Fuente: Free women, free men (publicado en español como Feminismo pasado y presente)
Las personas del norte de Estados Unidos, como yo, modelamos nuestros convencionalismos sobre el sur del país con impresiones refractadas desde el arte y los medios, necesariamente semificticias y poco fiables. ¡Pero también lo fueron las heroicas escapadas en las que Homero basó la Ilíada y la Odisea! Así que permítanme hacer una crónica de los grandes momentos de mi formación sureña. La primera estrella de cine de la que me enamoré a primera vista —y que me convirtió en una devota pagana del cine de Hollywood— fue Ava Gardner en el papel de la cantante mulata Julie en la película Magnolia (Show boat, George Sidney) que vi a los cuatro años en 1951, recién estrenada. La personalidad magnética de Ava llenaba la pantalla de cine en las primeras escenas, situadas en un muelle de Natchez, donde cantaba «No puedo evitar amar a este hombre mío». Muchos años después supe que Ava era una chica de pueblo, de Smithfield, Carolina del Norte, donde de pequeña correteaba descalza por la pequeña granja de tabaco que su padre luchaba por mantener. La más joven de siete hermanos, tenía sangre escocesa, irlandesa, francesa hugonote y de los indios tuscarora. Cuando llegó a Hollywood, su acento de campesina sureña era tan marcado y difícil de entender que la metieron en un cursillo intensivo de oratoria. Ava era un espíritu libre, una mujer indómita con un nivel de energía sobrehumano. A su primer marido, Mickey Rooney, le noqueó al tirarle un cenicero de mármol a la cabeza. Los amigos de su tercer marido, Frank Sinatra, al que le partió el corazón, decían que Ava fue la única mujer a la que el arrogante Sinatra no logró domesticar. Demostraba su desprecio campesino por las convenciones sociales al quitarse siempre los zapatos en los lugares públicos, algo nunca visto en aquel entonces. Esa costumbre sin duda influyó en la elección del título de una de sus mejores películas, La condesa descalza (Joseph L. Mankiewicz, 1954) Durante toda su carrera, la mejor amiga de Ava fue Reenie Jordan, una mujer afroamericana que empezó siendo su doncella y acabó convertida en su inseparable asistente personal y compañera de viaje, incluso en los años de expatriación de Ava en Madrid y en Londres. Reenie, que murió en 2014 a los noventa y dos años, escribió un cariñoso libro de memorias titulado Viviendo con la señorita G, donde cuenta cómo Ava la defendía ferozmente contra el racismo en los países que visitaban. En este sentido, Ava Gardner fue un admirable modelo de mujer, porque no se limitó a defender una mentalidad progresista, sino que la puso en práctica.
La siguiente mujer sureña que me produjo una impresión tremenda fue Tallulah Bankhead, cuya aparición en 1957 en el programa The Lucy-Desi Comedy Hour era tan impactante que el aparato de televisión parecía a punto de estallar. En la década de 1950, en pleno apogeo del conformismo, cuando las jóvenes estadounidenses debían convertirse en dóciles esposas y amas de casa, la señorial e intrépida Tallulah parecía abrir una ventana a una coordenada espaciotemporal radicalmente distinta. Llevaba consigo el irreprimible destello y la audaz desvergüenza de la década flapper de 1920, cuando ella arrasaba en los teatros de Nueva York y Londres. Tallulah nació en una familia pudiente y bien considerada en Huntsville, Alabama. Al morir muy pronto su madre, una clásica belleza sureña, Tallulah empezó a pasar largas temporadas con su familia de Montgomery, donde se hizo buena amiga de otra sureña famosa e independiente, Zelda Sayre, que tras casarse con el novelista F. Scott Fitzgerald se convertiría en el símbolo de lo que se dio en llamar «los locos años veinte». El padre de Tallulah, William Brockman Bankhead, fue un político de Alabama que llegó a ser el presidente del congreso de Estados Unidos. Su abuelo, John Hollis Bankhead, fue senador tras haber sido terrateniente sureño y capitán de la Infantería de Alabama durante la guerra civil estadounidense. Con su mordacidad deslenguada, su extravagancia y sus costumbres libertinas, Tallulah había sido el nuevo arquetipo de mujer emancipada, con el voto femenino instaurado en Estados Unidos desde 1920. Pero tras la Segunda Guerra Mundial, ese estilo intrépido y audaz había desaparecido por completo. Con su grandilocuencia, su acento de niña rica de Alabama y su inconfundible voz gutural, Tallulah acabaría interpretando una versión satírica de sí misma en las tertulias televisivas de la década de 1950, convertida en un ídolo de miles de hombres homosexuales y con una corte de mujeres que pretendían imitarla.
En aquellos años mi familia y yo, que vivíamos en Siracusa, Nueva York, empezamos a fijarnos en las mujeres sureñas que competían en el concurso «Miss América», por aquel entonces un evento anual televisado con cobertura nacional, todo un acontecimiento. Desde el momento en que subían al escenario, las concursantes sureñas desprendían una electricidad de alto voltaje y un carisma deslumbrante que las hacía inmediatamente reconocibles. ¿Qué tienen las mujeres sureñas?, nos preguntábamos. De hecho, entre 1951 y1964, cuando terminé el instituto, la corona de «Miss América» la ganaron repetidamente las concursantes sureñas: Miss Alabama, Miss Georgia, Miss Carolina del Sur, Miss Mississipi (consecutivamente en 1959 y en 1960), Miss Carolina del Norte, Miss Arkansas. Si ese ritmo de éxitos disminuyó en los siguientes años, seguramente se deba a que las otras concursantes analizaron la fórmula secreta y empezaron a imitar ese estilo radiante de autopresentación, que sigue imperando en los concursos de belleza influidos por «Miss América» en todo el mundo.
Siendo yo quinceañera, vi cuatro veces seguidas una reposición de Lo que el viento se llevó (Victor Fleming) que se había estrenado en 1939. Y compré la novela de Margaret Mitchell, un libro de 862 páginas en tapa blanda (que entonces costaba noventa y cinco centavos) que todavía conservo, aunque las páginas han amarilleado considerablemente. A medida que pasaban las décadas, fui descubriendo que tanto el libro como la película eran deficientes, que ofrecían un retrato maquillado de la atrocidad de la esclavitud y que ocultaban las verdaderas reacciones y experiencias de los afroamericanos durante ese periodo. Sin embargo, hay pequeños detalles concretos sobre la vida de las plantaciones en el norte de Georgia en el siglo XIX que han demostrado ser sorprendentemente exactos. Y la novela no blanquea la situación del todo. Por ejemplo, en la escena inicial en Tara, los apuestos y atléticos gemelos Tarleton acaban de ser expulsados de la universidad de Georgia, «la cuarta universidad que los ha echado en dos años». Mitchell dice: «Stuart y Brent se tomaron esta última expulsión como una broma magnífica y a Scarlett, que no había vuelto a abrir un libro por voluntad propia desde que acabó la academia femenina de Fayetteville el año anterior, le hizo tanta gracia como a ellos». Estas son palabras fuertes y condenatorias que provienen de la autora invisible.
Hubo otras películas favoritas de las que también saqué nociones meridionales: las implacables y despiadadas bellezas sureñas interpretadas por Bette Davis. Con su Jezabel (William Wyler) ganó un Oscar en 1938 y es inolvidable como Regina Giddens en La loba (The little foxes, 1941) basada en una obra de Lillian Hellman, papel estrenado por Tallulah Bankhead en la primera versión teatral en Broadway. Bette Davis era una yanqui nacida y criada en Massachusetts, pero Miriam Hopkins, su antagonista en la comedia Vieja amistad (Old acquaintance, Vincent Sherman) de 1943, era una beldad sureña de la vida real, nacida en Savannah, Georgia y criada cerca de la frontera con Alabama. Y recordemos una importación británica, Elizabeth Taylor, en el papel de una refinada chica de Virginia que sufre un choque cultural cuando se casa con un ranchero de Texas en Gigante, basado en una conocida novela de Edna Ferber. Y Elizabeth Taylor también como La gata sobre el tejado de zinc (Richard Brooks, 1958) de Tennessee Williams, oriundo de Mississippi y que situó la obra en una plantación en la desembocadura del río Mississippi. O Elizabeth Taylor de nuevo en De repente el último verano (Joseph L. Mankiewicz, 1959) como la sufridora Catherine amenazada por una formidable «magnolia de acero», la imperiosa matriarca de Nueva Orleans Violet Venable, interpretada por Katharine Hepburn e inspirada en la autoritaria madre sureña de Williams. Una versión trágicamente más frágil de la belleza sureña es la Blanche DuBois de Un tranvía llamado Deseo, también de Tennessee Williams, donde el crudo realismo de la escena callejera de Nueva Orleans contrasta con los recuerdos bucólicos de la decadente familia de Blanche en su finca de Laurel, Mississippi, llamada «Belle Reve», cuyo significado literal de bello sueño representa las ilusiones y los engaños del sur tradicional de Estados Unidos.
Sin embargo, mi mayor sorpresa fue conocer en persona a una señora sureña de la vieja escuela, Ellen Graham, la brillante editora jefe de Yale University Press, que descubrió mi trabajo hace treinta años e hizo posible toda mi carrera profesional. Fue ella quien se arriesgó con un manuscrito extravagante y disidente de mil quinientas páginas llamado Sexual Personae, que había sido rechazado por siete editores y cinco agentes. Ellen, que murió hace ocho años, nació en 1921 aquí en Oxford, donde vivió durante nueve años hasta que su padre, el notable folklorista Arthur Palmer Hudson, se trasladó a Carolina del Norte para dar clases en la universidad de Chapel Hill. Ambas ramas de la familia de Ellen eran de Mississippi. Su abuelo materno, William McNulty Noah, fue alcalde de Kosciusko y fundó y editó el periódico Herald, que todavía se publica como el Star-Herald de esa ciudad. En la década de 1920 los padres de Ellen eran amigos de William Faulkner, cuyo biógrafo asegura que la madre de Ellen, Grace, pasó a máquina al menos dos de los manuscritos de Faulkner y anunció que eran «¡Una birria!». La larga historia de mi angustiado y a veces desesperado toma y daca con Ellen Graham durante los años que duró el proceso de preparación editorial de Sexual Personae requeriría otro libro, pero permítanme decir esto: ¡No hay nadie más fuerte que una sureña estadounidense!
Pero fue tras ver un excelente documental estrenado en 1986 cuando empecé a plantearme seriamente la raigambre singular de las mujeres sureñas, sobre todo en su relación con los hombres. El documental, titulado Sherman’s March, lo dirigió Ross McElwee, que se crió en Charlotte, un pueblo de Carolina del Norte. Ganador del gran premio del jurado al mejor documental en el festival de cine de Sundance, lo que comienza analizando el legado destructivo del general Sherman en el sur de Estados Unidos se convierte en una reflexión autobiográfica sobre una saga familiar cuando McElwee, cámara en mano, nos muestra el seductor encanto y el humor burlón de un grupo de mujeres sureñas jóvenes, atractivas, seguras de sí mismas y capaces de ejercer una sutil manipulación. Sin duda ese discurso hipnótico y algo intimidatorio es una actualización del estilo verbal de la clásica damisela sureña, personaje sobre el que la investigación académica existente es todavía escasa. El documental de McElwee, casi improvisado y sin guionizar, me descubrió cómo las mujeres del sur de Estados Unidos saben aprovechar, definir, energizar y controlar los lugares de interacción entre hombres y mujeres; y también, en menor medida, de interacción con otras mujeres. Incluso en un ambiente de diversión, el contacto visual es firme, logrando combinar una cauta vigilancia con una atención solícita; en ese momento, nadie más parece existir. Las mujeres sureñas parecen tener un don que las mujeres del norte han perdido o nunca tuvieron: la capacidad para atraer a hombres interesantes y atractivos, sabiendo mantenerlos a una distancia segura.