Un pibe de Córdoba, otro de Rosario y un tercero, huérfano probablemente bonaerense, se suben a un camión que va rumbo a la Capital y ponen en marcha una de las mejores películas del primer cine sonoro argentino: Nosotros… los muchachos (Carlos Borcosque, 1940). Wild boys “criollos” on the road (William Wellman, 1933) de una película que empieza rutera y cuando se vuelve urbana no ensilla sus caballos de fuerza. Planos cortos y un relato potente, preciso y veloz como los paneos que se suceden sin llamar la atención, hasta darnos cuenta de que son la correa de transmisión de la película y obligan a preguntarnos ya no por el director de fotografía sino por el camarógrafo: Roque Giacobino. El camión con los pibes para en una estación del servicio del ACA y aparece Valicelli, un poco más grande que ellos y con pinta de malandrín, Cagney subveinte y protoDean criollo. Después de un quilombito con el chófer del auto de un pibito pituco, el rosarino va en cana y el resto se las arregla para llegar a Capital. Un juez de menores -comprensivo como el director progresista del reformatorio de …Y mañana serán hombres, gran éxito de Borcosque con los mismos pibes y colaboradores técnicos, libera al rosarino y la aparición del marco institucional gravita como nube cargada sobre la ligereza de lo que veníamos viendo. A pesar de las tormentas esto no es un melodrama hecho y derecho, así que el ritmo juvenil se impone con toda su fuerza hormonal, pero el desamparo de los pibes de la calle que no tienen frazadas con qué cubrirse es telón de fondo que pasa a primer plano sin que se imponga la pena. Hay un plano detalle de unos pies pateando una piedrita, hábito tan cinematográficamente olvidado como el trabajo de los canillitas. Hay un día de picnic con los pibes pescando y bañándose en una laguna que anticipa los de Del Carril (Las tierras blancas), Favio (Crónica de un niño solo) y Kohon (Así o de otra manera). Hay un gag con Semillita en que el parlamento prepara lo que la imagen remata. Hay un flashback que aparece para reponer la información faltante de un hecho clave ocurrido fuera de campo, pero en vez de escenificarlo aparece como titular de un diario. Otra virtud inaudita de Nosotros… los muchachos es que carece casi completamente de música incidental, a diferencia de las sobrecargadas bandas sonoras que adornarán muchas de las películas clase A de la década que empezaba. Uno de los chicos que intenta pescar algún bagre en Puerto Nuevo silba «Madreselva», y la «niñez sin esplendor» de la letra de Luis César Amadori se presenta sin que nadie la cante para iluminar un aspecto distinto del tango que el romántico, explotado por la obra maestra homónima que su autor había filmado un año antes con Lamarque y Del Carril. La resolución adapta -sin pena de muerte- el final de Ángeles con caras sucias (Michael Curtiz, 1938) y se impone averiguar quién es Jack Hall, coguionista, productor y hasta firmante de los encuadres de esta y otras muchas películas de Borcosque durante largo tiempo, en lo que debió ser una sociedad creativa.
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El cine argentino es un delta inagotable a la deriva: resulta que la primera de las historias extraordinarias de Llinás la filmó Manuel Romero en 1941. Los primeros veinte minutos de El tesoro de la isla Maciel son encantadores. A Romero no le gustaba filmar en exteriores y entonces usa backprojectings siempre que puede, pero, como la historia es portuaria, los actores interactuan con fondos acuáticos. La relación entre unos y otros es, como mínimo, inusual. Los backprojectings de la época solían ser urbanos y acá también hay una escena donde los personajes caminan y conversan sobre un fondo barrial. El pintoresquismo boquense, sin embargo, lo transfigura, porque el exotismo -como sabe Apichatpong Weerasetakul- también puede ser una forma del fantástico. De modo que se producen otros movimientos y duraciones que los de costumbre para entonces: la presencia del agua extiende la charla mucho más de lo habitual -para películas cortas y veloces como las de Romero- y hasta los personajes se dan vuelta a mirar esas imágenes de relleno por lo general dispuestas casi exclusivamente para la mirada del espectador y no para los personajes.
Un capitán se jubila y su vida pierde sentido: primero se enfurece con los suyos para después deprimirse. Ante la progresiva gravedad de su situación la hija, el futuro yerno, el médico de la famiia y un vecino español que quiere comprarle la casa encuentran las novelas de aventuras que el capitán lee para distraerse -Conrad, Kipling, Stevenson- y deciden inventar la existencia de un tesoro para reanimarlo. Hasta cuando un lector culto a los ponchazos como yo escucha esos nombres es probable que piense en Borges antes que en Robin Hood o en Tor. El viejo ciego -y no me refiero a Homero sino al tango de Piana y Cátulo Castillo- fue algo así como nuestro primer lector. No contento con leerlo todo, puesto que leyó incluso por todos los que no tuvieron el tiempo suficiente para leer, también se puso a contar lo que leía sin necesidad de aclararnos que lo había sacado de otro lugar, como cuando la vieja nos contaba historias de chicos. Esa intervención de Borges sobre la lectura sigue siendo maravillosa porque está guiada por la pasión y prolonga el placer. Ya muerto, sigue viva su manera de leer, que Llinás procura transformar para nosotros en una manera de mirar, como ya lo hicieron otros directores antes -Raúl Ruiz- o como lo hace Tarantino ahora. La diferencia que hay entre el Cine de todos ellos y el sinfín de películas sin programa estético consciente, baratas y berretas -o primeras, como la del propio Romero- que circulan por la cinta de Moebius de la web desde hace unos años es la misma que había entre mi vieja, que no había leído un libro en su vida, inventándome historias y Borges releyéndonos todas las que existen: yo, que empecé a ser contado cuando oí esos cuentos que crearon el mundo, y que al leer a Borges me di cuenta de que podía aspirar a contarlos siempre y cuando pagara el precio de saber que el mundo no había nacido conmigo.
Romero y todos los pioneros -así como el sinfín de películas sin programa estético consciente, baratas y berretas- son la vieja. El resto, llámese Borges, Ruiz, Llinás o Tarantino, demiurgos más o menos encendidos vagando entre ruinas circulares. Romero es incapaz de la sintaxis de cualquiera de ellos, pero en cambio es capaz de ser quien dice la primera (mala) palabra en medio de una explosión que, a falta de conciencia autoral, si no lo hace Dios lo convierte en el que apretó el botón del Big Bang. Como todos los que amamos el cine, Llinás también ama tanto -irónico, torpemente cómico y lírico a su pesar- Partie de campange que la rehace muda y gauchesca, por no decir que la deshace, en el final de La flor. Romero -que no era, no es, ni será Renoir porque tampoco debió saber siquiera que existía- festejó la creación haciendo un picnic. Él, que nunca salía del teatro (de revistas) porque el teatro de la noche era su mundo pero también el mundo todo, y porque le daba fiaca filmar en cualquier otro exterior que no fuese el hipódromo, se pasa la mitad de la película en un campito con la excusa del tesoro -esa ficción para resucitar a un deprimido- y hace de ese lote -como Armando Bo y Torres Ríos del potrero o Llinás de la estancia bonaerense- un mundo misterioso, un camping y -que don Manuel me perdone- un sistema de producción expuesto, maquina generadora de ficciones clásicas a la vez que atrapasueños capaz de realizar el cinematográfico máximo: la captura de lo real. El tesoro de la isla Maciel es una trampera de tiempos: el narrativo de la ilusión que lo llena suspendiéndolo y el abierto al eterno estar de cada instante fugitivo.
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Si Alberto Castillo era capaz de levantar un muerto, ¿cómo no se iba a juntar con Manuel Romero, que resucitaba un cementerio y fue una de las dos parteras del cine sonoro argentino (el Negro Ferreyra fue la otra)? Acá no está Castillo, pero los primeros veinte minutos de Valentina son contagiosos como el baile del viejo con los auténticos decadentes. Algo más de una década después de La rubia del camino, donde el peronismo pronunció la primera palabra («descamisado») mucho antes siquiera de empezar a caminar hasta la fuente donde le bautizarían las patas, porque el peronismo se consagra desde abajo hacia arriba, Romero vuelva a la ruta. Ya no está Paulina Singerman como en Isabelita, pero Olga Zubarry es la Valentina del título. Tiene un novio y un futuro cuñado que no saben ni abrir el capot del auto, mucho menos manejar, y se quedan sin nafta en medio de la nada ni bien empieza la película. En la otra banquina está el pueblo: dos mecánicos amigos y la esposa de uno de ellos, «tarada, loca, retardada o amnésica», si no todo eso junto además de tocada por la gracia, para horror del femirulismo.
La única verdad es la realidad de que los tres salen de una screwball popular como la fundante de Capra (Lo que sucedió aquella noche), el único tano de Hollywood, llena de hombres prácticos y vitales, trabajadores dueños de una energía de la que carecen los pitucos. Valentina es una «desilusionada», vale decir una existencialista en los términos de Romero, quien debía ignorar el existencialismo como debió ignorar a Renoir. Los buenos para nada que la acompañan se cruzan para hablar con los hombres del pueblo. «A ver, obreros», los llaman, y los tipos no les dan bola porque los trabajadores cinematográficos todavía tenían orgullo de trabajador y de varón -ambos extintos en el cine contemporáneo- y porque lo primero que hacen los chetos no es pedirles ayuda sino ofrecer guita. Entonces aparece Valentina y tiene éxito, porque es mujer y porque no les ofrece plata, pero sobre todo porque anda buscando el entusiasmo perdido. Que seguramente invertirá en el invento de Juan José Míguez, Clark Gable de las pampas y preTucker criollo que un antes después inventaría el tango canción en Derecho viejo, también de Romero: un carburador que abarata el consumo.
El lujoso «bote» de los chetos llevado por la «chatita» trabajadora, así como el apretón de manos entre la grasienta del mecánico y la inmaculada de Valentina y, finalmente, el beso en el taller de los engrasados (comparables al del bastardo de Gente bien irrumpiendo en la fiesta de los garcas y la aceitosa pizza abrazada por la pituca en Isabelita), son tres imágenes simbólicas, pero literalizadas por la precisión y la velocidad romerianas, de la grandeza argentina siempre boicoteada por nuestros «liberales». A diferencia de ellos, que no saben tener otra cosa que «relaciones carnales» o primeros amores con el imperio según se trate de nuestros garcas con offshores o de nuestros progres embelesados con el «respublicanismo» demócrata yanqui, Valentina -que se apellida García González Fernández pero no desprecia al obrero López y le recuerda a su abuelo que hizo la fortuna «robándole cueros a los indios»- admira el modelo industrial estadounidense y es una representante de «los derechos cívicos de la mujer», Evita incrustada en plena «aristocracia porteña».
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Discépolo sale de la habitación donde trataron de comprarlo con dos botellas de sidra partidas en las manos. Menos mal que Romero no acerca la cámara ni corta a plano detalle, y en la versión disponible en youtube (que dura casi 85 minutos contra los 102 que tendría la original) tampoco muestra qué pasó adentro, pero uno adivina lo que pudieron haber hecho esas botellas rajadas por la mitad. Conozco muy pocas películas argentinas más violentas que El hincha. Tanta es la violencia de toda índole que hasta el propio Discépolo le saca la película de las manos a Romero. Se estrenó en abril, Manzi murió los primeros días de mayo, Discépolo empieza a bardear a Mordisquito -que es decir a medio país- en julio y sigue hasta noviembre, pocos días antes de la reelección de Perón, y en diciembre se muere rechazado por muchos de sus amigos debido a su toma de partido radial mientras Evita agoniza. El hincha es un matadero.