“La verdadera causa fue que al dormir esa vez tuve un sueño, extenso, complicado, maravilloso. Estos adjetivos, el último en particular, son lo único que me quedó del sueño, porque su argumento y sus imágenes las había olvidado al despertarme. Solo tenía, y seguí teniendo durante un tiempo, esa sensación que me exaltaba, de invención y aventura, gratuitas pero por ello tanto más libres y poéticas, más parecidas a la vida”
César Aira, El mármol
Las novelas de Aira están llenas de momentos autorreferenciales como este que utilicé como epígrafe y que funcionan perfectamente como descripción de su literatura. La gran virtud que encuentro en este fragmento de El mármol es que reúne dos sustantivos (invención y aventura) y un adjetivo (gratuitas) que no me parece exagerado considerar la clave obvia y feliz de la literatura de Aira. De alguna manera todo está contenido ahí: libertad, delirio, capricho, absurdo, sueño, misterio, humor, poesía: el repertorio de elogios o condenas que se reitera siempre que el nombre de Aira aparece en una conversación. Porque claro, hay una guerra acá, y nos está invitando. De un lado, los que cortamos cabezas (de termo) por el genio de Pringles. Del otro, a los que la literatura, bien gracias.
Aira es un tipo tranquilo, que cultiva el perfil bajo y del que no circulan historias de extravagancia no literaria. Pero no hay que ser especialmente despierto para entender que es también un polemista, como cualquier persona dedicada con tanto amor a una tarea. Sus posiciones se pueden encontrar en las notas que publicó en distintos medios durante años (la más conocida es seguramente “Novela argentina: nada más que una idea”, publicada en 1981 en Vigencia, en la que se encarga de Respiración artificial), en las entradas de su Diccionario de autores latinoamericanos, que sirve además para entender que la elección de lo que se escribe es necesariamente más exclusiva que la elección de lo que se lee (Aira admira a escritores no aireanos, como es lógico), y obviamente en sus ensayos. En “Sobre el arte contemporáneo”, por ejemplo, Aira opone un conjunto de funciones parasitarias de la literatura -explicar, interpretar, opinar, instruir, comunicar- a un verbo único e intransitivo: escribir. De un lado, “la cháchara de los sabelotodos”. Del otro, “los juegos de la inteligencia y la invención”. Esta distinción -presente también en entrevistas- es la más clara en lo que hace a su manera de pensar la literatura y puede funcionar para establecer los extremos entre los que se mueve todo, porque lógicamente es posible encontrar zonas de contaminación, transitividad sin cháchara, juegos sin inteligencia, y el etcétera obligado. Pero en Aira hay una vuelta más, la decisiva, que no solo atañe al tipo de literatura que hace sino al diagrama conceptual en el que la literatura se desenvuelve. Los juegos de Aira son “guignol vanguardista para adultos”, como escribe en El volante, y virus capaces de infectar los fundamentos filosóficos de Occidente. Dice en Varamo:
“En el continuo de la realidad del mundo, en alguna época remotísima, se estableció una heterogeneidad radical entre dos cosas cualesquiera. Una especie de diferencia tan irreductible que no hubo ningún concepto que abarcara las dos cosas. Ningún término, salvo el Ser.”
Las novelas de Aira consisten, en buena medida, en la invención de vínculos que permiten poner en relación “la heterogeneidad radical entre dos cosas cualesquiera”. Pero esa invención no es el Ser. Es la literatura. Aira le quita al mundo sus veleidades ontológicas. No solo juega de esta u otra manera: juega a otra cosa. Por supuesto, como la viña del Señor abunda en sabelotodos, y no hay nada que por grande esté libre de su cháchara, acá y allá se oye que en sus libros Aira cae en las funciones que rechaza en “Sobre el arte contemporáneo”, y que no podría no hacerlo porque todo es comunicativo, o moral, o político, y que cómo puede ser que en Las abejas el narrador se sorprenda de la falta de signos de la primavera y dos páginas después diga que es 21 de junio, y que la ideología, y en fin, eso de siempre: hay una mancha en la pared de la que cuelga un Cézanne. Pero más allá del ruido blanco, lo cierto es que nadie llevó tan lejos la autonomía de la escritura literaria como Aira. Se escribe para escribir. De ahí que se trate de una actividad gratuita, que solo pueda ser comparada con el juego y que por eso tenga al mismo tiempo algo adulto e infantil. Para un escritor moderno, de hecho, la infancia es una estética, tal como explica Aira brillantemente en el relato A brick wall:
Un adulto ve un pájaro volando, y su mente al punto dice «pájaro». El niño en cambio ve algo que no sólo no tiene nombre sino que ni siquiera es una cosa sin nombre: es (y aun este verbo habría que usarlo con cautela) un continuo sin límites que participa del aire, de los árboles, de la hora, del movimiento, de la temperatura, de la voz de su madre, del color del cielo, de casi todo. Y lo mismo con todas las cosas y hechos, es decir, con lo que nosotros llamamos cosas y hechos. Es casi un programa artístico, o algo así como el modelo o matriz de todo programa artístico. Más aún: el pensamiento, cuando se esfuerza por investigar sus raíces, puede estar tratando, aun sin saberlo, de volver a su inexistencia, o al menos tratando de desarmar las piezas que lo componen para ver qué riqueza hay detrás.
Esto le daría un sentido distinto a la nostalgia de los “verdes paraísos” de la infancia: no sería tanto (o no sería en absoluto) añoranza de una inocente naturalidad, sino de una vida intelectual incomparablemente más rica, más sutil, más evolucionada.
Las otras dos palabras del epígrafe de El mármol -invención y aventura- le dan forma al universo. Las novelas de Aira son en general cortas -de ahí la idea de novelitas, que el mismo autor maneja- pero es increíble todo lo que pasa en ellas. El efecto de proliferación infinita que producen se debe a una cuestión al mismo tiempo cuantitativa y cualitativa. Cuantitativa porque, claro, las cosas que suceden son muchas. Cualitativa, porque la relación entre una y otra no existe más que en las páginas del libro, no solo por cuestiones que atañen al realismo sino porque la literatura no cuenta con territorios que puedan alojar el rosario de peripecias que Aira hilvana con su razón demente. Una cosa es pasar del abordaje de un barco a una pelea de espadas en los mares del sur o de un gusano gigante a una ciudad de humo en un planeta desconocido. Otra, de la búsqueda de una estatua que late al descubrimiento de un portal que comunica un supermercado chino con el cosmos, en el barrio de Flores. Buena parte del encanto de las novelas de Aira está en los modos en los que pasan de un punto a otro, hasta que las líneas que los unen se vuelven locas, o dibujan figuras mutantes, o piden ayuda a la palabra abstracción. Aira es un maestro de las transiciones, que en sus libros combinan dos atributos difíciles de reunir: la prosa las vuelve fluidas (aun cuando el pasaje sea repentino, o como se dice: un volantazo) y la imaginación, alocadas. “El disparate puede hacer de puente entre heterogéneos”, escribe en La fuente, y deja en evidencia uno de los procedimientos que le permiten hilar los episodios que sus novelas inventan como si no hubiera fin para la imaginación y el capricho. Algunos escritores evitan los lugares comunes haciendo desaparecer los episodios. Aira, multiplicándolos hasta el infinito. La costurera y el viento empieza así: “En las últimas semanas, ya desde antes de venir a París, he estado buscando un argumento para la novela que quiero escribir: una novela de aventuras, sucesiva, llena de prodigios e invenciones”. Eso es El vestido rosa, eso es El santo, eso es El sueño, eso es Cómo me hice monja. Todo se desliza y salta en la literatura de Aira. Más que a la de Piglia, como dice el clásico, es contraria a la de Saer, que empasta todo. Su emblema es la liebre de La liebre, que muta de sentido durante la novela: es el animal que persigue el sobrino de Darwin, una joya, una marca de nacimiento en el culo de un acuarelista porteño, la realidad inapresable y sobre todo la literatura misma, ligera y evasiva. Las últimas páginas, en Sierra de la Ventana, son puro vértigo. Una revelación detrás de otra y la idea misma de revelación desaparece. Es lo mismo que pasa en La historia de Palm Beach, de Preston Sturges, que resuelve la comedia a los apurones, sacando gemelos de la galera. Aira hace literatura screwball.

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De las (no muy numerosas) apariciones del cine en la literatura de Aira, las más evidentes están en el relato A brick wall, que dedica unos cuantos párrafos a Intriga internacional y a El pueblo de los malditos, y en la novela Festival, que Aira escribió después de ser jurado en el Bafici y que el mismo Bafici editó al año siguiente. Ahí, un cineasta belga definido una vez como “el Antonioni del espacio exterior” (título de una de sus películas: Bulimia y anorexia en el Planeta de los Lagartos) deambula con su madre por las sedes de un festival de cine independiente en el que los espectadores ríen solo afuera de las salas, un club de fans de los videojuegos produce el enojo de una ultraseria ensayista académica y un crítico aguafiestas firma sus notas como Pepito Heliotropo. Después, hay referencias acá y allá. En La confesión, Eisenstein aparece en México viendo a una joven que pasea con correa a un armadillo. En La costurera y el viento, el holograma de la princesa de Star Wars sirve como símil para el recuerdo, definido como “miniatura lumínica”. En La cena, la invasión de zombis en Pringles reitera los tópicos de las historias fundadas por George Romero. En Fragmentos de un diario en los Alpes, Chaplin aparece como el hombre providencial que convierte al cine en arte. En Prins, un diario anuncia el estreno de la King Kong de Cooper y Schoedsack. En Yo era una chica moderna, alguien realiza películas al revés: las hace de oscuridad y las proyecta en la luz. Pero más allá de estos y otros ejemplos, el libro de Aira en el que el cine tiene más importancia es Las conversaciones. La novelita trata de un hombre que dejó de trabajar porque ya está cubierto y que para entretenerse rememora en las noches las conversaciones que mantuvo durante el día con sus amigos “cultos”, como él mismo los define. Aira -un erudito sin copete, un verdadero lector- aprovecha la ingenua petulancia de su personaje para deslizar algunas ironías, que seguramente lo incluyen. Basta leer estas frases:
“Tengo la suerte de haber creado a mi alrededor, a lo largo de mi vida, un círculo de amigos de categoría. Sin ser propiamente un intelectual, siempre tuve gustos o intereses relacionados con la cultura: esos gustos se tradujeron en un acercamiento a personalidades descollantes en las artes, las humanidades o las ciencias (…) Nuestras conversaciones mantienen parejo un alto nivel. El chisme, el fútbol, los problemas de salud o la comida no tienen lugar en la charla, que se desliza más bien por carriles de historia o filosofía. De modo que mi rememoración nocturna tiene un rico alimento en el que hincar el diente”.
La novela se mueve (mucho) alrededor de una charla sobre una película de Hollywood que el narrador y su amigo vieron fragmentariamente la noche anterior a su encuentro. Las idas y venidas por su argumento, las especulaciones en torno de su desarrollo y su lógica (si es que la tiene) le sirven a Aira para jugar con ligereza el juego de la teoría e insistir una vez más, y en esa ocasión abundantemente, sobre la idea de verosimilización, una palabra que aparece en varios de sus libros y que a Hitchcock -el cineasta preferido de Aira, como dice en A brick wall– le habría gustado por lo que tiene de culto a la ficción misma. Frente a la concepción estática de la verosimilitud, que es la que Hitch deploraba, y de la que se burla abundantemente en su libro con Truffaut, la literatura de Aira propone una concepción dinámica, capaz de superar cualquier tropiezo con un salto de invención.

Justamente, Las conversaciones comienza con un error que el narrador encuentra en la película: hay un pastor ucraniano que tiene en su muñeca un Rolex. No hay manera de justificar ese encuentro: un hombre alejado de las urbes, dedicado a la trashumancia, debería establecer el tiempo por medios naturales, no artificiales, y menos que menos con un objeto en el que el lujo excede largamente a la función. En La fiesta inolvidable -tal vez de ahí viene la idea- Peter Sellers comete un error similar como parte de la serie de torpezas que llevan al desastre el rodaje en el que participa como actor: deja en primer plano un reloj inaceptable, por anacrónico, en la historia. Si Aira -ese Sr. Bakshi de la literatura- hubiese dirigido la película, en lugar de enmendar el error de manera convencional lo habría aprovechado para inventar un episodio que lo justifique. Un genio desconocido, un viajero en el tiempo, un capricho subatómico, una intervención divina. El amigo del narrador llama a esto “verosimilitud de emergencia”: hay que resolver el problema de algún modo, ya mismo, con la premura de los marcadores centrales o los bomberos. Es un poco el juego de Trans-Europ-Express, la película de Robbe-Grillet, en la que, mientras viajan en tren, una mujer y dos hombres piensan el guión de una película a partir de la siguiente situación: un tipo debe ir a buscar cocaína a Amberes para traerla a París. La invención de la trama exige acciones y motivos. ¿Por qué una mujer le roba la valija? Porque es de la banda rival. ¿Pero si es de la banda rival no debería saber que en el viaje de ida no lleva droga? Entonces porque es cleptómana. ¿Por qué no le dice a sus superiores que puso sobre aviso a un policía sin querer? Porque como es nuevo en la organización teme que no le crean. ¿Por qué vuelve? Por tal cosa. ¿Y con la escena anterior, que contradice esta que acabamos de inventar, qué hacemos? La sacamos. En lugar de filmar la historia que resulta de este conjunto de problemas, soluciones y ajustes, Robbe-Grillet filma las operaciones que la hacen posible, las ideas descartadas, las correcciones y las borraduras. La de Trans-Europ-Express es la puesta en escena dinámica -todo se elabora en un tren, lo que enfatiza el movimiento- de una verosimilitud que se adivina estática: si la historia se terminara, todo encajaría según criterios acordes al estilo y al género (de hecho, al final, un episodio aparece en un diario, lo que permite pensar que la ficción invadió el mundo y después se hizo noticia). La de Aira es la puesta en escena estática -todo lo que leemos es el repaso de la conversación que el narrador hace en la cama- de una verosimilitud dinámica, que es toda su literatura¹. El mejor ejemplo que Aira haya ofrecido de este concepto está en este párrafo genial de En La Habana, un texto que empieza con la visita a la casa de Lezama Lima, amenaza con convertirse en crónica de viaje y se dispara luego para un montón de lados:
«Supongamos un personaje de novela, un fugitivo, que atraviesa alguna porción del territorio de Cuba y llega a una casa aislada (una casa señorial, de ingenio o plantación, para hacer verosímil que sirvan la comida en una rica vajilla pintada), donde le dan hospitalidad, parte importante de la cual es la alimentación. Acabado el primer plato, le piden amablemente que cuente su historia. La verdadera no puede contarla, porque es algún asunto criminal, y como el sujeto no tiene imaginación «cuenta» lo que está viendo en el plato vacío, es decir improvisa una historia a partir de la escena que ve pintada en el fondo del plato. Resulta bastante apasionante, por inesperado y exótico (hay que pensar que las pinturas de esos platos no son muy realistas, y hasta suelen ser chinas), los anfitriones, ansiosos, preguntan cómo sigue. Pero ya le han servido el segundo plato, y como el narrador se precipita sobre él, hambriento como está, contienen la curiosidad y le dan tiempo para alimentarse. Al desaparecer la comida aparece otra escena pintada en el fondo del plato, e inspirándose en ella el huésped continúa el relato. Por supuesto, al hacer pasar el cuento por hechos vividos, le es preciso mantener el verosímil, y para ello hay que conducir los hilos de la trama resultante de la escena del plato Uno a los de la escena del plato Dos, que pueden no tener nada que ver una con la otra, por ejemplo pueden saltar de la pastoral Luis XV al cotilleo intelectual de la Dinastía Tang, o al catálogo botánico, y todo eso hay que adaptarlo al realismo autobiográfico. La historia se hace interesante de verdad. Lo que no han logrado los novelistas contemporáneos de este fugitivo, él lo consigue con un elegante automatismo, y de paso se alimenta, que buena falta le hace. “¿Algo más? ¿Un ala de pollo que sobró del almuerzo?” “Sí, por favor”. A ver si encuentra el final a la maraña que se le ha hecho el argumento. “¿Postre?” “No le voy a decir que no, señora” Las aventuras siguen. “¿Café?” “¿Y a usted qué le parece?” En el pocillo asoma el sol del desenlace, que no es otro que la casa donde se encuentra. Justo en ese momento cae la policía. El fugitivo, reanimado por el alimento, salta sobre la mesa, les arroja a sus perseguidores lo que tiene a mano (la vajilla), se resiste como un demonio, se escabulle por una ventana, y la aventura sigue en los campos y los montes. En el piso del comedor han quedado los platos rotos, y si uno de los niños de la casa trata de armarlos como un rompecabezas, se equivoca y se forman escenas nuevas, compuestas, que cuentan otras historias».

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Pero claro, el interés de Las conversaciones no está solo en sus especulaciones teóricas sino en su prosa rítmica, en su humor, en la manera llana en la que se desenvuelven los párrafos. La escritura de Aira es siempre nítida, con inflexiones coloquiales y sintaxis desenrulada. No escribe “como fuere”: escribe “como sea”. No se enreda en perífrasis: si tiene que repetir, repite. La hipercorrección gramatical y el floreo estilístico le son ajenos. Cuando la prosa vuela, a menudo hay parodia (de las prosas que vuelan, claro): “las irisadas libélulas del ideal” de La confesión, el “gran teléfono impalpable hecho de rocío y arcoiris” de El volante, la “concha nacarada de la alucinación” de El llanto, el “chicoteo de las guirnaldas funestas” de El bautismo, la “orgullosa codorniz de mi curiosidad” de El juego de los mundos, las orlas fosforescentes que “se recortaban en lo negro como guirnaldas flotando en el abismo” de Un filósofo. Pero cuando vuela mucho, cuando estas imágenes se enlazan unas con otras durante párrafos y páginas, la parodia se deshace en sí misma y libera lo que parecía imposible: eso que llamamos poesía. Aira lleva la literatura a niveles de pureza sin hacer literatura (como decía Borges que ocurría en el Martín Fierro) o haciendo demasiada, ordeñando el desastre hasta ganarse el cielo por el camino del pecado, como Mario Bava o Daniel Guebel, el único escritor argentino que se animó a seguir el camino de Aira. Un ejemplo entre decenas, de Las abejas:
Aquello no tenía fin ni principio, ni era la orla o el borde de otra cosa, al contrario, todas las cosas de la noche estaban en los átomos. Bastaba con pensarlas: un mobiliario de azufres lentos, carboníferos, mesitas de luz, cómodas, alfombras, potros de tormento, escaleras, divanes, enaguas. Todo se transformaba en una zarza puntillista de fósforo, y ésta se hacía una línea que ondulaba suave y terrible de un extremo al otro de las antípodas del cielo y rompía en espumas luctuosas que ponían en acción imanes titánicos y todo se volvía sobre sí mismo. ¡Curvas sagradas del continuo! ¡Todo cerca y todo lejos! ¡Todo contiguo! La música seguía y seguía. El tirabuzón arrancaba corchos de noches antiguas y las envolvía unas con otras.
Y uno más, de Las conversaciones, ya que es el libro que funciona en este texto como hilo conductor:
Todo estaba hecho de palabras, y las palabras habían hecho su trabajo. Hasta podía decir que lo habían hecho bien. Se habían elevado en un enjambre confuso y habían girado en espirales, cada vez más alto, entrechocándose y separándose, insectos de oro, mensajeras de la amistad y del saber, más alto, más alto, hasta las zonas del cielo donde el día se volvía noche y la realidad sueño, palabras Reinas en su vuelo nupcial, siempre más alto, hasta consumar sus bodas al fin en la cima del mundo.
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Durante buena parte de Las conversaciones, los personajes -esos pobres y finos hombres de cultura- declaran su desprecio o interés vicario por la película de la que hablan. Es un “espectáculo barato”, un “pasatiempo funcional apenas al relajamiento vespertino”, algo “ridículo” y “sin sustancia”. En el final, sin embargo, terminan por aceptar que les gustó eso que vieron sin atención, sin volumen, entrecortado por el zapping o distintas actividades hogareñas, desde ir al baño hasta atender el teléfono. En un momento, el narrador reconoce: “Yo estaba más preparado para explicarle cómo había hecho Kant para escribir sus tres Críticas que para decirle cómo se hacía una película de aventuras”. Hay mucho para aprender de esta frase en apariencia tan sencilla, pero que dice mucho del vínculo del escritor con sus materiales. Martín Kohan escribió su primera novela, La pérdida de Laura (cuac), para confirmar su ilustrada certeza: una cosa es la literatura y otra la televisión, una cosa es Martín Kohan -un tipo sensible, interesado en temas importantes- y otra los pobres alienados que miran a Olmedo. Aira no descree de la distinción entre alta cultura y cultura de masas -cómo lo haría, si vive en este mundo- pero en sus libros descarga su ironía más sobre la primera que sobre la segunda, por la sencilla razón de que es un escritor, no un pedagogo, y conoce bien su Borges, que se pasó la vida imaginando argumentos en honor de los bárbaros que despreciaba. Uno de los momentos autorreferenciales más hermosos de Aira es este de El error, en el que mientras habla pestes de la literatura de masas describe con precisión (si dejamos de lado el melodrama) lo que él mismo hace:
“Las novelas halagaban, con grosera demagogia, el gusto popular por el melodrama; abundaban en peripecias asombrosas, sorpresas, coincidencias, revelaciones, en todo lo imposible hecho posible por la magia de la literatura barata y sin escrúpulos de calidad”.
Aira hace literatura con lo que aprendió en las vanguardias y en la cultura de masas. Su matriz es Raymond Roussel y las historietas de Superman, en las que para poner en peligro a una criatura con tantos poderes los autores tenían que exprimir la imaginación más que en ningún lado. En uno, Aira encuentra el poder del procedimiento (la pregunta de Roussel es cómo escribí mis libros, no por qué). En las otras, la invención delirante. Esta combinación -que solo podría sorprender a los que hicieron de las vanguardias un academicismo y de la modernidad un modo de la castración- le da fuerza y movimiento a su literatura. El mundo de Aira es un premio para quienes pueden pensar en el juego como el modelo de cualquier aventura intelectual y en el naipe como el material más noble para un castillo. El rigor, la mesura, el equilibro, el compromiso entendido como renuncia a la imaginación y las otras momias que se agitan todavía quedan para los demás. Lo suyo es la invención desbocada. La constelación delivery de Las noches de Flores. El transformador cóncavo-convexo de Prins. Los gusanos que destruyen la hoja de té a distancia de El volante. Del desprecio por esta admirable virtud nacen las conocidas resistencias a su literatura, el reclamo de seriedad u orden, de algo que haga evidente que hay un trabajo más profundo que el de la seguidilla de hojas escritas en un café. Ya que no un tema de interés sociológico, por lo menos una frecuencia, alguna simetría. Esas cosas propias de la respetabilidad, no del arte. Las conversaciones empieza con un error entendido de acuerdo con un criterio de verosimilitud estático y se desenvuelve a partir de ahí. En lugar de quitarle el Rolex al pastor, la historia suma un accidente aéreo, un concurso de belleza bolchevique, escenarios de James Bond, retroalgas, agua deshidratante, balas de exofósforo. Aira no necesita pulir y pulir un argumento. Puede inventar sin fin. Triunfa saltando hacia adelante. Hace literatura maoísta.
***
Notas
¹ Por su parte, Apiuchatpong Weerasethakul ensaya en Misterious Object at Noon la puesta en escena dinámica de una verosimilitud dinámica. Un equipo de filmación pone a funcionar una historia y luego recorre las aldeas de Tailandia pidiéndoles a distintas personas -niños, jóvenes, adultos, mujeres, varones- que la continúen, lo que da lugar a escenas de relato oral, relato en lenguaje de señas y hasta ópera. “Mi historia no es muy coherente”, dice en algún momento un pibe. Pero la incoherencia, si es que existe y se le presta atención, la debe salvar el narrador que viene, y así hasta el final, en el que un grupo de chicos (en la escuela, pero no en clase) aprieta el acelerador y mete tigres y extraterrestres. La película termina con una secuencia de juegos (pelota, chapoteo, autitos) porque eso es. Apichatpong, aireano.
Hola, José.
No me explico cómo se pueda amar a la literatura en general y no rendirse ante Aira en particular. Pero es algo que me pasa mucho. Están los que darían la vida por la clase obrera y si ven a un cabecita cruzan de vereda; o los que aman a la humanidad y no soportan a la gente. Qué sé yo… Es algo que me pasa mucho no comprender, quise decir. También puede ser que se rindan ante otros, claro. Así que las comparaciones quizá no sean tan adecuadas. Es que Aira me parece la personificación de la literatura. O, bueno, su obra.
Uno, una, escribe estos comentarios para discutir. Hoy escribo para estar de acuerdo. Al principio, lo que me fascinaba de Aira era esa capacidad portentosa que describís para abrir un río infinito de palabras y de peripecias. Algo que no vi nunca, así, sin fin, tan desatado y tan preciso, o mágico, en cada momento. Ni en Lamborghini, ¿no? Ahora, sin embargo, me pega casi con la misma potencia y hasta me conmueve más eso otro que también decís: el momento en que cae la parodia y aparece la poesía. Y cuando pasa eso, no hay nada de ironía, ni de superioridad, ni nada. De repente, es poesía del modo más puro, menos seguro, más expuesto. Como cualquiera, en fin, solo que muy bien. Qué maravilla. Qué placer.
De cine, no diré nada.
¡Estate bien! Que todo está mal.
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Hola, Carla.
Hace unos años, cuando todavía no me había ganado la pasión, leí en una entrevista que Aira decía sobre una novela editada en aquel tiempo, de nombre «La última de César Aira», que todo bien, pero que a diferencia de las suyas estaba escrita en prosa. Años después entendí que no era solo una humorada. ¡La de emociones poéticas que nos ha regalado este buen hombre! Ni Lamborghini, por supuesto.
Es fácil amar las abstracciones. Yo me quedo con los que aman, como pueden, las cosas concretas. Yo me quedo con Pialat.
Pero no digo nada de cine, así te sigo el baile.
¡Estate bien! Que todo puede ir peor.
Te mando un abrazo.
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