El ente (1982) hará inmortal a Sidney J. Furie, creador de Petrocelli. Te rompe la cabeza si la ves de pibe (ni te cuento si tenés a tu favor la des/gracia de ser creyente) y no podés creer lo hermosa que sigue siendo cuando la ves de grande (el travelling-contratravelling de Stephen H. Burum, DF habitual de Brian De Palma, es la frutilla formal del postre). Junto a La cosa, es una de las últimas obras maestras del ciclo de terror mainstream estadounidense que funda El exorcista (1973). Por si fuera poco, es una de sexo sobrenatural. Tan diosa era Barbara Hershey que su pretendiente se llamaba Legión. No era para menos. Dos años antes, Profesional del peligro (The stuntman, 1980) –8 y medio del mainstream tan maldita como El último gran héroe (John McTiernan, 1993)- declaraba que esa mujer era el cine. Y la de Furie es una de esas grandes películas de Hollywood que dispusieron de géneros y efectos especiales como el alquimista del atanor y el científico del tubo de ensayo: laboratorio de Bazin para materializar el espíritu. Las letras blancas de los títulos aparecen sobre fondo negro y los chillidos de Psicosis se transformaron en masazos: el diablo toca heavy en el infierno, pero las campanitas de normalidad sobre las primeras imágenes son mucho más escalofriantes que Los violadores. Antes de que los créditos acaben ya sabemos que es la historia de una mujer que se gana la vida sola y mantiene a tres hijos, pero para el pibe que era cuando la vi no fue otra cosa que la pesadilla de un hijo incapaz de salvar a su madre (tanto como Fredo al Padrino). Se supone que todo hijo ama a su madre. Imagínense si la vieja era Barbara Hershey sin arrugas. El ente cinematográfico aprovechará la volteada para asustarnos con la fantasía más inconfesable.
Barbara sale del laburo y va a estudiar, termina de estudiar y llega a la casa. A la música le sigue el más maravilloso silencio, que es el de las nenas dormidas a quienes besa la madre, con energía para levantar platos, vasos y cubiertos usados después, mientras apaga las últimas luces. Sólo se oye el rock radial del taller que tiene al fondo de la casa el hijo mayor. Las cosas no van bien en el colegio, pero se nota que los dos se llevan bárbaro. Mientras Barbara se pone crema en las piernas antes de acostarse, una bofetada fuera de campo le da vuelta la cara. Después la levantan, la tiran sobre la cama, le tapan la cara con una almohada, la violan a ritmo metalero y si te he visto no me acuerdo. En cuanto puede quitarse la almohada de la cara, Barbara grita y el hijo aparece entre las piernas sudadas de la madre gracias al plano inclinado que muestra lo dado vuelta que ha quedado todo en un segundo. Más gritos, desesperación y llanto. Las nenas se levantan asustadas por los gritos. El pibe revisa la casa de arriba abajo, pero no hay puertas ni ventanas abiertas. El misterio del cuarto cerrado es el colmo de lo siniestro: ¿el demonio de la locura tomó posesión de Barbara? No tiene sentido llamar a la policía sin testigos ni pruebas, así que las nenas de nuevo a dormir, el pibe a mirar la tele en el living y Barbara a conciliar el sueño en su dormitorio con las luces encendidas, un libro en la mano y el silencio regresivo de las agujas del reloj. Lo que sigue es una batalla entre el thriller psicológico y el terror ganada para el cine por este último. Si Tarkovsky quiso esculpir el tiempo, El ente espacializa el más allá de acá a la vuelta.
Contagiado del virus cazafantasma de la película, me puse a ver películas del hombre que iba a dirigir El padrino, uno de los pocos tipos vivos que filmaron en ocho décadas distintas si no el único. Tomé notas sobre nueve de las cincuenta que hizo.
El abrazo del muerto (1961): por el color las reconocerás. Un sachet rojo de sangre contra los tonos grises del quirófano y el título original de la película del mismo color un segundo más tarde: Dr. Blood’s coffin. Un viejo doctor alemán interrumpe a otro cuando está a punto de inyectarle vaya a saber qué al paciente desahuciado que yace sobre la mesa de operaciones. Harto de que el joven juegue con la vida y la muerte, el viejo lo echa del establecimiento, no antes de que el aprendiz de brujo que nunca muestra la cara le reproche al maestro su falta de coraje para completar la obra. No podemos si no estar en los arrabales de la Hammer, tratándose de la primera o segunda película inglesa de Furie (no pude encontrar las dos anteriores, canadienses como el director), zona franca donde el thriller británico se transforma en horror. El Mal es evidentemente germánico porque media hora más tarde sabemos que el hijo del médico de un típico pueblito inglés donde han desaparecido tres personas en los últimos días regresa de Viena. Ahora el problema es nuestro, porque le vemos la cara al villano y nos damos cuenta de que también es el galán, uno de los primeros chongos de Furie. Así que el sano reflejo de mirarle el culo a la enfermera de su padre cuando ella se agacha parece reprochable. Para colmo, no hay potencial antagonista en la comunidad, a menos que la enfermera cuente con otros atributos igualmente admirables (otra portentosa enfermera británica será la de Hombre lobo americano). El verdadero antagonista faltante es ideológico: que el villano lleve a cabo sus experimentos en los túneles de una mina abandonada al borde de unos acantilados y que la gran víctima individualizada sea un tipo con pinta de obrero que los conoce al dedillo porque trabajó en ellos bien podría permitirnos proyectar un conflicto de clase, pero habría que poner demasiado de nuestra parte. Lo que brilla por su ausencia y aleja a la película del terror sobrenatural de época de la Hammer es una instancia religiosa o sagrada que rivalice con la omnipotencia científica. En su lugar, la tortura del viejo minero -consciente mientras le están extrayendo los órganos- anticipa el ateo terror tecnocrático de Cronenberg sin la elocuencia futura de su compatriota.
Un afiche cuidadosamente encuadrado alienta a donar sangre. En un contexto como este invita a pensar que la película probablemente se hiciera eco de temores colectivos como los de la píldora en El bebé de Rosemary. Más de cuarenta años después Furie encuadra el afiche de una campaña institucional contra la violencia en Detention (2003), una película de acción con Dolph Lundgren que explota el morbo de las masacres en las escuelas secundarias estadounidenses. Ya avanzada la trama, hay un momento en que la mina con sus túneles subterráneos y las ruinas del edificio que cubría la entrada a ellas se connotan de trascendentalismo. Encuadrados a través de una ventana parecen los restos de un castillo gótico, y el académico villano se exalta bajo tierra contándole a la enfermera, para entonces enamorada pero lúcida como nadie de esa comunidad, su pasado tesoro: los solitarios juegos de infancia en los que fantaseaba con imperios exóticos y arcaicos. El gran conflicto queda establecido entre la megalomanía como inmadurez patológica y el civil «common sense» británico: tarde o temprano hasta Frankenstein será admitido en la cámara de los lores (después de unos cuantos años de laburo en Cambridge Analytica).
The leather boys (1964): blanco y negro, juventud obrera británica, calles flanqueadas por doble hilera de casas de dos pisos idénticas, y fabriles chimeneas veladas por la niebla al fondo del plano. Acentos barriales y periféricos de los personajes que el «realismo de lavadero» de Mike Leigh no tendrá que enfatizar mucho para su grotesco punk (Rita Tushingam debió ser la primera «career girl» del gran Mike), más verdadero que todo realismo. Los “sweet sixteen” de los Beatles encarnados en unos recién casados de Londres que van a su fiesta de boda en bondi desde la iglesia. La elipsis inicial le da a la película la dinámica del pibe sobre su moto -con algún jumpcut que parece deberse menos a modernidad formal que a un ajuste en sala de montaje, aunque un plano congelado posterior puede indicar lo contrario- y a nosotros el temor de que más temprano que tarde la decepción accidente con algún volantazo el relato sobre unos personajes que cumplen aceleradamente los ritos de iniciación esperados por una comunidad tradicional retratada con afecto. Pero la caída no necesita ser trágica: que la joven esposa se tiña el pelo durante la luna de miel puede ser más desconcertante y doloroso para un marido adolescente que el peor de los porrazos. Cuando el pibe se siente superado por su nueva vida aparece Pete (Dudley Sutton estaría en Orlando y Eduardo II), prematuro «trainspotting» de Boyle, inolvidable personaje doblemente descastado: huérfano de guerra y enamorado sin remedio de quien no sospecha ni es capaz de entender sus sentimientos. Durante el trayecto en moto a Edimburgo los motores ronronean estas palabras de José Campusano en su libro Mitología marginal argentina: «La hembra de hierro vuelve a su hábitat natural; la calle, la zona anarquista, la propiedad de todos». Gillian Freeman, autor de la novela y gioista, debió amarlas: cuatro años después escribió los diálogos para The girl on a motorcycle (1968), fetichismo rutero y fotográfico de Jack Cardiff con Faithfull y Delon. En el otro extremo del gusto, los desparejos dientes de Tushingam brillan más que todas las ópticas encendidas juntas, faros en medio de la tormenta crecida. Si no contamos A cool sound from hell, la película canadiense de Furie sobre jazz y falopa que no pude conseguir, The leather boys pica en punta y ninguna la baja del podio.
The Ipcress file (1965): cada uno de los diálogos da la impresión de que dice una cosa distinta de la que oímos, y ya sabemos que el doble sentido es invariablemente cochino. Michael Caine no sólo es quien mejor hace el trabajo sucio. También lo hace irresistible. Si algún crítico tiene la tentación de llamar «sutil» al procedimiento simplemente porque aparece en una película inglesa, convendría que reflexione sobre la escena de Caine con el espía negro y copie la letra de «Quién me enseñó a ser bruto» setenta veces siete. The ipcress file también nos deja con la impresión de que todos sus planos son oblicuos, picados o contrapicados, que contienen siempre un sobrencuadre, que alguna porción del plano está desenfocada (como el del beso dado por el miope protagonista: Llámame por tu nombre es la última donde recuerdo uno), o que siempre hay algo obstaculizando la visión, como si el director de fotografía (el gran Otto Heller de Tres rostros para el miedo) se hubiese propuesto evitar a cualquier costo el plano americano. Lejos de aburrir, la nada convencional homogeneidad resultante establece un orden risueño en el que la extravagancia se vuelve cálida y familiar. Parece un chiste más de una película de espías con banda sonora de John «007» Barry que también es una comedia consciente de la -«very clean», al decir de los Beatles en Anochecer de un día agitado– idiosincrasia británica parodiada. Tampoco es una película de acción y aventuras sino laboral, protagonizada por funcionarios públicos que cumplen horario, establecen amistades, se enamoran entre ellos y se llevan más o menos bien con el jefe. El topo se valió de tales vínculos para filmar decididamente un melodrama. Gordon Jackson, descendido a la inmortalidad televisiva para ser comandante de Los profesionales (CI:5), es uno de los compañeros de Caine. Cuando The ipcress file pone en escena el soviético lavado de cerebros, motivo recurrente del género durante la guerra fría, Furie ensaya la locación «científica», la iluminación y los colores de El ente. Cuando ya no queda lugar para el humor demuestra que las películas de espionaje han sido, en el mejor de los casos, una variante del noir donde la persistencia de un núcleo gubernamental incorruptible atenúa el generalizado escepticismo.
Sierra prohibida (The appaloosa, 1966): Furie llega a Hollywood y tiene a Brando, Saxon y el Indio Fernández en una misma película y varias veces en el mismo plano, pero el que se roba la función es Russell Metty, director de fotografía de Welles y de Sirk, incapaz de filmar un sólo plano feo, descuidado o tan siquiera rústico. En los claroscuros close-up de Marlon ya están los de Storaro para Apocalypse Now (1979). La pulseada con alacranes en lugar del duelo típico del western es la extravagancia más recordable de una película demasiado lerda y simbólicamente esquemática. El spaghetti ya se hace sentir, pero la maquinaria estadounidense nunca tendría la ligereza guerrillera de los tanos para aggiornar del todo las películas del oeste. Brando vuelve a gozar físicamente del sufrimiento como en El rostro impenetrable, y la única manera de verla desde una perspectiva autorista es concentrándonos en su protagonismo.
El ocaso de una estrella (Lady sings the blues, 1972): supongo que la fui posponiendo porque sabía que es un biopic, aunque ya no comparto la animadversión automática hacia ellos. Para citar sólo un par sobre músicos que si no rompen el molde lo desbordan, Round midnight y Bird. Claro que el molde son los géneros, y no me gustan los westerns o las de terror sólo porque algunas los deformen sino porque la mayoría lo respetan y devuelven intacto cada vez que me hace falta. Un melodrama cuando sufro, por ejemplo: me siento en sus rodillas, me dejo acunar en sus brazos, lo miro larga y hondamente, lloro a moco tendido en su seno, que guarda mis lágrimas como joyas en un relicario, y vuelvo en mí reanimado. Con Lady sings the blues se sufre desde el principio junto a Billie Holiday, recluida en su celda con camisa de fuerza, pero la tortura no es eso, sino el hecho habitual en el biopic de que la vida sea un flashback. Porque todo flashback es un tango -en este caso, un blues- «amarrado al recuerdo». De una violación, para empezar, ocurrida sin énfasis catártico sino en el más naturalizado y circular fuera de campo. Dos fabulosas eficacias iniciales dan el tono general de la película: sólo suena la música diegética de un disco de pasta en la victrola -aunque Michel Legrand compuso la banda sonora- como letanía anticipada de la exitosa carrera por venir, y la performance de Diana Ross. Toda su presencia expresa la sabiduría precoz de quien conoce el funcionamiento del mundo, siempre inmune a la ilusión progresista, en el que su madre sigue siendo esclava, ya por entonces disfrazada de sirvienta, y las adolescentes friegan los pisos de un prostíbulo hasta que cualquiera se las friegue a ellas. La única realidad del «american dream» es la expresada por el despiadado lugar común: lo que no te mata, te fortalece. Los párpados caídos de la Ross parecen haber sobrevivido a una pesadilla prenatal. Cuando se avergüenza de la sonrisa que la música de un nightclub le dibuja en la cara estamos ante uno de esos grandes momentos conductistas en los que el alma se detalla fugazmente en un gesto. Y cuando la cenicienta negra encuentra a su príncipe azul es cuando El ocaso de una estrella duele más, no porque no existan cenicientas y príncipes, como les gusta señalar a los botones del espectáculo que se las dan de superados, sino porque no hay salvación que dure cien años. La primera noche y el posterior amanecer juntos de los enamorados -puta y fiolo- son heridas luminosas que atraviesan a quienes hayan amado y sido amados al menos una vez en la vida, pero qué principesca cosa no se torna finalmente cenicienta. Todos los biopics tendrían que llamarse «Un condenado a muerte no se escapa», «Un condenado a muerte no se escapa 2», «Un condenado a muerte no se escapa 3» y así sucesivamente.
Hit! (1973): dos años después de la obra maestra de Friedkin, Furie arranca su Contacto en Francia (1971) blaxploit en Marsella. La frase es ganchera pero mentirosa. No sé con exactitud qué diablos caracteriza al blaxploit, pero Hit! no es una película de gheto festiva sino un thriller urbano con un protagonista negro. Un año después de El ocaso de una estrella Furie se vuelve a juntar con Billy Dee Williams -que luce sombrero alla Hackman- y Richard Pryor. Esta vez no hay heroina para Diana Ross, pero Paul Hampton vuelve a ser ligeramente corrupto. Otro par de «nenes» le hacen la segunda a Furie detrás de cámara: John «Barrio chino» Alonzo en la fotografía y Lalo «Misión imposible» Schiffrin en la música. El montaje paralelo inicial conecta el gran narcotráfico en yates de lujo con el menudeo en los barrios bajos y con Washington: la primera de una serie de patentes que van trazando la ruta del tráfico recorrido por la sed de venganza dice «Capital de la nación» y la cúpula del Capitolio preside el plano de una adolescente que muere por sobredosis. De allí en más la película sigue al hermano de la víctima, detective de la policía que busca pacientemente a «los tipos que de verdad hay que matar» después de darle una paliza al transa del barrio. Para conseguirlo, reúne a un grupo integrado por eslabones menores del circuito delictivo y familiares de otras víctimas a los que no duda en chantajear emocionalmente cuando no se animan a secundarlo. Por ejemplo, le paga a un pibe para que sude y tiemble como si fuera un adicto con síndrome de abstinencia cuanda intenta convencer a un viejo matrimonio cuyo hijo falleció por sobredosis. Ignorantes de dicha información mientras dura la charla, la escena especula con nuestra identificación y reflexiona sobre el mecanismo que habrá de usar sin la más mínima mala conciencia después de advertirnos. El grupo armado en cuestión es nave de los locos, comando chatarra embarcado en una cruzada personal contra los capos de la droga, nueve «ricos franceses»: los restos republicanos de Nueva Inglaterra contra la vieja Europa, los Simpsons versus el depravado Versailles. El verdadero Hollywood nunca se avergüenza de las pistolas de sus vaqueros, y el padrino negro de esta familia de parias -comunidad organizada en la banquina de la ley, compuesta por huérfanos de padres, madres, hijos y hermanos- le canta la justa a la puta que rescata: «Don’t give me that female bullshit». Las guasas elipsis hacen todavía más noble a la película: un par sirve para mejor demostrar que un negro y una blanca aún no podían garchar. Otras, para que el viaje desde los Estados Unidos a la costa azul en un barquito de morondanga de esta cajita digna pero infeliz de laburantes y su posterior venganza es artículo de fe puramente cinematográfico. Como la única noche del viejo matrimonio en un hotelito francés, tardío cumplimiento de un sueño barato y anónimo, pero real.
Águila de acero (1986): parece una de ésas películas de los ochenta que casi no vi porque yo ya era un chico Don Fulgencio: no es que no me gustara el Hollywood pop pero entre que mis viejos me hicieron la cruz («madero de tormento», para un Testigo de Jehová) cuando descubrieron que había comprado un disco de Madonna y el descubrimiento de El séptimo sello (1957) supongo que no me miraron feo porque Bergman era protestante) lo sellada a fuego fue la infancia. De la adolescencia sigo sin tener noticias, aunque espero que ésta clase de películas ayuden. Supongo que la hicieron al calor del éxito de Top gun – Reto a la gloria (1986), pero para entonces Hollywood ya tenía una larga fuerza aérea: Alas (William Wellman, 1927), Ángeles del infierno (Howard Hughes, 1930), Rivales del rayo (Jet pilot, Joseph von Sternberg, 1957), Firefox (Clint Eastwood, 1982) son las primeras que recuerdo. La secuencia de títulos empieza tranquila, pero el nombre del músico promete propulsión a chorro. Poleudoris estaba justo entre Milius y Verhoeven (un poster de Brooke Shields en la pieza nos recuerda que el griego Basil también hizo la banda sonora de La laguna azul). Después del prólogo, al que le hace falta música, aparece uno de esos barrios que los subtítulos de las películas yanquis nos hacen llamar suburbios, y un pibe con un walkman. Apuesto a que va a ser una de iniciación onda «Karate Kid», con un negro en vez de un chino. Yo también estaba cronológicamente destinado a querer ser un pibe Gonnie, pero los autores a la europea me perdieron, porque esos tipos no te enseñan la grulla ni salvan el mundo: ¿conseguiré volver al futuro con esto? Cuando un avión vuela al costado del descapotable rojo del pibe, el recuerdo de «Los aventureros» me dibuja una sonrisa -agregá «vertical», insiste el guaso de Berlanga- y me anima a perseguir todos mis sueños, o a no dormirme antes de que la película termine por lo menos. La cosa cuesta porque a la carrera entre la avioneta del pibe y la moto del matoncito que lo apura, linda por analógica pero musicalizada sin polenta, le siguen unas cuantas escenas de sentimentalismo imperialista ochentoso. Diga que aparece alguien para ponerle nombre y apellido a la cosa política: se mofa de Carter y da por seguro que Reagan va a desenfundar para rescatar al padre del pibe, prisionero en un país del tercer mundo. ¿Qué hace el tipo que dirigió The leather boys, una de las primeras y mejores películas sobre el deseo homosexual, y Los chicos de la Compañía C (1978), una de infantería sobre un batallón que no la pasa demasiado bien en Vietnam, en medio de esta película?: Guita. Que el panegírico de Ronald lo declame un negro más africano que yanqui, que un estudiante se apellide Thatcher, que el país del tercer mundo no sea otra cosa que una república bananera de pacotilla gracias a un solo tipo con turbante, y que el padre del pibe probablemente haya violado su espacio aéreo dan la impresión de que Furie trata de salir jugando desde el fondo. Lo insoportable de todo esto es que no me deja ser otra vez pibe, por más que el verosímil se vaya al cuerno cuando el protagonista y su amigo negro -no el de su edad, sino Lou Gosset Jr.: esto está lleno de amigos negros- deciden rescatar al viejo de los payasos árabes. No hay ritmo, hablan hasta por los codos, hay unos pocos chistes malos, todas las mujeres de la película visten de rosa, la madre del protagonista llora lágrimas secas y la banda sonora sigue en piloto automático. Lo único hermoso de la película son las explosiones del final, pero no alcanzan para mirarla de corrido.
Superman IV (1987): escucho la musiquita de Superman en los primeros créditos de la 4, pongo el volumen al taco y empiezo a lagrimear con la excitación de mis siete u ocho años, cuando vi la 1 por primera vez (lo mismo pasa con Rocky). Aparece Golan-Globus y lloro con los videocasetes de mis veintipico mientras sonrío por la fama infame de esos dos «rusos» -medio vaqueros y medio mafiosos pero con la decencia suficiente de no usar guantes blancos- que le vendieron sus maravillosos camelos a la Warner. Al toque un astronauta canta en ruso para que lo escuchen las estrellas, mientras repara vaya a saber qué desperfecto en el exterior de su nave, y yo me hago un té de lágrimas zurdas en el samóvar. Chatarra espacial que no se sabe de dónde salió pero fue a parar justo ahí se lleva puesto al pobre camarada y cuando ya todos lo consideran definitivamente perdido lo rescata un bólido rojo, azul y amarillo para devolverlo sano y salvo a la nave. Christopher Reeve se despide en ruso -como dice en la ONU, no representa a ninguna nación, pero lo bien que clava la banderita yanqui (antimonopólica, eso sí) en la luna- y ahora no sé si lloro porque me lo imagino cayéndose del caballo algunos años después o porque ya sé que no alcanza con la cortesía universal. Del prólogo espacial pasamos sin escalas al pueblito de adopción de Clark Kent: el infinito Cosmos es Smallville y cualquier Smallville del planeta es infinito como el Cosmos en Superman. En el glorioso documental sobre la Cannon todo el mundo dice muy seriamente que los efectos especiales de esta película fueron una mierda porque se quedaron sin guita (el fondo del traje donde va la S de Superman a veces es blanco y otras amarillo). Pero son esos efectos truchos los que la hacen inolvidables. La posteridad es del azar, el absurdo y el error, y lloro a mares cuando veo la luz verde, que es el aura de la vieja, sobre objetos coloreados como con un fibrón flúo por el pulso de un nene de dos años (¿Pobre mi madre querida? Pobre de nosotros, con ellas y sin ellas). En Superman IV hasta los números romanos son bárbaros. Ya no hay cameo de Brando, ni Hackman en modo Actor’s Studio sino haciendo boludeces con una margarita en el ojal de su uniforme presidiario. Mejor aún, la kriptonita de cuarta alla Schumacher neutraliza a Nolan treinta años antes. A la hora de película Superman parla italiano con Don Camilo después de ponerle un tapón a un volcán y a esta altura del partido lloro lágrimas de agua bendita en vez de sangre, lloro como una loca cuando termina todo arañado por el villano adonis, y no saben cómo me pongo cuando me entero de que uno solo de sus cabellos sostiene cuatro toneladas y media de acero: un pelo de Superman tirá más que una yunta de bueyes. Por momentos la de Furie es una screwball con villano maraca tan camp(ante) que nadie se sorprendiría si Superman dijera «¡I’m gay!» como Cary Grant, modelo de Clark Kent, en La adorable revoltosa (1938) de Hawks.
The taking of Beverly Hills (1991): pocos años después de Vivir y morir en L. A. (1985), la voz en off de esta película empieza diciendo que el lujo da asco, y sentimos el mismo desprecio noir hacia el capital concentrado, en medio de imágenes del glamour grasa que pocos años antes vimos en la costa Este gracias a División Miami: Living la vida loca en uno de los más corruptos Estados Unidos de América. ¿Cómo se dice todo eso en imágenes? Con la cara poceada o picada de viruela de Robert Davi -el veterano loco de Vietnam que daba vueltas en el helicóptero de Duro de matar (1988) y el cafiolo buena leche de Showgirls (1995)- justo encima de un moño de frac y a bordo de una limusina después de los títulos. Otra manera más: un vigilante tratando de apartar a los cartoneros que miran la vidriera de una joyería justo al lado de donde los poderosos de la ciudad celebran una gala de beneficencia sin escatimar gastos. La calle ocupada por los garcas, o «traiga un pobre a su mesa» de Berlanga pero déjelo en el patio (trasero). Y una tercera: un camión con acoplado vuelca en el centro pituco de la ciudad, derramando desechos tóxicos. El mejor cine narrativo -con el estadounidense a la cabeza- siempre supo que la metáfora debilitaba la imagen. Si la ciudad está podrida, más vale encontrar un hecho que literalice la idea. The taking of Beverly Hills no prescinde del humor hasta en los encabalgamientos sonoros: el acelerado de un camión cuando una pareja se besa, zumbones empalmes en los que la línea de diálogo de un plano se superpone a la acción del siguiente. Pero el humor -y el rock- se incrementan en relación inversamente proporcional al escepticismo cuando el neonoir se convierte en buddy movie de acción. El derrame de ácido fue organizado por una banda de expolicías que aprovecha la evacuación para asaltar las aseguradas tiendas de grandes marcas y las mansiones de la ciudad. El único capaz de capitanear la resistencia, gambeteando a los rivales la mayor parte del tiempo, salvar a la chica y hallar el Santo Grial del capitalismo benefactor es un jugador de football (working class hero deportivo y popular, como el luchador que hizo de John Nada en ¡Sobreviven!), con la ayuda de un vigilante común y corriente (la película sabe y nos hace saber -mucho más que la izquierda y el progresismo- que la cana también es clase trabajadora).
The rage (1997): ¿cuánto se supone que tiene que tardar en impactarnos una película de acción de los 90? A los dos minutos Gary Busey y su minita destrozan a una familia que salió de vacaciones en casa rodante. El colorado en plan psicópata es de temer, pero el montaje de la escena es peor. La primera vez que me puse a ver The rage la dejé al toque. La agarro de nuevo a los pocos días y descubro que dicha escena y su espasmódica edición duraban sólo diez segundos más. Mejor aún, cinco minutos después viene la secuencia verdaderamente ganchera: una persecución automovilística que no se sube al podio de las mejores, pero encabeza el segundo pelotón. Con Vivir y morir en L. A., la de Furie comparte al menos el interés por ver en ella la aparición de paradigmas en pugna, la mutaciones de los procedimientos técnicos de la industria de una década a otra. Patrulleros y canas de civil persiguen en sus autos a una camioneta azul que podría estar conducida por la pareja de asesinos psicópatas. La edición tiende a ser frenética, como el peor estándar digital del siglo 21 que se le venía encima a esta película del 97, pero la cámara prácticamente no se mueve. El vértigo se produce por la brevísima duración de los planos. La edición los hace legibles, cada uno de ellos explota la materialidad de los elementos (tierra, chapa, vidrios), la aparición de un plano general en medio de los planos cortos es un éxtasis, y el paneo de la grúa en una curva abre paso al clímax con cuerpos en riesgo de humanos y animales: la mercadería ya está vendida.
Difícil dejarla si encima aparece Roy Scheider -con una cara como la de la criatura de Reanimator- haciendo de supervisor de Lorenzo Lamas, que debe aceptar la compañía de una agente novata, y atisbos gore geográficamente «hershellgordonianos». Todavía más difícil dejarla si el flashback dispuesto para explicar el sentimiento de culpa de San Lorenzo (ni se besa con la mina) demuestra que el Chongo es otra vez Pueblo -como en The taking of Beverly Hills– porque no pudo evitar la masacre de Waco como negociador del FBI a causa de su sádico superior. El abandono ya es inconcebible cuando David Carradine hace un cameo en silla de ruedas. Furie se fue quedando cada vez más lejos de los centros de producción cinematográfica, progresivamente dispersos también, pero hizo lo imposible por cuidar la iluminación de los planos, aunque ya no pudiera contar con directores de fotografía de lujo como los que supo tener. Los faros rojos de un auto puesto en marcha cuando atardece conmueven tanto como un plano similar de Detention, que carecía de presupuesto y de actores pero estaba llena de bavianos reflectores azules y colorados. Una segunda persecución con camión asesino y resolución espectacular prueba que Furie se tomó la cosa más en serio en The rage de lo que sería habitual o posible en este siglo. «Cuantas más palabras usás más cerca estás de la tumba», en boca del excombatiente pirado y de extrema derecha de Gary Busey, es declaración de principios bárbara como pocas, rubricada en la siguiente escena cuando el tipo secuestra a la protagonista, que lo había caracterizado como impotente por televisión, sólo para violarla y probar lo erróneo del diagnóstico. La antorcha humana le pone broche de oro a la película de un tipo que seguía filmando las más hermosas explosiones.