Daniel Melero: en estado de rock, por José Miccio

Vi Retrato incompleto de la canción infinita, el documental de Roly Rauwoff sobre Daniel Melero. El personaje es todo. Melero fue un pionero de la música electrónica, compuso unas cuantas grandes canciones, produjo discos fundamentales y fue mucho más que un invitado habitual en la historia de Soda Stereo. Pero además es uno de los pocos intelectuales del rock nacidos y criados dentro del rock. Como el Indio (¿es curiosa esta reunión?), Melero -tan pop- es un rocker. La diferencia es que en vez de la línea Lou sigue la línea Cale. A Melero le gusta decir que no sabe tocar nada. Exagere o no, lo cierto es que hizo de su falta de destreza un laboratorio. No tiene amplitud vocal ni se destaca en algún instrumento. Pero a quién le importan esas banalidades. Melero no es un cantante ni un tipo que toca el teclado. Es un artista. Este estatuto -discutible y lábil, desde ya- es el que permite, por ejemplo, sostener que Lou Reed es un guitarrista superior a Ritchie Blackmore. Los dos acordes de “Heroin” pueden más que las decenas de notas de “Highway Star”, y no porque Blackmore no pueda hacer un re y un sol. “Heroin” está fuera de sus posibilidades estéticas, no técnicas. Melero sabe esto perfectamente. Nos lo enseñó, de hecho. Mucho antes de la universidad. También él lo aprendió de maestros sin título. Uno es -claro- Brian Eno.

A Melero le quedó pegado el mote de “el Brian Eno argentino” porque es un productor-creador y porque es un animal del concepto. Podría decir: el músico toca, el artista crea condiciones para el músico, y en determinadas ocasiones puede prescindir de él. En el sobre del CD (¿se acuerdan de eso?) de Tecno se lee: “Este disco fue grabado íntegramente en una computadora personal, con software obtenido gratuitamente de internet. Excepto mi voz, ningún instrumento no virtual fue utilizado. La única tecla oprimida fue la del mouse”. Detrás de estas aventuras conceptuales están Duchamp, Warhol, Kraftwerk y todo el siglo XX. Pero como el mundo de Melero es el rock -mucho más enfáticamente que en Eno- toda la información conceptual, todas las referencias al arte tienen también una irremediable (y encantadora) carga teatral. El rock es una cultura floja de papeles en términos intelectuales clásicos: aspira menos al rigor que al estremecimiento de los sentidos, y puede hacer maravillas tomando elementos de acá y de allá sin necesidad de estudiarlos a fondo. Por supuesto, se puede decir, como ya es costumbre: detrás de los Pistols están los situacionistas, detrás de Gang of Four la escuela de Frankfurt, detrás de Artaud, Artaud. Pero si el rock funciona las autoridades se disuelven, y si no se disuelven -y quedan expuestas en su patética respetabilidad- es que las cosas salieron mal, como le pasó a Coiffeur en El tonel de las Danaides, que metió a Heidegger donde había unas letras hermosas aprendidas en el pop y perdió en todos los frentes. Melero mantuvo un vínculo perspicaz con las fuentes prestigiosas. Sabe que Fripp sentado no pertenece a una escala evolutiva superior a Iggy arrastrándose entre vidrios rotos. Y sabe otra cosa, mucho más importante: que también Fripp, con su gesto de señorito inglés, es una criatura peligrosa (¿hace mucho que no escuchan “Fracture”?), y que también Iggy, con su cuerpo de reptil boxeador, es una imagen del pensamiento. El concepto Discipline y el concepto The Idiot. El rock vive de los dos.

Y Melero conoce el rock como nadie. Nunca lo veremos arrastrarse como a la Iguana ni guardar la compostura british de Fripp. Pero tampoco lo veremos nunca desatender sus conceptos. En el documental de Rauwoff lo vemos en vivo, en estudio, con una guitarra, en la consola, cantando, produciendo, en actitud de arenga y reflexión. En un momento cuenta que si bien nunca le gustó la banda tocó en Oktubre de los Redondos porque compartía algo más importante: una sintonía intelectual con Poli y con Skay. Para Melero, el problema es más atractivo que el gusto porque ofrece, como todo obstáculo, la chance de una invención. En este sentido, es único. Un tipo con un montón de ideas. Algunas son brillantes. Como cuando reúne misterio y evidencia al definir el arte como algo que está detrás de un telón transparente que nadie quiere atravesar. O cuando dice que la nueva belleza no es nunca de buen gusto, y que la afinación es una cuestión de tiempo: una mala nota atendida en sus reclamos es un camino a un lugar en el que no se había estado antes. De estas -que enfila en un minuto- tiene de a decenas. Como Charly, pero sin su caos, Melero vive en estado de Constant Concept.

Que sea así no significa, sin embargo, que olvide el estremecimiento de los sentidos. En “Club de músicos” (de Disco) habla de lo que dice el título y señala que lo que tienen en común los que forman el club es su falta de “interés en el groove”. “Nunca hay ensayos / a veces se encuentran / solo imaginan”, canta Melero Pero claro, la canción es puro groove, y pide pista. Así que, como tantas veces (“La bestia pop”, “Danza rota”, “La grasa de las capitales”), la letra dice algo que la música embarra o de lo cual se ríe. El concepto, claro. Pero el concepto como puede elaborarlo alguien que habla el idioma del rock. Charly tiene una historia musical, unas cuantas ceremonias en el límite y un prontuario tóxico para ponerle rock (o rockismo, para hablarles también a los corazones ganados por Simon Reynolds) a un disco tan conceptual como Say No More. Melero, más allá de alguna gran canción drogona como “La sed” (la mención es anecdótica), no tiene nada de eso, y no le hace falta. Lo que tiene es una llave falsamente simple y eficaz: un talento para la canción que se le reconoce menos que la curiosidad por los sonidos nacientes y el afán aventurero. El mejor lugar para notarlo es Piano, su notable disco de versiones peladas (usemos la jerga, que es puro rock) de algunos de sus temas emblemáticos: “Quiero estar entre tus cosas”, “Trátame suavemente”, “No dejes que llueva”, “Planeta agua”, “Música lenta”, la fabulosa “Habitantes”. También Piano 2, claro. Y Silencio, y Conga, y Travesti, Estos discos cancioneros y las operaciones sonoras de Recolección vacía y Operación escuchar no son cosas opuestas, por más que las últimas puedan ser más fácilmente asociables a la experimentación. A fin de cuentas, tanto la melodía como el ruido vienen del mismo magma. Detrás de una y otro, como influencia y clave de comprensión, está Velvet Underground & Nico, que contiene todas esas fuerzas (la que conduce a la canción y la que disuelve todo en el sonido), y que tal vez sea el gran caldero mágico del rock. Incluso más que el Álbum Blanco.

Melero y Charly construyen conceptos que no tienen al rock como objeto sino que son ellos mismos rock. Charly es un predador melódico, y por más vueltas que tenga, la que manda es la canción; su ruido es el cuerpo puesto en escena: bajo la lluvia, en caída libre, lleno de frula. Melero es un cerebro hiperkinético y va de un lado a otro en el territorio de los sonidos. Tienen algo más en común. En Say No More, Charly grabó un tema instrumental llamado “Plan 9”, como la película de Ed Wood, que incluye (además de una especie de arcada que obviamente recuerda a “Yendo de la cama al living”) sonidos de plato volador barato. En el documental de Rauwoff, Melero presenta Plan 9 desestimando el absurdo mote de La peor película de la historia (se ve que quienes lo dicen no vieron 4×4 ni la última de Haneke) y asumiendo un criterio similar al que lo hace pensar que una nota mal puesta que dura lo suficiente encuentra un camino que lo adecuado no habría encontrado nunca.

Un principio de agite y trance, un pulso primitivo, un ceremonial gobierna el rock. La preeminencia del cuerpo, cuya abdicación solo puede soñarse en fábulas poshumanas como la de Kraftwerk. ¿Pero por cuánto tiempo? “Autobahn”-”The Model”. En todos lados aparece el par. ¡Hay también un baile del robot! En 1975, Lester Bangs les preguntó a Ralf Hutter y Florian Schneider por sus bandas americanas preferidas. Dijeron Velvet Undergorund, claro. Y antes, MC5, Iggy and the Stooges y el rock duro de Detroit. ¿Por qué los reyes de Discipline aman The Idiot? Por eso, justamente. No hablo de esencias o fundamentos. Entiendo (en el sentido de “comprendo”) que no todo es High Voltage, que no todo es frenesí, que no todo es AC/DC en River. Pero también entiendo (en el sentido de “creo firmemente”) que eso es al rock lo que la feria al cine: un hilo largo, sinuoso, generosísimo, que une a todos a un núcleo de fuego al que retornar cuando el espíritu flaquea. Es un regalo único: se puede volver a casa para partir de nuevo, con la energía renovada, con el saque eléctrico y todo el conjunto de negaciones posibles que lo cuestionan y hasta lo olvidan, como olvidamos a nuestros padres o los discos de los Stones: sabiendo que están ahí siempre, esperando a que todos los hijos vuelvan un rato, no importa cuán díscolos sean. Spinetta, el más riguroso de los músicos de rock argentino, el que más cerca estuvo de la temible diosa Disciplina, el que con Invisible quiso que el oído dominara al cuerpo tratando de que el cuerpo estuviera todo en el sonido, ese Spínetta coincide con el que después de Almendra arma Pescado, y después de Jade hace el tecno que su interfaz mutante le permite, y después de inventar un trip hop criollo (el mismo año de Blue Lines) con Pelusón of Milk vuelve a rockear con los Socios del Desierto porque, a ver si les queda claro, yo también soy esto, manga de viejos chotos, y ahora voy a tocar una de los Ratones Paranoicos, y este disco en vivo al que le puse San Cristóforo -leé la tapa del CD o buscala en google- no es un disco: es un “Sauna de lava eléctrico”. Otra vez: el concepto. La fragua misma del rock. Papá Vulcano. Melero -a quien se le encienden los ojos cuando lo menciona en el documental- recuerda que en su momento Privé Spinetta le dijo que amaba a Los Encargados. Un tipo que aprendió de aquellos que habían aprendido de él. Como Melero, hijo de sus hijos.

Estos son los únicos padres que importan. Y tal vez los únicos padres posibles en una música que se quiso siempre la música de los jóvenes, por lo menos hasta hace unos años, en los que los adolescentes le dijeron: ya sos el tango, pa, y se fueron al carajo, y puede que no vuelvan más, y la verdad, si no vuelven, lo bien que hacen, si por lo visto lo que queda de este lado es el bardo al pibe Trueno, que tuvo el tupé de decir en un tema “Somo’ el nuevo rock and roll” y además de provocar un escándalo geronte puso blanco sobre negro lo que ya todos sabemos y hacemos como si no: que el vínculo entre rock y juventud está liquidado, y que tal vez (ojalá) Trueno y los suyos están preparando, aun sin saberlo, su propio “A los jóvenes de ayer”. ¿Quién será el Soldán de Grandes valores del rock? Melero no. Ni a palos. Melero va a producir tarde o temprano algún disco de trap. Quevachaché.

El documental acierta en el final un pleno de muchas fichas. Es simple. Un archivo de los 80. Melero y Hugo Foigeiman en una pieza, muy pibes, con un teclado y un micrófono, hacen “Orbitando”, una gloria del rock argentino (¿y su primer título de gerundio solo?). La letra pone en escena un trastorno temporal -un viaje en el tiempo, un déjà vu- que se integra perfectamente con la base rítmica repetitiva y la atmósfera de los teclados. Un baile narcótico, como tantos de la época, para entrecerrar los ojos y sentir que las palabras hablan también de la música: “No me alejo ni me acerco / todo suspendido modulando”. Una virtud que se reitera en Melero es que el concepto en su forma verbal suele estar integrado perfectamente a la canción, como en este caso. Pero en ocasiones puede quedar excesivamente expuesto y estorbar, como sucede en “Palabras”, la canción de Tecno, que con versos como “Palabras / las odio / todo lo infectan / definen las cosas / pero no son ellas” parece salida de la lectura veloz de algún texto posestructuralista. (Es una tentación que llegó a la poesía. Alejandro Rubio le puso Foucault a uno de sus libros y utilizó una frase de Las palabras y las cosas para cerrar cada poema). Raro que a Melero se le haya escapado. Más teniendo en cuenta que en Téster de violencia Spinetta hizo una y mil maravillas con su comprensión poética de Historia de la sexualidad. Un truco más -algún método de azar objetivo, tal vez el buscador de Google- podría haber deshilvanado un poco las frases y dejarlas listas para la canción. Hacerlas sonar, que es lo que importa, y otra cosa que Melero sabe bien, y no dejó de enseñarnos. Nada de esto pasa en “Orbitando”, que es perfecta para terminar el documental porque, además de ser una canción increíble, reúne todas las facetas de Melero de las que Rauwoff deja testimonio en su película sin seguir un criterio cronológico ni aspirar a la exhaustividad: es una canción de amor, es una investigación sonora, es un viaje, es concepto y piel, y es además, en la película, un relato: el del rock que descubre el universo en una pieza. Un par de paredes, una ventana y la galaxia, todo se reúne, como en los dos acordes de “Heroin”, y le ofrece a Melero el mejor de los reconocimientos: no solo una historia particular, con este episodio y aquel otro, sino el mito del que todas las historias del rock nacen. Como pasa con las grandes canciones, en aquella habitación de Buenos Aires todo está detenido, como en un rulo del tiempo que reitera algo que pasó antes y fue ya reiterado por algo que pasó luego, y volverá a pasar, con otras palabras y otros sonidos a los que Melero, por supuesto, estará atento. Porque, claro: si en toda gran canción se adivina un ars poetica, la de “Orbitando” es literaria: ese momento en el que Melero canta “Ruido de naves que parten” y funda su destino de capitán o marinero de lo que empieza. Que los puertos no hayan sido siempre buenos es un detalle. Lo preciso es partir.

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