, banales, reconciliadas con un tipo de elegancia no decadente que las libera de todo aquello que hace del esteticismo enfermo (el de Serra, por ejemplo) algo tan hermoso. No es que estén vacías. Por el contrario: están demasiado llenas. Dicen cosas todo el tiempo. Basta ver cómo Jarmush declara Poesía cada vez que hace un fundido. No es necesario ser un admirador de Fulci o de Stuart Gordon para entender que hay algo podrido en esa delicadeza declamada. Es frecuente leer elogios a estas películas por su carácter amable, como si el cine fuera un modo de la cortesía y bastara con no practicar el moralismo hardcore de Haneke o Von Trier para estar del lado correcto (ay) de las cosas. A fin de cuentas, en comparación con un nazi somos todos buenos y en comparación con Chano todos afinamos. Pero (de nuevo: ay) pobre el cine que necesita de esas varas fáciles para andar seguro. Hay un descubrimiento más interesante que la amabilidad para hacer en una película como Paterson, y es que, en general, al cine no le hacen bien las intenciones poéticas. Ni las grandilocuentes, en el estilo Subiela, que cuentan ya con una tradición de repudio y son por eso blanco fácil, ni estas otras, tan de medio tono, con las que es más difícil meterse porque, claro, son las que miman nuestra sensibilidad. Jarmush hizo buenas películas, tiene un gran peinado, le gusta el rock. Es un tipo querible. Y muy inteligente. La idea de que la poesía es parte de la vida cotidiana, que pertenece al pueblo, que está en un chofer de colectivo, en una nena, en un tipo que hace rap mientras lava la ropa y puede que hasta en una mina medio boluda que pinta todo de negro y blanco, esa idea, tan de a pie, es una idea hermosa, muy característica de la tradición estadounidense, además, que supo afirmarse como plebeya frente a los nobles europeos, y que merece todo el respeto del mundo, y que además nos pertenece. Pero esos fundidos, en los que habría que sentir la respiración de los versos o vaya uno a saber qué otra banalidad, reclaman un lugar entre lo peor de su filmografía, y puede que no solo un lugar sino el premio mayor. No jodamos. Jarmush no es un poeta. Poetas son Verhoeven y Tarantino, que seguro piensan que la poesía es una mariconada. Y poeta es, por supuesto, Sylvester Stallone. Qué duda cabe. Hay mucha más poesía en Creed que en Paterson, por traer a la memoria otra película muy estadounidense, también cercana al pueblo. Stallone no necesita esos fundidos: le basta un sombrero, la pronunciación de la palabra “Adrian”, su columna y su boca torcida para sostener el edificio mítico de su personaje y ponerlo otra vez en funcionamiento. Rocky tiene un bar pero no está en el salón más que para charlar con el hijo de Apolo y explicar algo sobre las fotos que adornan las paredes. Su lugar es la cocina o la calle en la que estaciona la camioneta para descargar cebollas. Unas acciones que Jarmush puede decir pero no puede hacer y unos espacios a los que puede aludir pero no puede habitar. La diferencia es enorme. Jarmush hace esfuerzos denodados para ser leve e incluye un comentario sobre el carácter intraducible de la poesía, algo que se puede encontrar en libros, en papers y en un diálogo de Nostalgia. Stallone no debe haber escuchado nunca hablar de eso pero lo sabe mejor que muchos. Basta ver cómo se balancea en el camarín con su pupilo, como un coreuta o un hechicero. Ninguna bibliografía contiene esos segundos gloriosos. Existen solo en el cine, y permanecen ajenos a quienes necesitan que el cine acredite su valor en barrios buenos. A ellos, Gombrowicz les dice en su Diario: ¡Desgraciados! ¡A ustedes ya nadie los quiere! ¡Nadie los ama! ¡No excitan a nadie! A ustedes sólo se los respeta y nada más”.

Quiero una bandera con esos gritos.

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