El rey de la colina, por Norman Mailer

Yo: la máxima palabra del siglo veinte. Si existe una sola palabra que nuestro siglo haya sumado a la potencia del lenguaje, esa palabra es yo. Todo cuanto hemos hecho en este siglo, desde proezas monumentales hasta pesadillas de destrucción humana, fue siempre en función de ese extraordinario estado de la mente que nos autoriza a declararnos seguros de nosotros mismos cuando no lo estamos.

Muhammad Ali tiene el yo menos asentado del mundo. Puesto que ha sido comandante del escenario, no pretende echarse atrás y entregar su papel a otros actores; como un loro, grita sin cesar que aún es el centro de la liza. “Vengan a reducirme –dice-. No pueden, porque no saben quién soy, ni saben dónde estoy. Soy la inteligencia humana y ni siquiera saben si soy el bien o el mal”. Tal ha sido, en estos años, su mensaje esencial a los Estados Unidos. Resulta intolerable para nuestra mentalidad norteamericana, que la figura de más relieve después del Presidente no sea comprensible, pues puede ser tanto un demonio como un santo. O ambas cosas. Richard Nixon, al menos, aparece comprensible. Podemos odiarlo o votar por él, pero al menos disentimos acerca de él. Lo que nos abruma respecto de Cassius Clay es que el desacuerdo está dentro de nosotros. Es un ser fascinante, mezcla la atracción con la repulsión. Es un ser obsesivo: cuanto menos queremos pensar en él, más obligados nos sentimos a pensar. Existe una razón: se trata del Mayor Ego de los Estados Unidos. Es también- como intentaré demostrar más adelante- la más veloz encarnación de la inteligencia humana que hayamos tenido hasta hoy, el espíritu mismo del siglo veinte, el príncipe de los medios de comunicación de masas. Ahora, quizá temporariamente, es el príncipe caído. Pero quizá sea necesario un holocausto de impulsos para entenderlo, porque la obsesión es una enfermedad. Veinte pequeñas obsesiones son otras tantas sanguijuelas en el cerebro, y una gran obsesión puede convertirse en una gran operación si nos negamos a convivir con ella. Si Muhammad Ali vence a Frazier en el combate de revancha, devendrá la obsesión nacional y lo elegiremos Presidente. Es válido votar por quien haya derrotado a un boxeador de la talla de Joe Frazier y aún siga siendo Muhammad Ali. ¡Qué combinación!

El yo –ese oficioso y a menudo eficaz ejercicio de la ignorancia como autoridad- debe ser el fenómeno capital del siglo veinte, aun cuando los estadounidenses patriotas gustan jurar que no existió en sus héroes. Lo cual, desde luego, forma parte de la sacra idiotez norteamericana. La más monstruosa exhibición de ego por parte de un hombre valiente en muchos años, fueron los tres golpes de Alan Shepard a una pelota de golf en la Luna. Enfundado en su traje espacial, con dificultades para mantenerse en pie, se fabricó un palo con una herramienta de uso múltiple y, constreñido a golpear con un solo brazo, movió la pelota en la segunda tentativa. En la tercera, logró proyectarla a unos 800 metros, distancia nada fenomenal si se considera la baja gravedad de la esfera lunar.- ¿Qué es lo que tiene de desagradable? –preguntó un agradable y joven burgués.

-¿Jugaría usted golf en la catedral de San Patricio? –respondió Acuario con altivez.

-Ahora que lo plantea en estos términos, creo que no –habló el muchacho después de mover la cabeza-. Pero me sentí conmovido cuando ocurrió y le dije a mi mujer: “Querida, estamos jugando al golf en la Luna”.

Para el aficionado común al boxeo, Cassius Clay ha sido golf en la Luna. ¿Quién puede estimar la cantidad de yo involucrado? Cada pugilista está en un remolino con su ego. Las peleas rebosan de leyendas acerca de boxeadores que encuentran a una chica en un ascensor deliberadamente detenido entre dos pisos, durante dos minutos, la tarde anterior a un combate de trascendencia. Luego, una vez que perdió la pelea, el airado representante le vuela los oídos: “¿Estás loco? ¿Por qué lo hiciste?” El boxeador contesta: “Todas las tardes me atacan tremendos dolores de cabeza que sólo una conchita me los cura”.

Todo boxeador profesional debe poseer un amplio ego, porque su objetivo es demoler a un hombre sobre quien sabe poco; es un insensible –esto es, el caldo de cultivo del ego-, y abunda en técnicas, que son las alas del yo. Lo que separa el noble ego de un boxeador del ego inferior de un escritor es que el pugilista sobrelleva en el ring experiencias ocasionalmente inmensas, comunicables sólo para boxeadores de magnitud, o para mujeres que sufrieron un parto angustioso. Experiencias llenas de misterio, en fin. Es un ejercicio del yo que se transforma en una especie de alma, del mismo modo que la tecnología pudo haber trascendido sus límites cuando el hombre pisó la Luna. Dos grandes boxeadores, durante una gran pelea, surcan ríos subterráneos de agotamiento y trepan a cimas de agonía, contemplan la luz de su propia muerte en los ojos del hombre a quien atacan, llegan a la encrucijada del más atroz de los karmas cuando se alzan de la lona contra el llamado embriagador y dulce de las catacumbas del olvido. Ocurre que no los vemos así, porque no son hombres de palabras, y éste es el siglo de las palabras, los números y los símbolos. ¡Basta!

Hemos llegado al grano. Hay lenguajes que no son de palabras, sino de símbolos y naturaleza. Hay también lenguajes corpóreos, y el boxeo es uno de ellos. No lograremos entender a un boxeador a menos que reconozcamos que habla con un dominio de su cuerpo, tan suelto y sutil y abarcador en su inteligencia como cualquier ejercicio mental que practiquen técnicos sociales como Herman Kahan o Henry Kissinger. Un hombre como Kahn está dotado de un peso de 150 kilos y no puede moverse con extrema ligereza. De igual manera, un pugilista normal no habla con un particular esplendor, aunque ello no implica que sea incapaz de expresarse con agudeza, estilo y un sentido estético de la sorpresa cuando boxea con su cuerpo; la obesidad de Kahn no nos impide reconocer que su mente puede trabajar con fuerza. El boxeo es un diálogo entre cuerpos. Hombres ignorantes, a menudo de raza negra, casi siempre cercanos al analfabetismo, se dirigen unos a otros mediante una escala de intercambios coloquiales, que penetran hondo en el corazón de sus materias. Es como si conversaran con sus físicos. Pero, a menos que creamos que una observación incisiva no nos causará la muerte, será forzoso aceptar la novedosa idea de que los hombres que boxean amistosamente tienen una conversación con la que pueden beneficiarse. William Buckley y yo, discutiendo una noche en una sala, ganaremos determinados puntos al mismo tiempo que gozamos del encuentro. Aun en televisión, donde lo que está en juego es mayor, podremos seguir gozando. En cambio, si nos instalan en un salón de debates para desmenuzar un tema durante 24 horas, con todos los estímulos necesarios para humillarnos mutuamente, con meses de preparativos y el estruendo de la publicidad, sacándonos la lengua por televisión, con las repercusiones en Vietnam dependiendo de cuál de los dos vencerá, más la fatiga de las luces violentas y el moderador que interrumpe a cada instante: nos hallaremos entonces al comienzo de una conversación en que uno de ambos, o los dos, saldrá herido, y quizá gravemente herido. El ejemplo es trivial, si se lo compara con las demandas de una pelea a quince rounds; tal vez deberíamos debatir durante semanas bajo las condiciones antes descritas, para que uno de nosotros dos fuese sacado del lugar en coma. Ahora es cuando el ejemplo se torna más claro: el boxeo es un rápido debate entre dos aparatos de inteligencia. Y es rápido porque se lo lleva adelante con el cuerpo, no con la mente. Si esto suena a extremismo, busquemos una ilustración. Picasso nunca pudo avanzar en aritmética porque en su infancia el número 7 le parecía una nariz dada vuelta. Por lo tanto, aprender aritmética lo hubiese retrasado. Era un futuro pintor: su inteligencia residía en la coordinación del cuerpo y de la mente; no iba a separar su cuerpo de su mente aprendiendo números, pero muchos de nosotros sí lo hacemos. Tenemos mentes que operan muy bien y cuerpos que no; si somos blancos, y queremos progresar, colocamos el acento en el aprendizaje de hablar con la mente. Las culturas del ghetto –negros, puertorriqueños, chicanos-, con menos expectativas de fortuna, tienden a expresarse con el talento que sus cuerpos les abastecen. Se hablan con sus cuerpos, se hacen señas con sus ropas; hablan con una silenciosa y telepática inteligencia. Y, sin duda, sienten la frustración de no poder traducir sus estados de ánimo con palabras, así como el ciudadano blanco de clase media se siente incapaz de materializar sus sueños de gloria con el empleo de su cuerpo. Del mismo modo que los negros empiezan a hablar nuestra mezcla de inglés formal y de sucia jerga norteamericana, los Estados Unidos blancos se vuelven más sexuales y más atléticos. Para comenzar a explayarnos sobre Ali y Frazier, sus psiquis, sus estilos, su honor, sus grandezas y sus defectos, es indispensable admitir que no podremos entenderlos si los vemos con la mira que utilizamos para nosotros. Sólo conseguiremos observar sus intimidades después de que nuestra imaginación dé un verdadero salto hacia la ciencia que inventó Ali: fue el primer psicólogo del cuerpo.

Hay boxeadores que son hombrones: Rocky marciano fue uno de ellos. Oscar Bonavena, Jerry Quarry, George Chuvalo, Gene Fullmer y Carmen Basilio, para nombrar sólo a unos pocos, tienen caras que asustarían a un sargento de la Infantería de Marina durante una pelea en un bar. Es como si pudieran abatirnos con el pedazo de hueso que les quedó por nariz. Todos ellos son, incidentalmente, blancos; poseen un código: pelear hasta que se derrumben, y si han de recibir un puñetazo por cada uno de los que dan, suponen que ganarán. Su yo y su inteligencia están conectados a la misma fuente de savia: el orgullo masculino. Son sustancias vecinas de la roca; trabajan en especialidades torpes para asentarse mejor, sabiendo que si logran la paridad –golpe por golpe con cualquier rival- alcanzarán el triunfo. Tienen más agallas; hasta cierto lejano punto, el dolor es su placer, ya que su papel en el combate es comerciar dolor por dolor, pérdida de facultades por pérdida de facultades.

Es posible citar a boxeadores negros como ellos: Henry Hank, Reuben Carter, Emile Griffith, Benny Paret. Joe Frazier sería el mejor del grupo. Pero los boxeadores negros resultan más complejos: tienen vetas de insospechable fuerza y poder cuando se sienten perseguidos como caballos salvajes. Cualquier promotor del mundo sabía que iba a lograr una lucha importante enfrentando a Fullmer y Basilio, propuesta tan certera como los salarios de una semana. Pero los boxeadores negros son artistas, relativamente hoscos, llenos de esas sorpresas de Paterson o Liston, del virtuosismo de Archie Moore y Sugar Ray, la velocidad, el salvajismo y la curiosa falta de sustancia de Jimmy Ellis, las vertiginosas neurosis de gigantes como Buster Mathis. Hasta Joe Louis –reconocido por la mayoría, en sus años de campeón, como el más grande pesado de todos los tiempos- fue inconsistente con pugilistas menores como Buddy Baer. Una parte de lo impredecible de sus actuaciones obedece al hecho de que, salvo Moore Y Robinson, todos eran pesados. Los campeones blancos de esta rama se encontraban fuera de forma entre uno y otro combate. Puede decirse que los pesados son siempre los boxeadores más lunáticos. Cuanto más se acerca un pesado al título de su categoría, más natural es que se torne levemente insano, secretamente insano, porque el campeón mundial de los pesados es el hombres más duro del mundo o no es nada, aunque hay una auténtica posibilidad de que lo sea. Es como el dedo gordo del pie de Dios: no existe patrón para medirlo. Los pesos livianos, medio-medianos y medianos pueden ser excepcionales y de fantástico talento: están siempre en su lugar. El mejor liviano del mundo sabe que un mediano fuera de ranking lo derrotará la mayoría de las veces, y el mejor mediano del mundo lo matará la mayoría de las veces. Sabe que el más fortachón de los parroquianos de un bar habrá de dominarlo sentándose encima de él, ya que el vigor de los puñetazos parece aumentar con el peso. Un boxeador de 120 kilos pegará con el doble de fuerza que otro de 60 kilos. Las cifras carecen de una base real y están acá solamente para indicar la ley del ring: un hombrón vence a un hombrecito. La idea de que los boxeadores son artesanos manuales es verosímil en las categorías liviana y mediana: como son pugilistas que conocen sus limitaciones, lucharán por alcanzar la excelencia en sus niveles. Cuanto mejor se desempeñen, más se aproximarán a la cordura, siempre que aceptemos que un boxeador es un artista prisionero, lo cual equivale a un artista del cuerpo. Con una enorme cantidad de violencia dentro de sí. Es obvio que a mejor y mayor éxito, más capaces serán de transmutar su violencia en artesanía, disciplina, arte corporal. Es una alquimia humana. Los respetamos y ellos merecen nuestro respeto.

Pero los pesados jamás gozan de esta sencilla cordura. Si se coronan campeones, empiezan a tener vidas íntimas como Hemingway o Dostoievski, Tolstoi o Faulkner, Joyce o Melville, Conrad o Lawrence o Proust. Hemingway es el ejemplo supremo, porque deseaba ser el máximo escritor en la historia de la literatura, sin dejar de ser un héroe con todas las artes corporales que la edad le brindase; estaba solo y lo sabía, y así lo están los pesados. Dempsey estaba solo y Tunney jamás pudo explicarse; Sharkey nunca pudo creer en sí mismo, ni Shcmeling ni Braddock; Carnera rezumaba tristeza y Baer era un clown indescifrable; grandes pesados como Louis tenían a la soledad de todos los tiempos en su silencio, y hombres como Marciano fueron mistificados por una potencia que parecía haberles sido otorgada por gracia. Con el advenimiento de los grandes pesados negros de nuestra época –Patterson, Liston, Clay, Frazier- acaso la soledad cedió lugar al elemento que se autoprotegía; una situación surrealista, inestable a todas luces. Ser un campeón negro de los pesados en la segunda mitad del siglo veinte –con las revoluciones negras que estallaron en el mundo entero- no difiere de ser Jack Johnson, Malcom X y Frank Costello, reunidos en una misma persona. Subir al ring en Chicago era, para Sonny Liston, más espantosos que enfrentar a Patterson esa noche: estaba desnudo, como un cable sin funda, porque aguardaba una recompensa a sus años de placeres carcelarios y trabajos abyectos. Caudales de paranoia debieron de abatirse sobre él como baldazos de color que emanaran de diferentes puntos de la liza. Apenas sabía leer y escribir; ninguna de las erróneas informaciones salidas de la lectura diaria coagulaba la antena de sus sentidos; por lo tanto, conocía todos los odios amontonados contra él. Sabía que en la multitud abundaban los asesinos, gente con la cual él tuvo tratos; cualquier asesino podría buscar su venganza por actos que Liston ya había olvidado. Es lógico que Liston tuviera miedo al marchar hacia el ring, y que en cambio se sintiese feliz al ocuparlo.

Patterson estaba exhausto antes de que empezara el combate. Solitario como un monje durante años, con su diaria gimnasia acendrando sus meditaciones, fue el primer boxeador negro considerado y luego empleado como fuerza política. Pertenecía a la élite liberal, una especie de Eleanor Roosevelt, un símbolo político para la NAACP (Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color). Violento hasta el asesinato si no hubiera sido pugilista, era un caballero en público; más aún, un hombre de las más gentiles, moderadas y privadas buenas maneras, aunque monástico por inclinación. Los negros militantes presionaron sobre él para que ganase a Liston y así enaltecer la imagen de su raza. La responsabilidad se aposentó sobre él como esos films silenciosos donde un pobre infeliz debe cargar con una vita sobre sus hombros, y que al final de la película cae por tierra: tal, el peso depositado en Patterson. La responsabilidad de vencer a Liston era norme. Patterson, boxeador de incorruptible honestidad, acabó noqueado por golpes que nadie distinguió fácilmente, se derrumbó como tocado por el rayo. Había comenzado la era de las batallas surrealistas. En el segundo match con Liston, Patterson –temeroso de que se repitiera la pesadilla-, no hizo sino atacar a su oponente con las manos bajas y fue derribado tres veces y dejado fuera de combate en el primer round. Acababa de empezar la era de la psicología corporal y Clay estaba allí para concebirla.

Era un muchacho salvaje, aseado, libérrimo como el presidente de un centro de estudiantes; corbata de moño, zapatos marrones y blancos; afable, esperanzado, ronco. Fue a Las Vegas para presenciar la segunda pelea Patterson-Liston, como un niño hermoso rodeado de tías chochas. Las maduras damas negras, de aspecto clasista, lo flanqueaban en Las Vegas como si trataran de erigir un campo femenino de repulsión contras las negras fuerzas magnéticas endemoniadas del mar. Desde el santuario de su destreza para circular junto a las mesas de juego como un gato retozón, acosó al majestuoso Liston antes y después del combate.

-Sos tan feo que no sé cómo podrías ser todavía más feo –se mofó Clay.

-Sentate en mis rodillas que te doy tu juguito de naranja –replicó Liston.

-No me insultes o lo vas a lamentar. Sos un oso feo y pesado.

Fingieron irse a las manos, pero los separaron sin esfuerzo. Estaban abriendo la puerta de la futura pelea y Liston se sintió secretamente orgulloso de Clay. Reía cuando hablaba de él. Habían pasado años desde que Liston no noqueaba a su rival en la primera vuelta; su carisma era amenazador, se contenía el aliento cerca de él. Avizoraba con bovina complacencia los felices segundos en que llevaría aparte a Clay para mirar la expresión de esa cara tonta. En Miami se entrenó para un combate a tres rounds. En la famosa quinta vuelta, cuando Clay apareció enceguecido por el cáustico, levantó sus guantes hacia Liston, con una mirada de abyecto horror en la cara, como diciendo: “Tu joven hermano es ahora un mendigo viejo y ciego. No lo destroces”. Lo hizo con autoridad, ya que aparecía un fantasma con sus ojos cerrados, llenos de lágrimas, los guantes que flotaban delante de Liston como súplicas de viuda. Liston se echó atrás con duda, con perplejidad, inquieto por su nueva forma de ex matón. Liston reaccionó como un caballero, y Clay se salvó: sus ojos, libres del ácido, volvieron a ver y despedazó a Liston en el sexto round, dejándolo exhausto y molido. Acaso Clay lo había derrotado más temprano, durante el pesaje, cuando lanzó gritos, silbidos, arengas contra Liston, cuando le sacó la lengua. El campeón quedó anonadado: nadie había sido capaz de mirarlo fijamente a los ojos en los últimos cuatro años. Ahora, un muchacho le gritaba, un muchacho que pertenecía a los Musulmanes Negros; más, un muchacho distinguido por Malcolm X, el jefe de la secta, que era más valientes que los valientes, según la fama, pues podía recibir una bala en cualquier momento. Liston, sólo temeroso de los locos –así dijo-, tenía miedo de los musulmanes porque no podía contender con su solidaridad en prisión, su puritanismo, su disciplina, sus jerarquías marciales. La mezcla era demasiado compleja y poco familiar; y ese muchacho, en un rapto de terror o una manía de coraje, le gritaba. Liston se sentó, movió la cabeza, miró a los periodistas –que se pusieron de su parte- y se atornilló la sien con un dedo, como diciendo, de blanco a blanco: “Este chico negro está loco”. Clay se lo hizo creer, y cuando Liston erró el primer golpe por 45 centímetros, todos supimos que esa noche no sería una noche más.

Para la revancha en Boston, Liston se entrenó como nunca antes. Clay se hernió, Liston volvió a entrenarse. El entrenamiento forzado, cuando un boxeador va creciendo en edad, parece hablar de la triste muerte de las células mejores en todos los órganos favoritos; los pugilistas viejos reaccionan ante el entrenamiento como las mujeres bonitas ante el lavado de pisos. Pero Liston se entrenó dos veces, una por la hernia de Clay y otra por el combate de Maine; en la segunda oportunidad, envejeció como boxeador porque tuvo un sparring, Amos Lincoln, que había sido uno de los grandes pesados del país. Guerreaban cada tarde en el gimnasio. El día anterior a la pelea, Liston se encontraba tan relajado. Soñoliento y sereno como quien toma un baño de vapor. Había casi entregado su vida en el entrenamiento, bajo la constante presión de Clay, quien no hacía más que sostener que Liston estaba viejo, lento y tal vez no podría ganar. Su combate originó un escándalo, pues Liston cayó en el primer round y quedó fuera de juego, sin escuchar la cuenta. El referí y el cronometrista no se intercambiaron señales; Clay, de pie junto a Liston, gritaba: “¡Levantate y peleá!” Fue una noche perdida y una tragedia para Clay, ya que se había entrenado para un largo y arduo combate. Había desarrollado su técnica con vistas a un cotejo de envergadura, y ahora quedaba envuelto en una serie de preguntas sin respuestas, entre ellas una que no podía admitir: ¿su golpe tuvo la magia de un verdadero nocaut o Liston, por muchas razones, tomó la decisión de permanecer tendido en la lona? Este episodio lo dañó profundamente.

Aprendió todas las lecciones de su curiosa vida y las ultrajantes motivaciones de su pueblo (es factible deducir los comienzos de una Psicología del Negro estudiando sus combates con boxeadores negros), para elaborar con ellas una técnica deportiva sin parangón, una técnica de las más cultivadas. Clay no es un producto de los barrios bajos; su madre era una graciosa dama de piel clara; su padre, un hombre ingenioso a quien enorgullecía el apellido familiar Clay, descendiente del orador Henry Clay, por el lado blanco, nada menos. Cassius empezó a boxear a los doce años en un gimnasio policial, y desde entonces fue un fenómeno de estilo y de resistencia al dolor, porque siempre supo utilizar sus dotes físicas. Alto, relativamente delgado, con un alcance excepcional aún para su volumen, desarrolló una capacidad defensiva que se basaba en el mejor empleo de su cuerpo. Partiendo, al parecer, de la premisa de que ser golpeado es algo obsceno, boxeaba con la cabeza hacía atrás y la echaba aún más hacia atrás al ser atacado, como a un niño a quien avergüenza recibir golpes en una pelea callejera, porque su cintura es más flexible que el cuello de un boxeador común. Clay puede luchar con los brazos bajos, vigilando al rival que tiene enfrente, evitando los golpes con la velocidad de sus pernas, los reflejos de su cintura, el destructor despliegue de sus brazos que siempre desequilibran al adversario. A ello debe sumarse su psicológica comprensión de la vanidad y confusión de los otros boxeadores. Un hombre sobre el ring es un actor, como lo eran los gladiadores: al forjar su técnica desde los doce años, Clay supo cómo aprovecharse de la vanidad de otros actores, cómo hacerlos sentir ridículos, forzándolos así a cometer errores fatales, cómo establecer este tono desde el primer round. Más tarde aprendería a fijarlo un año antes de la pelea. Clay descubrió que el boxeador psicológicamente atado antes de que suba al ring, ya ha perdido la mitad, las tres cuartas partes, no, toda la pelea: esto es la psicología del cuerpo.

Pero aún debemos agregar su curiosa habilidad de pegador; supo Clay que los golpes más vigorosos, lanzados sistemáticamente, nada significan. Hay boxeadores de club, como armadillos o caimanes, sobre quienes pueden llover los golpes sin que se derrumben. Sólo es posible tirarlos si se encuentran en un hondo estado de confusión; el bombardeo de puños de otro boxeador no representa su confusión sino su expectativa. De ahí que Clay pega con una enorme variedad de intensidades mezcladas, materia en que nadie lo ha superado; juega con los puñetazos, es tierno con ellos, los aplica con la misma delicadeza con que ponemos una estampilla en un sobre, luego los desencadena como una siembra galopante encima de un rostro, descarga un directo cruel contra la boca del rival como un bateo de béisbol, después valses en el “clinch” con un brazo tierno alrededor del cuello del oponente, se pone fuera de alcance con piernas voladoras, coloca un gancho en las costillas, más golpes atizados sobre el rostro, una suave ráfaga de guantes, el antebrazo decidido para eludir el asalto, un ataque al cuello durante cualquier forcejeo, y vuelta a eludir, mientras los guantes se abaten como serpientes o látigos sobre la cara.

Después que Clay venció a Liston por primera vez y se entrenaba para la segunda pelea; ya campeón y rebautizado Muhammad Ali; ya convertido sin misterios y velozmente –al cabo de las sopas de yo y las médulas de su viaje al África musulmana- en un Príncipe Negro, en el potentado de su pueblo, en el ojo de la tormenta; en esa época, Clay –es más natural que de ahora en adelante le llamemos Ali, dado que el Príncipe debe comportarse como un joven dios-, Muhammad Ali, campeón mundial de los pesados, estaba comprometido a ser líder de su colectividad, y se preparó para la revancha con Liston, al tanto ya de los enredos de la Ciencia del Golpe. Alternó con los mejores y los perores sparring, hizo rounds de agilísimo trámite con Jimmy Ellis –futuro campeón, antes de que lo derrotara Frazier-, rounds que traslucieron la alta estética del boxeo en su cenit; se dejó ir contra las cuerdas, las manos a los costados, como si estuviera en la undécima o en la decimotercera vuelta de un agotador y fatal combate con Liston, en el que Ali, extenuado, no pudiese levantar las manos y sólo se hallara en condiciones de recibir golpes en el estómago, rodando con ellos, sofocándolos con el estómago, absorbiéndolos con retrocesos, deslizándose junto a las cuerdas, midiéndose con el sparring con movimientos pasivos, aunque repetidos, de sus manos flexibles. Durante uno, dos minutos, el sparring –llamado Escopeta Sheldon- bombardeaba el estómago de Ali como si fuera Liston quien lo despdezara en los rounds finales; Ali, moviéndose con languidez, retirando su cuello ante el ocasional directo al rostro, yendo de las cuerdas hacia los puñetazos y de los puñetazos a las cuerdas –como si el torso se hubiera transformado en un inmenso guante de box destinado a enjugar el castigo-, logró asimilar una mayor concepción del dolor, como si el dolor no fuera tal si se lo acepta con el alma tranquila. Ali se dejó bombardear contras las cuerdas por los golpes de toro de Sheldon; la expresión de su cara era remota y, al mismo tiempo, la de quien busca los últimos senderos hacia los nervios de cada golpe, del mismo modo que un pasajero de subterráneo buscará el significado de las cotizaciones de Bolsa que acaba de leer, en la oscilación de un título curioso. Ali se relajaba contra las cuerdas y aceptaba los puñetazos en el vientre con fingido desdén, como si no llegaran demasiado a fondo; al minuto o dos, tras haber ofrecido su cuerpo como el cuero de un tambor para el solo de un baterista loco, abandonaba su comunión consigo mismo y encendía un tatuaje luminoso de azotes, engañadores como al luz sobe el agua, deslumbrando así al sparring; éste, los brazos rendidos y ahíto de golpes, miraba a Ali con ojos afectuosos, tan absoluta era su admiración. Si el público estuviese habituado a llorar en el entrenamiento de un boxedor, era aquél el instante digno, porque Ali manejaba una concentración a la distancia y un desdén de artista que no puede encontrar alguien lo bastante cerca o lo bastante bueno como para comprometerlos a él y a su arte, y porque a lo largo de su faena había perfeccionado la esencia de su arte, que consiste en que secreta, irremediablemente, el otro boxeador se encariñe con él. Bundini, su entrenador especial, un alter ego con el mismo recio, demoníaco, agudo e incesante poder oratorio de Ali –si hasta se parece un tanto a Ali- lloraba sin ocultarse mientras veía el combate.

Finalizado el entrenamiento, Ali hizo declaraciones a los periodistas, los instruyó –mirando más allá de su defensa con Liston- acerca de lo que haría con Patterson, se mofó de Patterson, llamándole conejo, conejo de blancos; sabía que de esta manera cargaba un nuevo madero sobre los hombros de Patterson, un hiriente y pesado madero de ira, temor, rabia desesperada y secreta admiración negra por la fuerza del descaro de Ali Enseguida, Ali se volvió encantador como una estrella cinematográfica que habla con un niño. Si fuese Narciso, también sería el espíritu del agua donde Narciso se contempla. Parecía saber que Patterson ya estaba a su merced, que el preciso ataque de llamarle conejo iba a afectar el más débil eslabón –sea cual fuese- de la psiquis torturada y tensa de Patterson, y que Patterson se derrumbaría, como en verdad sucedió –no podía soportarlo- cuando su encuentro tuvo lugar. La espalda de Patterson cedió en los primeros rounds, y él boxeó doblegado y dolorido, como si le faltasen los huesos de la cadera, durante once corajudas y miserables vueltas hasta que el árbitro dio por terminado el combate. Ali, que acababa de romper con su primera esposa, se comportó de manera desagradable esa noche en el ring, el ceño hosco y despreciativo, en camino a transformarse en el más impopular de los grandes norteamericanos. Ello también formaba parte de su arte: llevar al público a la situación de odiarlo tanto que el calvario del otro boxeador linde con lo metafísico, que es donde Ali pretendía ubicarlo. Los pugilistas blancos, con rostros de piedra embebidos en cemento, cambian golpe por golpe. Ali gusta llevar el boxeo al territorio donde pertenece, trocando metafísica por metafísica con quien fuere.

Así continuó ganando sus combates y acrecentando su impopularidad, al mismo tiempo que inflamaba de cólera a los dirigentes blancos del boxeo, quienes son en su mejor parte una gavilla de usureros, bebedores y animales capaces de luchar hasta por un centavo y de saldar algunos de sus delitos llevando a los boxeadores, que fingen sobriedad, a todas las reuniones masculinas de la parroquia y todas las fiestas de caridad del templo. “Lo que soy se lo debo al boxeo”, dirá el boxeador mientras partículas de ginebra, ajo y bailarinas de la noche anterior le salen por los dientes.

Ali los había psicoanalizado. Como un rayo laser, tronchó negocios moribundos, fulgurantes y turbios, humo de cigarros y charlas, hipocresías y certeras patadas en el culo, políticos infames y pus patriótico; leve e impersonal, llegó hasta el corazón de la podredumbre boxística el boxeo fue siempre el oculto Vietnam del Sur de Estados Unidos, oculto durante cincuenta años en nuestra piel hasta que marchamos allí. Ali se presentó a las embanderadas salutaciones militares del alba y dijo: “No voy a pelear contra el Vietcong”, luego de lo cual lo avasallaron, lo empujaron hacia los tres años y medio de su martirio, en el que evolucionó. Evolucionó desde engordar un poco de cintura y obtener un poco del complaciente músculo de la almeja para su yo mundial. También evolucionó su mente y creció su físico. Ya no parecía un muchacho sino un hombre taciturno, más bien robusto, de hombros anchos. Pudo desarrollar la paciencia necesaria para sobrevivir y la sabiduría de imaginar futuras noches de cárcel, así como cultivar la suspensión de las creencias y el rechazo de la incredulidad. ¡Qué triunfo para un hombre joven! Mientras aguardaba su reincoporación o eludía la cárcel –años que lo hicieron decaer-, Ali caminó sobre la cuerda floja entre la amargura y la apatía y tuvo tiempo de abatir a Quarry y a Bonavena. Venció a Quarry con una racha de cien puñetazos extraviados, con un latigazo calculado, un latigazo como lamedura de serpiente en la esponja de carne que rodea los ojos irlandeses de Quarry: la pelea fue cancelada en el tercer round. Luego noqueó a Bonavena el indestructible, a quien nadie había frenado antes, con el arte de mezclar los puñetazos; algunos de los golpes que dio esa noche no hubieran lesionado a un niño, pero el puñetazo del decimoquinto round fue como una bola destructora llegada del espacio exterior. Bonavena empezó a desparramarse sobre la lona, era una casa que se venía abajo.

Sin embargo, tal vez fue ese el golpe que lo derrotaría más adelante. Ali se fatigó con Bonavena, estuvo deslucido, ahogado, torpe, superior en puntos aunque necesitado de serio entrenamiento si buscaba derrotar a Frazier. El puñetazo del último round inflamó su creencia en que las fuerzas mágicas le pertenecían y sólo bastaba con apelar a ellas; que las silenciosas ligas de apoyo a su causa negra –la causa de todos- eran como una capa de terciopelo nocturno, destinada a protegerlo con sangre negra, negro sentido de la tragedia, conciencia negra de que la culpa del mundo se había transformado en el gozne de una puerta que ellos abrirían. Los negros iban a despejar el camino hacia el mentón de Frazier, el camino para su viaje al Olimpo.

Por esta razón no se entrenó como quizá debía. Corrió cinco kilómetros cuando hubiera podido correr ocho; boxeaba durante unos días y dejaba luego uno o dos en blanco. Se sentía relajado, lleno de confianza, tomaba sol en el inexigente invierno de Miami, saltaba la cuerda en un gimnasio ahíto de boxeadores, repleto de boxeadores en ejercicio que buscaban publicidad. Cómodo, sereno, a la manera de la máxima estrella del cine, Ali representaba a un joven boxeador entrenándose en un rincón con la bolsa de arena –todos los ojos se centraban en él-, haciendo flexiones, recibiendo friegas de linimento en el estómago, tras lo cual hablaba con los periodistas. Estaba convencido de conocer a todos los boxeadores negros hasta la raíz; Frazier sería más fácil de vencer que lo suponible. Como un chico que creció para asumir una montaña de responsabilidades, hablaba con la calma de un sabio y bromeó a dos periodistas obesos. “Más vale que beban litros de agua, buena agua fría en vez de ese alcohol que les quema los intestinos”, dijo con la sonrisa de alguien que se intoxicó con agua, aunque Ali tiene fama de adorar las bebidas suaves y dulzonas. “Coman fruta y verdura limpia, carne y pollo, así perderán peso”, siguió aconsejándoles para referirse enseguida al impacto mundial del próximo combate. “Piensen en un estado con un millón de espectadores, diez millones de espectadores, todos allí reunidos para ver y que han pagado para ver; pero piensen también en los centenares de millones, en los miles de millones que verán la pelea por televisión. Si pudiéramos congregar a todos ellos en un mismo lugar y por encima volara un jet, el avión tendría que volar durante una hora antes de llegar hasta la última persona que verá el combate. Es el acontecimiento más importante en la historia del mundo y un hombre como Frazier, buen boxeador pero apenas un trabajador dedicado, no sirve para soportar la presión de tantos ojos que lo miran. Cuando peleé por primera vez con Liston en Miami, tuve una experiencia de este tipo de presión que él no tuvo. Frazier se rendirá ante esa presión. No veo cómo Frazier puede darme, no me puede alcanzar, mis brazos son muy largos; y si llega a golpearme no cometeré el error de Quarry, de Foster o de Ellis de lanzarme sobre él. No, voy a esperar a que mi cabeza se aclare y después empezaré a castigarlo, pum, pum. No, no podrá vencerme. La pelea será más fácil de lo que ustedes imaginan”.

El boxeo sigue siendo similar a la pelea callejera en un solo sentido: la necesidad de confiar en nuestra victoria. El hombre que sale de un bar para pelear con otro trata de adecuarse a la confianza de que, sin duda, ha de triunfar: es la facultad más misteriosa del yo. Esa confianza es un sedativo contra el dolor de los golpes, y una orden para pegar mejor. La lógica del espíritu indica que ganaremos sólo porque merecemos ganar; la lógica del yo, establece que, si no pensamos en ganar, no merecemos ganar. Y así sucede casi siempre; es como si por no creer en nuestro triunfo, fuésemos culpables de no tener derecho al triunfo.

Los campos de entrenamiento son, por ello, pequeñas fábricas donde se elabora un raro elemento psicológico: un yo capaz de aguantar el más fuerte dolor y de administrar el castigo más drástico. La corriente del yo de Ali fluye sobre las piedras de todas las distracciones; es un yo análogo a la corriente de un río alimentada por cientos de tributarios del afecto negro y el afecto de la Izquierda blanca. La construcción del yo de Frazier pertenece a otra categoría. Su manager, Yancey “Yank” Durham –un negro cauteloso de piel clara y digno porte, cabello y bigote grises, barriga pequeña y conservadora, y ojos vivaces que a setecientos metros de distancia pueden descubrir a quien se le acerque con intenciones criminales-, ha sido un orfebre consumado que durante años trabajó un diamante en bruto hasta convertirlo en una valiosa joya, dura como la transmutación del negro carbón de la tierra negra en la brillante sombra celeste de la más rara piedra preciosa. ¡Qué boxeador este Frazier, qué yo diamantino, qué manager este Durham! Veamos.

Tarde o temprano, las metáforas boxísticas, como los managers, se vuelven sentimentales, militares; pero no hay elección posible. Frazier es el equivalente humano de una máquina de guerra; cuenta con un tremendo poder de fuego, un formidable gancho de izquierda, un gancho que aun cuando no alcance el blanco asusta a quien lo contemple, pues parece que silbara. Tiene una derecha vigorosa y puede golpear con ambas manos, algo que ni siquiera los buenos boxeadores consiguen. Suele aporrear a sus adversarios con fuerza letal; recibe un puñetazo, da otro, recibe tres, da dos, recibe uno, da uno, siempre a alta velocidad, trabajando sin cesar, adelantando el cuerpo y los brazos –cortos para un pesado-, arriba de la cintura, como un bombardero. Frazier no se queda quieto; duro y parejo, va y viene, busca al rival, lo golpea, vuelve a golpearlo, burla la guardia y golpea, recibe y devuelve. Nunca es Frazier más feliz que cuando su corazón está a la altura de su adversario; que vuelen las balas, porque su corazón lo socorre. El otro termina por entregarse. Invicto como Ali, ganador por k.o. de 23 peleas sobre 26, es una fuerza humana, sin duda la mayor fuerza en pesados desde Rocky Marciano. (Si se hubieran medido, Marciano y Frazier habrían sido como dos camiones Mack que se chocan, dan marcha atrás y vuelven a chocarse hasta que las ruedas se salen de sus ejes y los motores del chasis.) Sin embargo, el combate Frazier-Ali iba a ser distinto. Ali se movería sin cesar, golpeando a Frazier con largos “jabs”, ganchos rápidos y derechas, retirándose a cada instante para evitar ser alcanzado; a menos que Frazier absorbiera el castigo y entrara a saco en él. Acá es donde empezaba el problema militar: absorber el castigo es una cuestión moral y en la futura pelea se presentaba una situación especial, ya que Frazier se había convertido en el boxeador de los blancos y sus hermanos negros lo boicoteaban. Esta situación podía envenenar la moral de Frazier, dos veces más negros que Ali y la mitad de buen mozo. Con el rostro decente y rugoso, labrado por la vida, de un minero, parece el meritorio y modesto hijo de una de esas lavanderas negras sin edad que trabajan de seis de la mañana a doce de la noche, crían una familia y suscitan la exasperada admiración de las señoras blancas, que dirán con gentileza: “Esta mujer tiene derecho a una vida mejor”. Frazier tiene el aspecto de uno de los tantos hijos de esta lavandera, y es el boxeador que se entrena con mayor ahínco; en realidad, no hay otro boxeador viviente que lo supere en este ramo: primero, cuatro vueltas con su sparring Kenny Norton, un talentoso pesado de excelente foja; después, la bolsa de arena, el “punching-ball”, salto a la cuerda, de diez a doce rounds y ejercicios físicos, todo esto en un día liviano. A través de este régimen, Frazier cobra la tenacidad, la concentración y la pujante furia de quien ha tenido tan pocas cosas en su vida que es capaz de aguantar los perores tormentos para progresar. Frazier dedica el total de su energía y su fuerza a un absoluto y abstracto ejercicio de voluntad; de tal modo, sea cuando se entrena con el sparring o con la bolsa de arena, arremete contra ambos como si sus únicos enemigos fuesen el cansancio de su corazón y el estrépito de sus pulmones; y como si la cabeza de un boxeador o el cuero del “punching-bal” no fueran sino una especie abstracta de material, ni una cosa ni un ser, una especie, un obstáculo que debe ser deserrado al olvido. La respiración se le fragmenta en quejidos y sollozos mientras aplasta los puños contra la bolsa como si ella fuera un hombre, como si esa pesada bolsa del tamaño de un toros que cuelga de una cadena fuera un oso, un gran boxeador, y como si ambos forcejearan en el mortal intercambio de puñetazos asesinos que estalla a mitad del octavo round. Lo mismo al saltar a la cuerda con un ritmo inhumanamente veloz para ese momento final de sus ejercicios, con el sudor que se derrama como oleadas de sangre de una arteria. Frazier salta, murmurando: “Dos millones y pico de dólares, dos millones y pico de dólares”, igual a un tren que entra resoplando a la estación del agotamiento. Era obvio que Durham –joyero a tus diamantes- trataba de hacer que el combate fuese lo más abstracto posible para Frazier, de desentenderse de Clay –no le llamaban Ali, pues para fortificar su yo Frazier despersonalizaba al rival, y así Clay era la bolsa-; Frazier no recibiría mensajes desde la caverna de terciopelo donde los negros enviaban su buenos deseos a Ali; Frazier se aislaría mediante prodigios de labor, la más dura labor del mundo, y caería en la depresión diaria del abrumador cansancio diario.

Esta era la mitad de la estrategia para aislar a Frazier de Ali: intenso entrenamiento y pensar en Clay como en un objeto inanimado. La otra mitad estaba a cargo de Durham, exclusivamente, quien llevaba especiales relaciones con los negros del norte de Filadelfia que venían al gimnasio, pagaban su dólar y estaban dispuestos a molestar a Frazier. En los cuatro rounds que boxeó con Norton, Frazier no se lució demasiado. Faltaban diez días para la pelea y no estaba de buen humor, pues esa mañana –según lo que se rumoreó en el gimnasio- había descubierto que uno de sus sparrings favoritos, al cual acababa de despedir, era un musulmán negro e informaba todas las noches a Ali. Hosco y frío al comienzo, Frazier fue vapuleado y golpeado por Norton, orgulloso de sus veinte triunfos y una derrota, dueño de sus propias ideas sobre cómo luchar con los campeones, se acercó a Frazier para un cuerpo a cuerpo y recibió una derecha que lo demolió, que lo dejó debilitado, con esa sonrisa tonta de los sparring que han sido demasiado golpeados como para justificar cualquier experiencia o suma de dinero que logren con su oficio. Hasta ese momento, la multitud estaba de parte de Norton, restringida a un rincón del gimnasio Cloverlay –una dependencia de planta baja, que pudo ser antaño una casa de venta de automóviles, y cuyo piso estaba ahora inmaculado y desinfectado para Frazier y sus ayudantes-, tan distinto a Miami, donde Ali se codeó con los espectadores, la multitud aplaudía cada vez que Norton golpeaba a Frazier, reía cada vez que Norton lo descolocaba, gritando “terminá con la vieja”, hasta que Durham levantó un dedo caballeresco pero admonitor pidiendo silencio. Por fin, luego de concluida la sesión de entrenamiento, Durham se reunió con os espectadores para responder a sus preguntas, compartió sus humoradas, los mareó con palabras, ganó sus simpatías para Frazier diciendo: “Cuando pelee con Clay, lo derrotaré en la mitad del combate”, frase que los negros devolvían bromeando así: “Usted no es el que peleará, es Frazier”.

-¿Por qué lo llama Clay, si se llama Ali? –preguntó alguien.

-Para mí, se llama Cassius Clay –dijo Durham.

-¿Tiene algo contra su religión?

-Ni yo tengo nada contra su religión ni él contra la mía. Yo soy bautista.

-¿Ganará usted dinero con esto?

-Claro que sí, claro que ganaré dinero. No pensarán que transpiro tanto para nada.

Estaban conformes con él, y él con ellos. Un gordo petizo, de traje color púrpura y sombrero de ala ancha, preguntó:

-¿Por qué no representa a Norton? Casi vence a su pupilo.

El gordito se relamió por su frase, imaginando que podría magnificar su intervención más tarde, delante de sus queridas, contarles que había sorprendido a Yank mientras éste oficiaba su tilo diario al filo de la calle negra. Entretanto, en el piso superior, vestido y chupando una naranja, con el sudor aun brotándole de los poros, agobiado por la fatiga, Frazier concedía su entrevista número 200 o 2.000, sin demasiada gana. “A veces me gusta y a veces, no”, dijo como para excusarse, pero se ablandó después que un amigo blanco intervino; entonces, Frazier tomó asiento en un sofá tapizado en cuero, con su traje azul y su remera oscura, secándose la frente con una toalla de color rosado, y habló de encontrarse a punto con demasiada anticipación al combate. Se levantaba una hora antes que lo necesario todas las mañanas para hacer sus carreras.

-Volvería a dormirme, pero no me hace bien después de correr.

-El aire debe ser mejor a esa hora de la madrugada.

-Hay un límite en Filadelfia para la bondad del aire –dijo Frazier, después de cabecear.

-¿Dónde empezó a cantar?

-En la iglesia –respondió, pero no era día apropiado para hablar de canto. La soledad de su ejercicio con la bolsa parecía rodearlo, como si en su cansancio y en los pensamientos del insomnio que lo despertaba antes de lo previsto, anidara la soledad de todos los negros que trabajan duro y viven distantes de la diversión y se preguntan al alba cuán grande y penetrante es la maldición que pesa sobre su pueblo.

-La cuenta regresiva ha comenzado –declaró Frazier-. Me estoy impacientando.

La noche de la pelea, Ali vestía pantalón de terciopelo rojo y Frazier de terciopelo verde. Antes de que empezaran, aún antes de que el juez les impartiera sus instrucciones, Ali inició una danza alrededor del cuadrilátero y se deslizó junto a Frazier con una dulce sonrisa infantil, como diciendo: “Sos mi nuevo rival. Nos divertiremos”. Ali reía. Frazier, serio, dio vuelta la cabeza para evitarlo. Ali, tras de haber alertado al público con estos primeros movimientos, retornó a sus cabriolas; cuando parecía que Frazier iba a bloquearlo, Ali evadió el contacto, lanzó otra dulce sonrisa y sacudió la cabeza ante la falta de humor de su adversario, como lamentándose: “Pobre Frazier”.

En el pesaje, por la tarde, Ali se mostró en excelente estado físico; la noche anterior, en Harlem, lo habían ovacionado muchedumbres. Creía en su victoria, por la confluencia de dos poderosas mareas: era la supervíctima de la injusticia norteamericana y también –el siglo veinte no es sino un embrollo de oposiciones- el supernarcisista de los Estados Unidos. Todos los barbudos, marginados, homosexuales, drogadictos, disidentes, hippies y simples individualistas lo adoraban. Las pedantes lamas liberales que antaño distinguieron a Patterson, ahora rendían su homenaje a Ali. Las mejores mentalidades negras y las más afiligranadas mentalidades blancas estaban deseosas de llevarlo en andas, así como todos los ciudadanos trabajadores y amantes de su familia que genuinamente odiaban la guerra de Vietnam. Ali llevaba en su lanza un enredo de cintas y los necesarios propósitos cruzados para ser el caballero resplandeciente de la televisión, el héroe feroz de los medios noticiosos; y tenía un aspecto de felicidad única cuando presentó ante las cámaras su esquema para la pelea y auguró su inevitable triunfo. Estaba tan contento como un niño que agita el agua de su bañadera. Si para quienes buscan definiciones Ali es un santo y un monstruo a la vez, esas mentalidades –renuentes a aceptar el asombroso hecho de que la casta de individuos del siglo veinte que está naciendo hoy acaso no sean ya mitad buenos y mitad malos, generosos y codiciosos por turno, sino una mutación, con Cassius Muhammad como primer hijo- no están dispuestos a pensar acerca del Hombre del Siglo Veinte. (Cabe mencionar que Ali tiene dos perros mellizos a quienes bautizó Ángel y Demonio.) Por fin, las ambigüedades de su presencia llenó el Madison Square Garden antes de que la lucha comenzara; fue como si Ali anunciara a la vasta multitud congregada bajo la sombra del avión que debería volar por encima, que el primer enigma de la pelea era el método por el cual triunfaría, que iba a iniciar su victoria haciendo que los espectadores se riesen de Frazier. Sí, la premisa de la noche era ésta: el pobre negro que hay en el alma de Frazier se pondrá frenético si lo convierten en figura central de una suculenta comicidad.

El juez imparte sus instrucciones. Suena la campana. Los primeros quince segundos de un combate pueden ser todo el combate. Equivalen al primer beso en un idilio. Los boxeadores no chocan. Ali detiene los primeros puñetazos de Frazier pero luego le erra a la cabeza del adversario, una cabeza que se agita con la velocidad de un tercer puño. Frazier se lanza moviendo la cabeza como un puño y moviendo los puños igualmente; la cabeza sube y baja respecto del antebrazo, y Frazier busca penetrar la defensa de Ali y marchitarlo con el terror de una larga pelea y de golpes al estómago más violentos que nunca. Ali, a su vez, se echa hacia atrás y, despidiendo golpes veloces, amaga una entrada, pero es un amague demasiado lento. Es obvio que Ali intenta diluir los sinapismos de Frazier desde el principio, establecer ondas depresivas que le lleguen al corazón en los últimos rounds, adormecer los nervios de su rival. Pero la cabeza de Frazier se mueve demasiado rápido, más rápido que nunca antes según su sistema sin detenciones ni pasos atrás, rebotando hacia adelante, mientras el bárbaro gancho de izquierda se pavonea en el aire con la confianza de que uno solo de sus golpes bastaría para desgajar un árbol. Ali, después de pifiar sus ataques, entra en el campo del gancho y acepta el cuerpo a cuerpo. Ali parece más fuerte ahora. A los 45 segundos, ambos boxeadores se han sorprendido mutuamente: Frazier es lo bastante veloz para deslizarse entre los puñetazos de Ali, y Ali lo bastante vigoroso para manejar a Frazier en los “clinchs”. Queda sentado un modelo. Puesto que Ali yerra a menudo, Frazier está bajo sus golpes como el hocico de un perro de policía junto al brazo de su dueño. Ali no puede deslizarse de lado a lado; debe permanecer en una zona fija, y se ve obligado a retroceder, hasta terminar una y otra vez contra las cuerdas, con Frazier encima. Sin embargo, Frazier no puede alcanzarlo a fondo. Como un prestidigitador, Ali hace nudos dispares con los golpes de Frazier; no los para con sus codos o sus brazos, más bien lanza puñetazos defensivos, pues aunque estos yerren el blanco, Ali consigue rozar a Frazier con el antebrazo, o mantenerlo alejado, o trabarlo y deteriorar la solidez del cuello de Frazier. Una o dos veces durante el round, un largo gancho de izquierda de Frazier rozó la superficie del mentón de Ali, pero Ali cabeceó plácidamente en dirección a los millones de espectadores, como diciendo: “Este hombre no ha sido capaz de lastimarme”.

El primer round impone un esquema del combate. Ali gana esta vuelta y la siguiente, colocando “jabs” de tanto en tanto, así como izquierdas y derechas de poca consecuencia. Frazier no logra alcanzarlo, aunque parece establecido que es más veloz para acercarse a Ali y llevarlo contras las cuerdas y las esquinas. Esto significa que la pelea será determinada por el boxeador en mejores condiciones físicas, no psíquicas; un tipo de lucha ajeno a Ali, pues su fuerza reside en sus pausas y su naturaleza toma las curvas de la dialéctica. En síntesis, prefiere boxear por ráfagas, distanciarse, tomarse un tiempo, evaluar la situación, volver a la brega. Frazier no lo deja, gruñe como un lobo, sus dientes parecen salirse del protector, obliga al adversario a trabajar. Ali ha ganado los dos primeros rounds pero, obviamente, no podrá seguir venciendo si debe mantenerse en plena actividad durante toda la pelea. En la tercera vuelta, Frazier empieza a doblegarlo, alcanza a Ali con un poderoso directo al rostro en el instante en que suena la campana. Por primera vez es claro que Frazier se anota un round; lo mismo ocurre en el cuarto: Ali se muestra fatigado y deprimido. Cada vez se mueve menos y parece llamar en su favor esa capacidad nunca vista desde el combate con Chuvalo, cuando exhibió su antigua destreza –adquirida durante sus años de entrenamiento con Escopeta Sheldon- para yacer contras las cuerdas y recibir una paliza en el estómago. Ali extenuó a Chuvao absorbiendo sus ataques contra el estómago, pero Frazier es una fuerza tan inconmensurable que no puede permitirle esa clase de asaltos. Ali sigue contra las cuerdas, sacándose de encima a Frazier, mueve los brazos y la cintura, bloquea golpes y los devuelve, lanza puñetazos: es como si la pelea estuviese escrita sobre las cuerdas. Ali se fatiga cada vez más. Al comenzar el quinto round, abandona su rincón lentamente, muy lentamente. Frazier empieza a pensar que el combate es suyo, se lanza contra Ali burlándose de él, remedándolo con sus manos, como un boxeador callejero que se mofa de su adversario. Ali despide largos “jabs” livianos a los que Frazier opone su protector, como sugiriendo que eso es todo lo que Ali tocará durante la noche.

Una extorsión de la voluntad, superior a todo lo imaginable, surge con el agotamiento que se adueña de un boxeador en los rounds iniciales, cuando está muy fatigado como para levantar los brazos o sacar ventajas del descuido de su rival. Sin embargo, apenas ha transcurrido un tercio de la pelea, y faltan todas esas vueltas, las contracciones de la tortura, los pulmones que ululan en las celdas del alma, la garganta mojada por la bilis caliente que antaño residió en el hígado, las piernas muertas, los brazos que accionan con movimientos laxos. Se deja uno llevar por otra voluntad, respira contra la respiración de otra voluntad tan agonizante como la propia.

Al cabo del quinto, el sexto, el séptimo y el octavo rounds, resultó patente que Ali vivía la noche más larga de su carrera. Sin embargo, con su especialidad, su búsqueda en la caverna de las miserables contingencias del boxeo, saca a luz variaciones sonámbulas, alejando a Frazier, trotando alrededor de Frazier, con los brazos extendidos como si suplicara. Frazier se le va encima y ambos se entretienen en un peloteo de golpes ligeros, hasta que uno de ellos se libera del cansancio para azotar y propinar ganchos o trabar. Los dos están agotados, pero Frazier, de nuevo con su boca de lobo, avanza contra Ali, que bailotea a su alrededor, le pega liviano como a una bolsa. Frazier, como un caballo exhausto que siente el latigazo, inicia un trote para llegar a la colina. Es como si la ofensiva de Frazier y la defensa de Ali fueran tan enjundiosas que el combate acabara decidido a favor de quien tome la altura más escarpada de una colina. Así, Frazier, exigiendo a fondo a su rival, pone esa altura lo más lejos posible, hasta que ambos se encuentran ascendiendo una insoportable ladera. Se mueven como sonámbulos, con lentitud, rozándose, casi abrazándose, con la lentitud de los amantes que ya pasaron el orgasmo. Luego, con las energías que reciben de células nunca usadas anteriormente, uno y otro sufren un espasmo de habilidad y se golpean en la despaciosa y esforzada hipnosis de un acto profundo.

De este modo transcurrieron ocho vueltas; los dos jurados otorgaron seis a Frazier y dos a Ali; lo mismo el árbitro. Algunos periodistas daban la delantera a Ali: era difícil pronunciarse. Si se tratase de una lucha callejera, Frazier ya habría sido declarado vencedor; Clay era, para él, poco más que la bolsa de arena. Frazier lidiaba con un hombre, no con el diablo. Y no respetaba a ese hombre. No obstante, Ali había colocado la mayoría de los puñetazos; si bien livianos, calmos, algunos fueron certeros y agudos. Por cada dos puñetazos de Ali, Frazier ubicaba uno, pero los de Frazier eran demoledores. A menudo Ali parecía tierno como quien hace el amor: como si sintiera la ausencia de su segundo combate con Liston, aquel combate para el que se entrenó tanto y tan duro, aquel combate que quizá cambió sus laureles de máximo artista del pugilismo a máximo pendenciero del boxeo. Sí, tal vez se había preparado para vencer a Liston con las mañas de éste, para ser un pegador, un hombre más crudo que Liston. Ali nunca fue un peleador callejero ni un matón de prostíbulo, sino un deportista que, con os exquisitos reflejos de un Nureyev, aprendió a noquear con ambas manos y así devino campeón mundial, sin saber si era el más hombre de los hombres o el más delicado de los delicados, con un privilegio especial otorgado por Dios. Ahora estaba ahí junto a Frazier, bañado en sudor, en el combate que su grandeza de boxeador habría necesitado seis o siete años antes. El temor se apoderó de los simpatizantes de Ali, porque es evidente que Frazier luchaba a ganar. ¿Y si Ali, apagado por su debilidad de carácter, entraba en el valle de la humillación de los pesados, si caía semiinconsciente sobre la lona y se negaba a levantarse? ¡Qué muerte para sus admiradores!

Empieza el noveno round. Frazier monta su mayor ataque corporal de la noche: es el virtuosismo del gimnasio, el entrenamiento-para-Liston-con-Escopeta-Sheldon, y Ali, como un arquero que ataja un penal, recibe los golpes de Frazier, los vigila, los detiene, los elude, los absorbe, los devuelve todos en una explosión de puñetazos, se libera de las cuerdas y torna a ser Ali El Magnífico en los 90 segundos siguientes. La pelea vira: han llegado las tropas del segundo ejército de energías de Ali, la energía que esperó durante largos, agonizantes, mediocres, vomitivos, descorazonadores rounds. Ahora fustiga a Frazier en el rostro con “jabs” veloces, se anticipa a cada intento de Frazier y contraataca, devuelve, danza sobre la punta de los pies, coloca derechas, hiere con ganchos. Es el mejor round de la noche, el mejor de todo el combate. Frazier empieza a concentrarse en otros rituales petulantes, como golpear los guantes, o mirar fijo, esas suertes de preludios al temblor de las rodillas, el desastre, el tambaleo y el derrumbamiento.

Ali ha modificado el curso de la pelea, y lo mismo hace en el décimo round. Los comentaristas escriben en su mente un nuevo artículo en el que Ali ya no es el Príncipe mágico e inmaculado que se rendía ante el primer embate verdadero de su vida, sino el máximo pesado de todos los tiempos, porque había sobrevivido al purgatorio de Joe Frazier.

Pero en la undécima vuelta, esta versión se diluye. Frazier alcanza repetidas veces a Ali y es éste quien se acerca al desastre. Luego, pasa el resto de la vuelta y la mayor parte del duodécimo round labrándose una defensa, deteniendo al incesante Frazier, que lo asalta como un salvaje, una bestia salvaje, un ser reducido al común denominador de la voluntad en esas tierras donde se concibió al hombre como un animal armado. Parecía que Frazier iba a terminar con Ali en el undécimo y duodécimo rounds, pero Ali, con sus piernas masajeadas en los muslos por Angelo Dundee, empieza el decimotercer round bailando. La historia vuelve a cambiar: si Ali gana este round y el decimocuarto y el decimoquinto, ¿quién sabe si no logra la victoria?

Se anota la primera mitad del decimotercero y pasa el resto del tiempo contra las cuerdas. Él y Frazier semejan dos locos enfurecidos que suben y bajan la colina. Pero Ali se anota el decimocuarto y aparece bailando al iniciarse el decimoquinto, mientras Frazier –socorrido por sus propios ejércitos de energía, con la valentía necesaria para escupir en los ojos del demonio blanco o negro que estuviese por robarle la obra de toda su vida- demuestra poseer el mismo grado de locura para despojar a Ali de su rayo. Frazier puede entonces rescatar del aire su mágico puñetazo, aquel con que Ali derribara a Bonavena, alcanzar a Ali y golpearlo con fuerza tan brutal que Ali desemboca en 50.000 fotografías periodísticas. ¡Ali en el suelo! El gran Ali, tendido sobre la lona, canta a las sirenas en la bruma espesa del desastre (con la misma mirada de muerte y viudez en su rostro que le habíamos visto en el quinto round ciego frente a Liston). Pero Ali se yergue, para deslizarse durante los últimos dos minutos y treinta y cinco segundos del pagano holocausto en un último ejercicio de voluntad, o de su férreo yo, tratando de no caer noqueado; es entonces como si el espíritu de Harlem y los fantasmas de los muertos en Vietnam vinieran en su ayuda, manteniéndolo de pie frente al cansado, triunfante y desorbitado Frazier, que había propinado el más fuerte golpe de su vida. Así llegan los segundos finales de la admirable pelea: Ali aún de pie, Frazier el vencedor.

El mundo entero habló enseguida de un combate de revancha. Es que Ali había demostrado lo que todos intuíamos en secreto: que es un hombre, capaz de soportar la tortura moral y física y seguir de pie. Si lograse derrotar a Frazier en la revancha, tendríamos entonces, por fin, un héroe nacional que también lo sería del mundo, y, ¿quién podría esperar luego por la siguiente pelea? Joe Frazier, campeón y gran boxeador, dijo a los periodistas: “Tengan calma. Debo vivir un poco. Llevo diez largos años trabajando”. Ali, a través de su alter-ego Bundini –él estaba en el hospital atendiéndose de una posible fractura de quijada-, mandó decir: “Tengan lista la escopeta, vamos a tender las trampas”. ¡Caramba! ¿Pueden los Estados Unidos esperar por algo tan sensacional como un segundo encuentro Ali-Frazier?

***

“Life”, 19/03/1971.

Fuente: Temas actuales, Emecé, 1973.

Transcripción: Marcos Vieytes.

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