Acto reflejo (sobre The Trial of Chicago 7), por José Miccio

La nueva apuesta del Netflix comprometido (jo, jo) se llama The Trial of Chicago 7. Cuenta el juicio realizado en 1969 contra militantes políticos de distintas agrupaciones, acusados de haber conspirado para incitar a la violencia durante la Convención Demócrata del año anterior, en la que Hubert Humphrey fue nominado como candidato a la presidencia (perdería las elecciones con Nixon). La película es un tutorial para la realización de banalidades con conciencia. Estos son algunos ingredientes:

  • Toneladas de planos y contraplanos producidos barato y rápido, puestos justo para que cada réplica con voluntad de brillo calce en el corte.
  • Travellings por interiores con movimiento de personajes para que no se crea que lo anterior es lo único que hay. Una vez superada la mitad de la película ya no son necesarios: la coartada está lista.
  • Abundante luz que entra por ventanales y baña todo de delicadeza. El Arte es delicadeza. Referencias posibles: el Tucker de Coppola y Spielberg en casi todas sus películas serias del siglo XXI.
  • Actuaciones medidas. Como la luz, como el montaje. Estamos ante la película de un tipo que hace muebles, no de un cineasta.
  • Distribución de roles adecuada para el ejercicio de la indignación, la comprensión y el apoyo: un juez jodido, un fiscal calculador pero con algo de dignidad, unos acusados de buen corazón y una víctima completa, sin protección jurídica (el Black Panther Bobby Seale).
  • Lavado de cara. De la radicalización ideológica de los años 60, apenas unos rastros, fundamentalmente en el prólogo y en algún diálogo posterior. Después, una estrategia conocida: despolitización con la política en primer plano. Hay que asegurarse antes que nada que el corazón liberal esté cómodo.
  • Un cierre a pura emoción constitucional.

El principal responsable de este monumento a la flojera es Aaron Sorkin, guionista estrella del Hollywood más banal que pueda concebirse, y que ya debería funcionar como término de injurias barriales del estilo: “Creído y básico como guión de Sorkin”, “Progresista nivel Sorkin” o “Menos cine que Aaron Sorkin”. (Es cierto: El juego de la fortuna está muy bien. Pero a los fines de este descargo es obra de Brad Pitt). The Trial of Chicago 7 es cine demócrata cabeza de termo con aspiraciones de clasicismo, lo que lo distingue de una película como Vice, que es cine demócrata cabeza de termo con aspiraciones de posmodernidad, o de Green Book que es cine demócrata cabeza de termo sin aspiraciones, lo que al menos lo vuelve respetable (por no hablar del gran Viggo Mortensen). Esto conduce a una pregunta: ¿quién hace el mejor cine demócrata en ese reino del cine demócrata que es Hollywood? La respuesta es obvia: lo hace el sucio republicano Clint Eastwood, por la sencilla razón de que conoce la gran tradición de Hollywood y no el manual para el demócrata aplicado que se reparte hoy.

De los últimos capítulos de este manual Sorkin saca la escena en la que la chica que atiende el teléfono en el búnker de los acusados recibe una serie de insultos racistas y sexistas que no escuchamos pero reconstruimos por sus respuestas, y cuando el abogado le pregunta si era un “regalo” para Bobby, ella responde: “No, era solo para mí”. Fuera del cine, tiene razón. En el cine, tiene un sticker que dice: escena en la que cumplimos con las obligaciones. ¿Están mal esas obligaciones? Por supuesto, si es que quedan expuestas como tales. El problema de la ideología es siempre un problema cinematográfico. Lo demás es espíritu de inspección. También Spielberg en The Post flaquea algunas veces. Pero como es un director de cine, tiene una escena -esa en la que la esposa de Tom Hanks le explica lo que significa para una mujer tomar una decisión en un ámbito de poder, y por lo tanto masculino- que funciona dramáticamente, no como cumplimiento de una obligación.

La película de Spielberg viene bien a cuento. Tiene varias cosas en común con la de Sorkin, pertenece al mismo ámbito ideológico y si bien es atractiva no es sobresaliente, por lo que no hay malicia en utilizarla como término de comparación (poner a una película cualquiera ante una obra maestra es en general injusto y facilón, una especie de fusilamiento simbólico). Incluso sus fechas de estreno trazan un pequeño arco. Porque claro, The Post y The Trial of Chicago 7 tratan sobre determinados episodios históricos (o sobre los años 60 en sentido amplio, si se quiere) e indirectamente sobre Trump, cuya figura aparece en la filigrana de Nixon. Spielberg recibió al todavía presidente de Estados Unidos con su película sobre las mentiras gubernamentales sobre Vietnam. Sorkin llega justo para despedirlo (igual que la nueva Borat, que por lo menos tiene el mérito de no quererse fina). Pero la relación entre las películas es más profunda. En primer plano, The Post trata sobre el periodismo y The Trial of Chicago 7 sobre la justicia; más de fondo, lo que está en juego en las dos es la relación entre la calle y el palacio. Es decir, el corazón mismo de la política. La diferencia central hay que buscarla en lo que más importa. The Post tiene todos los lugares comunes del cine demócrata pero tiene también personajes y sentido de la escena. Un momento como ese en el que Tom Hanks entra en la casa de Meryl Streep para decirle que va publicar los informes que dejan en evidencia que McNamara sabía que Estados Unidos no tenía chances en Vietnam, y antes de pasar al estudio para hablarle ve por un instante al propio McNamara en el jardín, es impensable para Sorkin. No porque sea un momento genial sino porque es un recurso (incluso podría decirse: un yeite) de alguien que piensa cinematográficamente. The Trial of Chicago 7 es un Spielberg amputado de lo que hace que Spielberg sea un director sobre el que vale la pena volver siempre. Le vaya mejor o peor (La terminal, Minority Report y Munich, sus películas contra Bush, son apasionantes; Lincoln, su película para Obama, no tanto), Spielberg tiene una obligación con el cine. Sorkin solo atiende a su mensaje. Lo que también quiere decir: filma todos y cada uno de sus planos para recitar el catecismo.

¿Y qué dice la Palabra?

Dice: Toda radicalidad está ya contenida en los fundamentos.

Dice: Primera Enmienda.

Dice: “Todo el mundo está mirando”.

El primero de los artículos tiene alcances notables. La disputa política por el futuro es también una disputa por el origen. Lo que sostiene, a fin de cuentas, es que la historia entera de Estados Unidos es la historia de una idea nunca realizada. Si hay algo claro es que Hollywood le sacó jugo al conflicto entre los fundamentos democráticos y su negación cotidiana, entre las promesas y sus incumplimientos. Es casi un estribillo. En The Trial of Chicago 7, en el búnker de los acusados, cuando suena el himno en la televisión y la bandera ondea, todos se levantan y escuchan respetuosamente. En el estrado, Abbie Hoffman cita a Jesús y a Lincoln. Hollywood es una patrística. Cuando en The Post se hace público que Nixon le hace juicio al New York Times por publicar información clasificada, un periodista comenta: “Jefferson acaba de retorcerse en su tumba”, y al final, cuando la Corte falla a favor del periodismo, alguien reproduce las palabras de uno de los jueces, que invoca a los Padres Fundadores y concluye: “La prensa debería servir a los gobernados, no a los que gobiernan”. Lo que en The Post es obligación de hablar (hay que informar al pueblo sobre los actos de gobierno), en Puente de espías es obligación de callar (hay que mantener en secreto lo que el reo le dice a su abogado). El motivo es el mismo: la Constitución. Lo único que asegura la comunidad es la remisión a los fundamentos. Los fundamentos no se manchan. Todo lo demás, sí. La justicia es cualquier cosa menos ciega, los derechos no son independientes del color de piel, las corporaciones mandan. Nada funciona adecuadamente en América salvo el marco narrativo e ideológico por medio del cual el cine da cuenta de que nada funciona. Es fascinante y maníaco. La democracia es una idea contra la que comparecen realizaciones imperfectas. Un espíritu nunca respetado pero firme, siempre listo para la próxima derrota (en el excelente final de The Post, apenas se resuelve, con litros de emoción consitucional, el tema de los archivos sobre Vietnam, sale a la luz el Watergate). Esta matriz puede dar obras maestras, buenas películas o más comúnmente, películas mediocres como esta de Sorkin, que dejan bien en primer plano su funcionamiento y cuyo triste interés es servir como síntomas o ejemplos. The Trial of Chicago 7 es cine de ilustración ideológica. Pedagogía cívica.

La Primera Enmienda es el embrague entre la Idea y la vida social. ¿Cuántas veces la escuchamos nombrar en las películas? Habla de libertad de reunión, de libertad de expresión, de libertad de culto. O sea, de los grandes valores liberales, cuya plena realización está siempre en deuda. Desde hace décadas Hollywood insiste: la culpa la tienen las corporaciones, que pervierten el bien común en función de sus intereses privados. Colonizan la justicia, la administración pública, las instituciones de seguridad, los medios de comunicación, los partidos políticos, los deportes de masas, los estudios cinematográficos. (De paso: el notable fiscal Federico Delgado debería escribir sobre estas películas). Está tan arraigado este conflicto -tan vuelto género- que las corporaciones se la pasan filmando historias en las que los villanos son las corporaciones. ¿No es linda Wall-E? La sociedad utópica de Hollywood -esa a la que el afán corporativo impide funcionar bien- está sostenida en una alianza de empresarios que invierten y trabajadores que no hacen huelga, y en unas instituciones estatales y civiles robustas. El centro de todo es el hombre y la mujer común. El cana, el bombero, la maestra, el laburante, el abogado sin brillo, el médico de barrio, la enfermera, el inspector. Un hilo fino, frágil e irrompible une a los padres fundadores con aquellos que saben ser justos. Son ellos los que aseguran que el contrato social se renueve siempre. Que se pueda seguir perdiendo. En The Post, Meryl Streep. En Puente de espías, Tom Hanks. La dueña del periódico, que resiste las presiones de los que por temor o conveniencia están dispuestos a entregarlo a las corporaciones, y el abogado de un espía ruso. El momento dramático que conecta la Idea con los hombros humildes que la sostienen es la decisión ética: a pesar de que la familia no quiera, de los riesgos que pueda implicar para la empresa, del rechazo social o cualquier otra consecuencia dolorosa, hay que hacer lo que hay que hacer. Es el momento de la convicción. Sorkin resuelve todo esto -que tiene una enorme complejidad, como cualquier tradición digna de ese nombre- del mismo modo que resuelve cada cosa que toca: con el manual de aplicaciones básicas. Durante toda la película enfrenta a dos personajes: Tom Hayden, de Estudiantes por una Sociedad Democrática, y el yippie Abbie Hoffman. Hayden está definido por su estratégico ajuste a las reglas de cortesía. Respeto, buenos modales, pelo corto, ropa seria. Hoffman es un provocador. Uno cree que el juicio pone en pausa la lucha que importa. El otro cree que es un escenario más para esa lucha. Al final, Sorkin los hace trabajar juntos: Hoffman cita a los padres fundadores y Hayden, a quien el juez sugiere que actúe calculadamente, en favor de sí mismo, expresa la convicción. Todo recomienza entonces. ¿De qué hablaban Hoffman y Hayden cuando hablaban de revolución, poco antes del fin del juicio? No de unos nuevos fundamentos sino del respeto por unos fundamentos ya existentes pero vulnerados, que los jóvenes radicales acaban de restaurar.

(Es hora de hacer una aclaración. En Hollywood, este sistema narrativo-ideológico coexiste con otro, cuya ética es nihilista y por lo tanto no depende de los fundamentos. Es la línea de los outlaws. La que siguen Carpenter y Tarantino, digamos, para darle algunos grandes nombres. En ocasiones, la acción del outlaw instituye la comunidad de la que por un motivo u otro queda excluido. En otras, la deja en ruinas. El primer caso es el de Shane. El segundo, el de Snake Plissken. Por supuesto, la tradición comunitarista y la tradición del outlaw están llenas de conexiones, tal como lo muestra Clint Eastwood).

“Todo el mundo está mirando”, finalmente, es la frase que coreaban los manifestantes afuera del tribunal, en apoyo a los acusados, y con la que Sorkin termina su película, justo en el momento en que corta a negro, y un segundo antes de que empiecen a pasar los créditos. Una manera de entender la frase es: “El mundo nos juzga, no demos vergüenza”. Otra, muy cercana: “Tenemos que dar el ejemplo, porque somos el modelo de toda comunidad posible”. Obviamente, lo que la gente en la calle decía sobre el juicio, Sorkin lo dice sobre las elecciones que se llevan a cabo hoy mismo. La conexión 1969-2020 habría quedado mejor con una candidatura de Bernie Sanders. Pero, ¿cuántas chances reales tenía Sanders de llegar a disputar la presidencia en una estructura como la del Partido Demócrata? En una escena del capítulo 5 de la segunda temporada de Starnger Things (ya que hablamos de flojeras) un tipo piensa cómo hacer para que la sociedad crea una historia verdadera pero inverosímil. “La aligeramos”, concluye, como quien descubre la pólvora. Es la forma en la que funcionan muchas cosas. Las democracias en el momento del voto, por ejemplo (no hay que ir muy lejos: de ahí viene la fórmula Fernández-Fernández). Y cada vez más el cine. Todo se rebaja a una dosis tolerable. El problema no es que esto le revuelva el estómago a Dios (ay, los cazadores de tibios). El problema es confundir los campos de acción. Una cosa es lograr que el pueblo crea una historia relacionada con su vida (es el caso de Stranger Things) o que vote a determinado candidato y no a otro. Otra cosa es conseguir que mire una película. Ceder de más es siempre un traición, pero en política es un riesgo inherente, y en cine no; menos todavía si tenés espaldas. Sorkin -«el guionista mejor pago de Hollywood”, según repiten los periodistas, como si implicara algún mérito- no entiende la diferencia. En una escena, cansados del sesgo y el destrato, los siete acusados deciden no ponerse de pie cuando el juez se retire del tribunal. Sin pensarlo, Hayden se para. Después explica que fue un automatismo, y cierra la película expresando la convicción. Ese acto reflejo es el verdadero lugar de enunciación de Sorkin. The Trial of Chicago 7 no es cine clásico, como pueden serlo The Post o The Mule. Es cine demócrata pavloviano.

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