Koji Wakamatsu / Nagisa Oshima: historias crueles de juventud, por José Miccio

La única vez que Donald Richie menciona a Koji Wakamatsu en su influyente Cien años de cine japonés escribe: “Cuando el género se estabilizó, las películas se hicieron más pretenciosas, con espacio para la pedantería política y artística, como en las de Koji Wakamatsu”. El género al que hace referencia Richie floreció en los años 60 y 70 y recibió el nombre de erodakushon, algo así como “producciones eróticas”. Se trataba de películas de alrededor de una hora de duración y muy bajo presupuesto, destinadas a ser proyectadas en programas triples. Su objetivo era la taquilla y su argumento de ventas, el sexo. Como la exhibición de genitales estaba fuera de los límites permitidos, sus principales íconos fueron las tetas, los culos y los cuerpos en frotación. Todo esto, mediado siempre por la violencia, puede encontrarse en las películas de Wakamatsu. Y también eso que Richie rechaza por pedante y que, por lo que se puede ver, es lo que el director japonés prefiere: arte y política. The Embryo Hunts in Secret, (1966) abre con una cita del libro de Job, tiene música clásica, preguntas filosóficas y aires sadianos. Violated Angels (1967) y Go, Go Second Time Virgin (1969) incluyen algún poema, alguna canción y algunas referencias pictóricas. Por su parte, Tale of Modern Lovers: Season of Terror (1969), Sex Jack (1970) y Ecstasy of the Angels (1972) suman los contenidos políticos que faltaban en las anteriores.

Richie (dicho sea de paso: estos libros de referencia anteriores a internet tienen su autoridad minada) se equivoca en algo: las de Wakamatsu son películas muy poco vanidosas, aunque sus referentes puedan serlo. El desprecio por el raccord clásico hace pensar en Godard, por supuesto, pero también en Oshima, que en el mismo 1960 de Sin aliento estrenó su segunda y fundamental película: Cruel Story of Youth. La diferencia es notable. En el debut de Godard hay mucha cama pero poco sexo y mucha calle pero poca política. En Oshima no hay nada que no pase por esos dos temas, cuyo tratamiento es tortuoso. El marco político lo dan las movilizaciones estudiantiles, tanto en Japón como en Corea del Sur, que funcionan como expresión de un corte social e histórico que afecta también a la familia. Las autoridades están rotas. El estado está puesto en cuestión y la única figura paterna destacada es tan débil que ya no tiene qué decirle a su hija más chica, ante la cual nombra como embajadora a la mayor. Lo que Cruel Story of Youth muestra es una crisis en todos los órdenes. Una anomia generalizada. Y ninguna dialéctica que pueda incorporarla en su movimiento redentor. Los jóvenes de Oshima no tienen dimensión utópica. Viven en estado de negación permanente, antes o después del pacto o la coerción que instituye la vida social. Es un fenómeno tan drástico que se resiste a la comprensión sociológica al mismo tiempo que la reclama, como si Japón se hubiera doblado sobre sí mismo y viviera el retorno de la horda en tiempos del plástico y la moda occidental. Los mayores, a los que la sociedad tradicional dotaba de autoridad, son ahora testimonios de un pasado del que no hay nada que aprender. Los jóvenes, criaturas en una selva de neón. El nihilismo de Oshima (veintisiete años en 1960) no está libre de miserias. Violencia, sexismo, humillación. Hay mucho de eso. Y también el coraje o la irresponsabilidad suficientes como para no poner planos de disculpa, cualquier cosa que asegure una enunciación inmaculada. ¿Y de dónde saldría, en cualquier caso?

Los personajes de Oshima muestran una desesperante falta de códigos comunes. Entre generaciones distintas no hay conexión. Entre los jóvenes, los vínculos se construyen con un engrudo de deseo y sometimiento. Se nota especialmente en las relaciones entre hombres y mujeres. El plano secuencia entre los troncos flotantes, a pocos minutos de comenzada la película, lo muestra mejor que ningún otro. La chica le dice al muchacho que no quiere acostarse con él, el muchacho la tira al agua, le impide cualquier apoyo, la obliga a permanecer ahí a pesar de que ella le dice que no sabe nadar, la sube cuando ya no aguanta, la alza, la deja sobre un tronco y se acuesta a su lado. En el plano siguiente, que sella la elipsis, son novios o como se llame la relación que establecen. Oshima se queda con ellos, que van y vienen, que tal vez se quieran, hasta que al final mueren cada uno por su cuenta y un plano en pantalla dividida nos despide con sus cadáveres. El Belmondo de Sin aliento, tropezando hasta caer muerto en una calle soleada de París, no tiene nada que ver con estos dos jóvenes tirados en la noche de Tokyo. La anomia de Godard es romántica y existencialista. La anomia de Oshima es cruel. Godard es Nicholas Ray. Oshima es Sade.

La exploración de unas relaciones salidos de todo código, la sospecha de que todo vínculo sucede en estado de excepción, será la especialidad de Oshima; cuando a comienzos de los 80 ubique la acción de su extraordinaria Furyo en un campo de prisioneros no hará más que ponerle un marco rutilante a lo que filmó siempre. En el mismo 1960 de Cruel Story of Youth Oshima estrenó otras dos películas: La tumba del sol y Noche y niebla en Japón. En la primera -una apuesta consigo mismo por ver si podía ser más jodido que antes, que obviamente no salió bien- hay una banda de veinteañeros que vende sangre para cosmética, una villa miseria, asesinato, violación, suicidio, un vagabundo que quiere salvar al imperio y un padre que espía por entre el camisón a la hija que duerme. Oshima es, como dice Lester Bangs de Johnny Rotten: “un insecto zumbando sobre las ruinas amontonadas de una civilización que se arrasó a sí misma”. A lo que se podría agregar: y de la que no cabe extrañar o rescatar absolutamente nada.

Noche y niebla en Japón abandona la pequeña delincuencia, la familia débilmente integrada y la villa miseria de las dos películas anteriores y se mete de lleno con los estudiantes movilizados que aparecen al comienzo de Cruel Story of Youth. La película comienza en una fiesta de casamiento y se remonta diez años atrás para encontrar a los mismos personajes en su militancia estudiantil de extrema izquierda, en la que todavía siguen involucrados. La distancia temporal le sirve a Oshima para poner en escena el fracaso del movimiento y las discusiones políticas acerca de su actuación, que se repiten como en una ceremonia macabra. En el presente, la fiesta se convierte en un teatro de acusaciones, confesiones y denuncias. Diez años atrás, las cosas no eran distintas: en uno de sus tantos delirios, los estudiantes, que no deben tener veinte años todavía, mantienen secuestrado a un hombre que dice ser un trabajador pero al que ellos acusan de espía y amenazan con retenerlo o bien hasta que confiese o bien hasta que tome conciencia y se una al movimiento, que es lo que debe hacer si efectivamente pertenece a la clase obrera. Poco después, el hombre huye, y el joven acusado de dejarlo escapar se suicida. La misma escena se configura diez años después, en otro lugar y con otro chivo expiatorio. Los estudiantes que creen expresar el sentido de la historia están atrapados en un ciclo de repeticiones. Una danza de la muerte ejecutada cada tanto años, ceremoniosamente.

La misma cerrazón ideológica, el mismo idiotismo político de los estudiantes de Oshima tienen los estudiantes de Wakamatsu. “Desahogamos nuestra ira con las manifestaciones estudiantiles”, dice alguien en Cruel Story of Youth. Wakamatsu asume esta lectura sociológica por demás básica y se mete directamente en el infierno de la anomia juvenil. La escena del presunto espía ocupa unos minutos en Noche y niebla en Japón. Wakamatsu habría filmado una película entera en la habitación en la que lo tienen prisionero, entre torturas y arrebatos sexuales. Como un Oshima exploit, que es lo que de algún modo es.

Las películas de Wakamatsu son muy similares entre sí. Filma en pantalla ancha, se inclina por el jazz a la hora de musicalizar y por un montaje tan sincopado como su banda sonora a la hora de editar (notables las imágenes de sexo y militancia empalmadas al ritmo del free jazz en Ecstasy of the Angels). Usa, cuando filma en color, filtros de todo tipo y, cuando filma en blanco y negro, enérgicos contrastes. Las historias transcurren en general en lugares cerrados y cuentan con pocos personajes, lo que obviamente es una manera de enfrentar la restricción presupuestaria y el poco tiempo de filmación.

Sex Jack y Tale of Modern Lovers: Season of Terror son dos de sus mejores películas. La primera es la historia de unos estudiantes radicalizados que se esconden de la policía en casa de un obrero desocupado. Al llegar, miran con emoción la pobreza de la casa y de la calle a la que da su habitación; por fin conocen eso de lo que tanto han leído y hablado. Uno de ellos, en su bovarismo de ultraizquierda, dice que la miseria de la que son ahora testigos es como la del siglo XIX, es decir, como la del tiempo en el que fueron escritos sus libros de cabecera. Pero su alborozo no dura demasiado. Poco a poco comienza la división del pequeño grupo y la duda respecto de la lealtad de su líder, detenido hace poco. Separados de sus hábitos, los estudiantes reproducen entonces aquello que cuestionan y se revelan como opresores. Sus víctimas: las militantes que socializan su cuerpo sin decidir nada sobre el de los hombres y el sumiso anfitrión, que se transforma en sirviente.

Esta mirada sobre los estudiantes en armas es desoladora, y hay que decir que las películas de Wakamatsu son bizarras crónicas del fracaso antes que invitaciones a la revuelta. En Tale of Modern Lovers: Season of Terror esto es más claro aún. Dos policías vigilan a un joven que por motivos políticos permanece encerrado en un departamento. Nada importante parece suceder ahí, pero como los temas del sexo y la política se solapan, Wakamatsu convierte todo en una fiesta para voyeurs. Al final, el estudiante se carga de dinamita y se dirige al aeropuerto.

El carácter destructivo de todas las acciones juveniles parece derivar de que los estudiantes de Wakamatsu están atrapados por una violencia sin cauce político. La protagonista de Sex Jack, de Ecstasy of the Angels y hasta de las tres horas de United Red Army (una de sus últimas películas, de 2007) es la militancia más tanática e irracional que pueda concebirse. Wakamatsu la mira de manera extraña. La mejor película para tratar de entender algo sobre su punto de vista es Shinjuku Mad (1970). En ella, un hombre de origen campesino, orgulloso de haber trabajado durante veinticinco años como cartero, intenta averiguar quién y por qué asesinó a su hijo. Los jóvenes con los que se cruza son promiscuos, fuman porro, aspiran pegamento, escuchan rock, le cantan a Krishna, andan en moto, usan ropa de cuero, lentes oscuros y pelo largo como si hubieran salido de un doble programa The Wild One / Easy Rider. Algunos forman una especie de guerrilla urbana que resulta ser la que mató al hijo del cartero y violó a su novia durante toda una noche, embadurnándola además con la sangre del muerto. En el final, después de molerlo a palos con su banda de motoqueros, el líder le explica al pobre hombre que ellos están en la revolución por la revolución misma, que van a matar a quienes tengan que matar y que no hay objetivo que no sea la destrucción. El cartero -después de escapar entre molotovs- llega a una conclusión lógica respecto de los jóvenes: “¿Cómo se atreven a decir que ustedes son los desafortunados?”. Pero enseguida ve pasar a unos motoquero iguales a los que mataron a su hijo y le dejaron a él la cara destruida y los mira como entendiéndolos. Wakamatsu es igual de inexplicable que el cartero. Vaya uno a saber si no es una virtud.

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