Un café con Sautet, por Calanda

Rodríguez

No recuerdo otro diálogo tan simple y extraordinario. Tan plano-contraplano, tan plano cerrado pero con tanto movimiento y tanta vida. La banalidad del momento lo hace resplandeciente. Piccoli y su puta Mado están desayunando en un café de barrio después de pasar la noche juntos, no para tener sexo sino para sellar la trama de traiciones y contratraiciones empresariales que marca toda la película. Hablan en los planos más simples, más directos, más pegados a la mesa, a sus caras. Ella le pregunta: “¿Estás contento?” y él parece recién entonces darse cuenta de que ella está ahí. Hablan, comparten historias, se apuñalan, todo mientras toman un cafecito y, extremo de las bellezas, mientras en el fondo no deja ni por un momento de moverse gente. Van, vienen, entran clientes, los mozos no paran un segundo. No es un lugar para confesiones. No parece un lugar para la intimidad. Y, sin embargo, ahí es donde la intimidad ocurre. Porque es así como pasa: cuando no te lo esperás y estás pensando en otra cosa. Hacia el final de la escena, cuando ya Mado puso los puntos sobre las íes (pocas veces tan explícito el corazón tímido del cine de Sautet), pasan sus compañeras de trabajo, la saludan, ella aprovecha la excusa, se levanta, cruza la calle y entra a la oficina/fábrica o lo que sea donde tiene un trabajo de mierda de medio tiempo, que no le alcanza para nada y que compensa con unos pocos clientes fijos guitudos. Pero antes de eso, charlando con Piccoli, que sonríe canchero y pregunta celoso por su relación con Manecca (otro empresario como él, pero corrupto y prófugo), se da un intercambio que fluye con la naturalidad que solo Sautet puede hacer parecer natural y en realidad tiene la velocidad del rayo. Él le pregunta qué le ve al tal Manecca y ella le dice que él le regaló un reloj. “¿Un reloj? Yo te regalo un reloj”. Hay que ser pelotudo. Ella sonríe. Cuenta una historia: el día en que lo conoció a Manecca ella se estaba sintiendo mal, él fue delicado con ella, cuando ella le dijo que tenía un problema de deudas, él ahí en el momento le regaló un reloj a esta puta que no conocía y que resultó que valía un millón de francos. Ella sonríe: es un tipo bueno. Piccoli se burla con media sonrisa: “¿Un tipo bueno? Es un estafador. Dejó a su esposa y sus hijos. Estafó a gente como vos”. Mado lo mira como si lo mirara por primera vez, como si lo comprendiera por primera vez: “Lo que pasa es que vos sos un pelotudo. Vos conocés cómo son las personas. Pero no te importa”. Lo mató. Piccoli, el empresario correcto, el que arriesga todo solo para no dejarse ganar por un corrupto, el justo, el sabio, el respetado, el independiente, el que sabe cómo desenvolverse y cómo resolver lo que parecía irresolvible, el que la tiene clara. “Un hombre de principios” lo llama Manecca, justo antes de esta escena. El que debería ser el héroe. Y, sin embargo, no. Protagonista, no héroe. En el cine de Sautet no hay héroes. Hay tipos correctos, sí, también hay criminales. Los tipos correctos tienen razón. Los criminales no son románticos ni buenos. Son pobres tipos. Los justos se lanzan tras ellos. La barrera que divide a los personajes en el cine de Sautet no es la que separa a los buenos de los malos, los que tienen razón de los que no. La gran barrera, la diferencia fundamental, la que lo marca todo, es otra. Las criaturas de Sautet se dividen entre los abiertos y los cerrados: los que se saben compartir y los que no. De un lado, los desprolijos, los jodidos, los que van sin rumbo, los que no sirven ni para protagonistas, pero que te pueden dar un reloj si hace falta, los que se pueden pelear a trompadas pero después darte un abrazo, los que vienen y van. De otro, los fríos, los que tienen razón, los que saben.

De ese lado no hay nada.

Miccio

Pasás de un café al cine de Sautet entero. Chapeau. Yo voy a hacer el movimiento contrario, que es mucho menos interesante. Pero al menos podré decir: lo hice en honor de la simetría, del decoro, del equilibrio.

En un texto de 1974, reunido en su maravilloso Las películas de mi vida, Truffaut dice que después de ver Vincent, François, Paul et les autres sintió que Sautet le decía al oído: “La vida es dura en los detalles, pero en una visión de conjunto está muy bien”. La conclusión es brillante porque se ajusta perfectamente a la película que la hace nacer e ilumina además todo el cine de Sautet. Los detalles, efectivamente, son difíciles. Una separación, una muerte, un trabajo perdido, un fracaso, la inestabilidad sentimental que afecta fundamentalmente a los hombres (las mujeres la tienen mucho más clara). En el conjunto, aparece la comunidad, y con ella todo lo que vale la pena: el baile, la comida, el alcohol, el sexo, el café, el picnic, el tiempo compartido. Hay un equilibrio lo suficientemente inestable como para no pasar por mecánico que Sautet maneja a la perfección: como en plano demasiado general los detalles se pierden, y si se los toma demasiado cerca hacen olvidar el conjunto al que pertenecen y que los salva, las películas transcurren en plano medio, no solo porque efectivamente están llenas de ese tipo de planos sino porque el mundo que construyen corresponde a esa escala. Es una de las claves de Sautet. Estos son los personajes. Pero los personajes están tan metidos en el movimiento de la sociedad de la que forman parte que en cualquier momento la película podría dejarlos, irse con otros y después volver. Por eso hay tantas escenas en espacios públicos y bien concurridos. En la calle, en el bar, en las fiestas los personajes están siempre rodeados de otras vidas. Vistos desde muy cerca, estarían solos. Desde muy lejos, serían casos, ejemplos sociológicos o históricos. En el plano medio de Sautet tienen a la vez identidad y contexto.

También la representación social se ajusta mayormente a este criterio. Existe la burguesía industrial, comercial o de profesiones liberales, la clase obrera y la pequeña delincuencia. La riqueza extrema y el poder que la estimula y protege aparecen poco. La miseria honda, nunca. Lo más cerca es la comunidad de inmigrantes de Un mal hijo, pero su generosidad y energía es tan grande que puesta en comparación con el Piccoli de Max y los chatarreros y el Serrault de Nelly et Monsieur Arnaud, que ocupan el extremo exactamente opuesto, y que no saben formar grupos, ofrece una vida más conectada con las cosas que importan, y por eso más intensa. La de Sautet es una sociedad desigual pero integrada y llena de pasajes. En Vincent, François, Paul et les autres hay un médico, un escritor, un empresario fabril y un obrero. En César et Rosalie un caricautrista bohemio y un rico empresario de la chatarra.

Como la vida de los personajes es también la vida de la comunidad, los lugares de reunión -el restaurante, el bar, el café- son fundamentales. En Mado, una larga y notable escena de bar muestra pequeños apuntes de historias alrededor de los protagonistas. En Garçon!, una historia completa se desarrolla en las mesas del restaurante en el que trabaja Yves Montand, con apenas cuatro apariciones. Primero, un hombre y una mujer hablan, se tocan las manos, se muestran felices de estar juntos. En la segunda ocasión siguen igual. En la tercera, el hombre lee el diario. En la cuarta, el hombre está solo. El cine de Sautet está lleno de este tipo de historias apuntadas en los márgenes o en la profundidad.

Por supuesto, todo esto tiene que ver con el realismo. Lo que sucede es que Sautet sabe extraer del código rey una vibración cinematográfica tan aguda que sus películas dan un paso más, y entonces parece que encontraran la vida. Triffaut lo decía también. ¿De qué trata Vincent, François, Paul et les autres? De la vida. Es el efecto que Sautet produce. Como Pialat y Cassavettes, por mencionar otros dos cineastas que filmaron películas de un realismo insistente y desbordado. En Un corazón en invierno, harta de su vacío sentimental, Emmanuelle Béart le dice a Daniel Auteuil: “No se decide, se vive”. Ese estado consigue filmar Sautet. El compost desordenado de la vida, como escribís vos, Marcos, en tu texto sobre Jean Gabin. “Quiero vivir muchos años, tantos como mis hijos”, dice Romy Schneider en César et Reosalie. No hay muchas obras en las que ese poder afirmativo se sienta tanto. También los intentos de suicidio que abundan en estas películas tienen que ver con esto. El cine de Sautet es un continuo de energía vital que se mueve entre dos extremos. La fiesta, la reunión, el picnic por un lado. Y por el otro, el no va más. O el esto no empieza. Tal vez el mejor ejemplo sea Une histoire simple, que arranca con Romy abortando y termina con Romy lista para tener un hijo.

Este es el panorama general, torpe e incompleto. Ahora voy a seguir honrando esos atributos pero con una sola película.

El policía que interpreta Michel Piccoli (glorioso) en Max y los chatarreros está en la calle, en la oficina, en algún bar, en un taxi. En su casa, poco y nada. Apenas unos minutos, preparándose para tomar contacto al otro día con su nuevo caso: un grupo de delincuentes menores que no merecen demasiada atención pero al que Max le piensa dedicar todo su tiempo. Lo que lo distingue de otros protagonistas de Sautet es que anda de acá para allá pero solo. Max no tiene qué hacer, por lo visto. O como se dice, con tanta crueldad: no tiene vida. Lo que sí tiene es dinero. Su familia es dueña de viñedos, él supo ser juez y se hizo policía después de verse obligado a absolver a alguien que sabía culpable. De ahí, seguramente, su obsesión con el delito flagrante: al comienzo fracasa por no poder detener un crimen y dedica todo su tiempo a desbaratar otro, pero no uno ya en curso sino uno que él mismo va a empujar a planear y cometer. Así de tortuoso es: Max quiere llevar a unos ladrones rasos a hacer algo que sin su intervención no harían, y entonces detenerlos. Es un proyecto personal, posible no por la institución de la que forma parte sino por la familia de la que viene. La plata le permite hacer su propio caso. Alquila un buen departamento y le paga mucho más de lo que dice la tarifa mínima a la prostituta Lily de Romy Schneider (gloriosa), que funciona como conexión con los chatarreros.

El bar en el que se reúnen los chatarreros, lleno de remeras y poleras coloridas (salmón, rojo, lila, amarillo) y de música funk, contrasta con los trajes oscuros de Max y su ambiente de trabajo. Es claro: de un lado, un minúsvláido sentimental apegado patológicamente a la ley. Del otro, un grupo de delincuentes menores del que dan ganas de formar parte. La felicidad del bar y de los chatarreros es comunitaria, como siempre en Sautet. En uno de esos momentos que producen la impresión de haber capturado no ya un fragmento sino la energía misma de la vida, Lily llega con plata después de estar con Max, se amontona con la gente, pide champagne, se abraza con un tipo, llega al patio en el que en ese momento su compañero mantiene unas botellas en equilibrio con la frente, se sube a la mesa, le da un beso. La trompeta y la percusión de jazz latino completan el cuadro: un hedonismo plebeyo que de Renoir a Guiraudie, pasando por Pialat y Varda, el cine francés ha honrado como pocos, en parte apadrinado por sus pintores. A esta fuerza vital, que no desconoce el dolor (Lily intentó suicidarse en Alemania) sino el eterno rumiar de unas neurosis que no cabe sino llamar burguesas, le cae encima la amargura del policía, que se extiende de a poco como una mancha de aceite.

Pobre Max. Todo lo mide con la moral y la ley. Fuera del trabajo, no tiene a nadie. Basta ver sus escenas en lugares públicos. Con el jefe almuerza. Con el chaterrero con el que hace mucho compartió el ejército toma un Pernod. Con Lily, vino tinto. El único café lo toma solo, de pie, en un bar, mientras espera el momento para atrapar a los chatarreros. Después, una vez cumplida la detención, se sienta en una mesa vacía con Lily, que no le habla y lo mira con la cara de quien descubre una criatura inconcebible. Un tipo que cuando quiere hacer algo justo -y lo hace, porque Sautet tiene el corazón más grande del mundo y no va a dejarlo frente a nosotros como un monstruo indigno de piedad- debe quemar la vida entera. Un tipo que no tiene tribu ni sexo. Un tipo sin escena de café.

Vieytes

Yo me pido un cortado a espaldas de Stéphane, cortamambo con Un corazón en invierno como Max, por algo que tiene que ver con la muerte y Sautet no explica porque el cine no está para explicar lo que es y mucho menos lo que existe. El delito fragrante de Stéphane es el amor. El tipo, luthier de violines, se cree tan omnipotente que decide inventarlo. Nosotros lo acompañamos en el sentimiento. Enamora a Camille, la nueva chica de su amigo, como lo habría hecho un libertino sadeano ignorante de que Sade hubo uno solo, y se queda enredado en el juego, que termina perdiendo, porque se puede jugar con todo pero hay cosas con las que no debería jugar quien no tiene corazón. Sautet, que es un gran tipo, como dice José, le regala esa derrota que lo humaniza, esa fisura que lo abre, esa herida que lo cura.

La estrategia de Stéphane se termina de consolidar una tarde de lluvia. Imprevistamente aparece en la sala donde ella está grabando un trío de Ravel y la invita a tomar algo en uno de los descansos de la sesión. Esperan que escampe debajo de una ochava, cruzan corriendo la calle, llegan a un café, piden los suyos en la barra y poco después se sientan en una mesa desocupada. El tipo calla, sonríe sigilosamente, siembra misterio, despliega su estrategia en silencio, la mira, dice medias palabras, sugiere fragilidad, simula. De traje y corbata, correcta armadura burguesa, deja ver poco más que su nuez de Adán para que ella, con los ojazos abiertos de Emanuelle Béart, imagine lo que quiera. Como todo enamorado, ve lo que el otro ni siquiera se anima a saber de sí mismo. La imaginación al poder.

Hasta entonces Stéphane es un cazador que ha dispuesto sus trampas con esmero y precisión. Reparó el violín de Camille, acudió a la prueba posterior donde no hizo otra cosa que mirarla fijamente mientras ella se incomodaba cada vez más pero tenía la deferencia de atribuirse a sí misma el malestar, fingió descubrir que podía retocar más finamente el instrumento al día siguiente, esperó que su amigo saliera de la ciudad para sorprenderla en la grabación, hasta podríamos pensar que se decidió a hacerlo después de consultar el servicio meteorológico para asegurarse de que lloviera. Pero un auto casi los atropella cuando cruzan la calle, no hay mesa disponible en el café y cuando una se libera resulta que en otra, diagonal a la de ellos pero a espaldas de Stéphane, una pareja discute y se reconcilia incansable y acaloradamente. Él se molesta, como le molestará el “escándalo” que lo desnude en el restaurante más adelante. Ella los mira, sin importar la violencia espectacular del agravio o de la entrega, porque no arruga ante la pasión.

No es la única disputa amorosa que Stéphane rehúye. Una noche llega a la casa de su viejo maestro, a quien suele visitar seguido, y observa desde el auto la pelea que mantiene con la vieja criada que lo atiende como si fuera su mujer. Stéphane parece un nene asustado viendo cómo se putean los padres que un segundo después dormirán juntos y reconciliados. Espectador de primera fila, testigo superado por la visión, pega la vuelta y se va. De la pareja que discute en el bar sólo vemos la cara de ella, que lleva la voz cantante, mientras el hombre, de espaldas a nosotros, parece un pollo mojado mendigando la caricia en la mejilla que le dan después del reto. No es un café bullicioso como el paraíso popular de Max y los chatarreros, pero tampoco uno de esos restaurantes pitucos que miden los decibeles de las charlas. Stéphane no necesita marcapasos, le pusieron un metrónomo en el corazón vaya a saber cuándo. Camille, prodigiosa violinista, no le teme a las disonancias. Cuando todas las cartas estén sobre la mesa y ningún futuro se lea en la borra del último café lo mirará como diciendo, con los presos de Le trou: «Pobre Stéphane».

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