El cine de la calle B (sobre la trilogía It’s Alive, de Larry Cohen), por José Miccio

¿Alguien recuerda No profanar el sueño de los muertos (1974), de Jorge Grau? Es una de zombis, de las tantas que siguieron al éxito sostenido y subterráneo de La noche de los muertos vivos, pero es ante todo una fantasía de odio generacional. Transcurre en las afueras de Manchester, en un pueblo rural. El protagonista, aunque inglés, es extranjero: tiene mucho pelo, piensa en la ecología, es joven. Un policía viejo lo acusa de drogón y de mil cosas más. Al final lo baja a tiros y le dice: “Ojalá revivieras, así podría matarte otra vez”. Esa es la relación entre adultos y jóvenes en el cine de los años 70. Se la puede encontrar en todos lados (no en El padrino, claro), pero su territorio más fértil fue el cine de terror, que permitió probar todas las transgresiones. Las historias de incesto y canibalismo (Las colinas tienen ojos, El loco de la motosierra, Shivers, Raw Meat) apuntaron directamente a los tabúes sobre los que se levanta la cultura. Las historias de filicidio elaboraron las disputas generacionales fantasmáticamente, con estrategias que solo en un sentido banal pueden considerarse reaccionarias y punto (de manera similar, el slayer elaboró la liberación sexual y la progresiva independencia de las mujeres). Gregory Peck estuvo a punto de matar a Demian en La profecía. Jack Nicholson corrió a su Danny con un hacha por el laberinto de El resplandor. Los motivos de estos padres (el Mal encarnado, la locura o la posesión) son así de radicales porque solo de esta manera, y con el filtro de la adopción en un caso, es posible imaginar el crimen que no llegan a cometer. It’s Alive es la fantasía familiar más bizarra (y una de las más notables) de todas las que propuso el cine de terror en los 70. Larry Cohen debe haber pensado: ¿cuál es el extremo al que puedo llevar este desacuerdo entre generaciones? ¿Un Auschwitz para adultos? ¿Una adaptación con mutantes de Diario de la guerra del cerdo? ¿Una historia en la que John Wayne mata a un Dennis Hopper pasado de ácido con la bandera de Estados Unidos detrás, como si fuera el altar en el que Peck está a punto de sacrificar a Demian? ¿Un bebé monstruo-asesino?

¡Un bebé monstruo-asesino!

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¿Y cómo no? Después de El bebé de Rosemary, el terreno estaba listo para que el horror gateara. La historia es simple. Un matrimonio bien instalado, tradicional (ella ama de casa, él agente de relaciones públicas), con nene de once años tan querido que hasta el empapelado de la pieza lo declara, gato, casa de clase media y segundo hijo a punto de nacer, ve cómo toda su vida se cae a pedazos después de que la mujer da a luz a una criatura asesina. Esto sucede a los diez minutos, por medio de una elipsis perfecta que deja unos cuantos cadáveres en el quirófano. Los ochenta minutos restantes cuentan la persecución del monstruo y el derrumbe de la familia. Lo notable es la manera en la que Cohen filma su historia. It’s Alive es seca, realista, carece de escenas de impacto gore y se apoya en la actuación de un compungido y notable John P. Ryan. Es un drama familiar y social, claro que heterodoxo.

Una de las fuentes de Cohen es “El pequeño asesino”, uno de los cuentos que Ray Bradbury reunió en Dark Carnival, su libro de 1947. El bebé de Bradbury no presenta ninguna mutación, pero primero la madre (que muere), después el padre (que también muere) y finalmente el obstetra (que decide sacar del mundo al bebé que trajo al mundo) se convencen de que es una criatura malvada. Como explica el padre:

“Pero supongamos que un niño en un billón sea… extraño. Que nazca perfectamente lúcido, capaz de pensar instintivamente. ¿No se serviría de sí mismo como una máscara, una cortina para cualquier cosa que quisiera intentar? Podría fingir que es una criatura común, débil, llorona, ignorante. Le bastaría un pequeño gesto de energía para ir de un lado a otro por la casa a oscuras, escuchando. Y qué fácil le sería poner obstáculos en la escalera. Qué fácil llorar toda la noche y cansar a la madre hasta provocarle una neumonía. Qué fácil, a la hora del nacimiento, estando tan unido a la madre, intentar unas pocas hábiles maniobras y provocar una peritonitis (…) Estoy hablando de cosas repulsivas. ¿Cuántas madres mueren en el parto? ¿Cuántas corren el riesgo de que unas pequeñas y raras improbabilidades las maten de un modo o de otro? Criaturas extrañas y rojas con cerebros que trabajan en una oscuridad de sangre, un mundo que no conocemos, que no sabemos cómo es. Pequeños cerebros elementales, alimentados por la memoria racial, el odio, una crueldad sin restricciones, que no piensan en otra cosa que en la propia preservación. Y la propia preservación consiste en este caso en eliminar a una madre que ha engendrado un horror y lo sabe. Contésteme, doctor, ¿hay algo en el mundo más egoísta que un bebé? ¡Nada!”

Durante los primeros meses, los padres de Bradbury no se deciden por un nombre. Después de la muerte de la madre, el padre dice: Lucifer. Cohen modifica la idea de un bebé de aspecto corriente pero tal vez malvado por una fantasía biológica. La criatura de It’s Alive es un mutante sin antecedentes de ningún tipo. Las hipótesis que se proponen a la largo de la historia para explicar lo inexplicable son variadas: la radiación, algún medicamento, las pastillas anticonceptivas e incluso un castigo por haber pensado en abortar. Es decir, un repertorio de temas ya bien masticados por la opinión pública. También hay una conversación entre hombres, en la sala de espera del hospital, en la que se habla de aire y comida contaminados y de un insecticida fabricado para matar cucarachas que dio como resultado un nuevo tipo de cucarachas. Cohen no asume ninguno de estos motivos como cierto, ni se detiene a pensar si este es más o menos reaccionario que aquel. Se concentra en el movimiento de la criatura (el acecho) y de sus perseguidores (la caza, que incluye la gloriosa escena en la que un grupo de policías toman por asalto una casa y apuntan sus armas a un bebé).

El otro punto de interés -yo diría: el principal- es la familia. Después del parto, la madre queda psicológicamente grogui, así que deambula por la película como un fantasma. El padre, en lugar de perder conciencia, la acrecienta, y se convierte en un personaje en permanente estado de deliberación. ¿Un héroe de tragedia clase B? Por supuesto. Matar al hijo-monstruo o no matarlo, esa es la cuestión. En una escena fundamental, aislado de sus interlocutores como en un monólogo, y con una cortina mostaza detrás que en varios planos adopta la apariencia de un telón, Frank Davis (así se llama el padre) recuerda la historia de Frankenstein. Dice que, de chico, cuando vio la película con Karloff, pensaba que ese era el nombre del monstruo, y que después, cuando leyó el libro en la escuela, se dio cuenta de que en realidad era el nombre del doctor. Obviamente, la memoria de Frankenstein tiene que ver con él, padre de un monstruo de otro tipo, que recibe también su nombre (se lo menciona como Davi’s Monster). Hay otro vínculo -de oposición, en este caso- entre las dos criaturas. El pasaje directo del parto al ataque enfatiza lo que plantea la idea misma de un bebé asesino: la falta de mediación cultural. El bebé es, literalmente, un natural born killer. Es justo lo contrario de lo que sucede en la novela de Mary Shelley. Frankesntein -está bien llamarlo así: el hijo lleva el apellido del padre- se convierte en un monstruo solo después de pasar por la sociedad; es un inocente pervertido por la discriminación, el egoísmo y la soledad a la que está condenado. El bebé de Cohen no se hace: nace, lo que plantea un problema: ¿cuál es la naturaleza de la criatura? Hay una zona de indecisión en la película, que constituye propiamente el drama del padre. Se puede decir así. La ferocidad del tigre no pertenece a la cultura. La ferocidad de Frankenstein pertenece a la cultura antes que nada. El bebé mata inocentemente, como el tigre. Pero cuando alguien dice que es un animal, Davis rechaza con firmeza la caracterización. En la escena de apertura, antes del parto, Cohen construye el contexto más adecuado para este diálogo. No sabemos el nombre que eligieron los padres para su hijo pero los vemos prepararse para ir al hospital, elegir la ropa como para una fiesta, mirar con alegría la habitación del bebé, tomarse de la mano y sonreír, felices. Incluso, en el viaje hacia el hospital, Davis imita a Walter Brennan, imagen plena del Hollywood clásico, lo que refuerza el vínculo con una determinada idea de la vida en común. De manera que el monstruo es un misil contra la estabilidad social y simbólica de la familia.

Frankenstein, que nace de los cadáveres y la electricidad, aprende a ser humano, lo que incluye la voluntad de venganza. El bebé, que nace de mujer, mata sin cálculo. Tiene solo dos instintos: la alimentación y la necesidad de sus padres, a quienes va a buscar después de estar unos días suelto por el barrio (detalle genial: pasa por un jardín de infantes y deja un policía muerto entre los chiches). La cuestión es qué hace Davis. Primero se prepara a cazarlo para reconstruir lo más rápido posible la vida que tenía. Después le dispara cuando llega a la casa, adelante de su hijo mayor. Pero al final, cuando lo encuentra, y ya asqueado de la hipocresía que la criatura destapa (el jefe lo echa, los laboratorios quieren que el bebé sea destruido por si su mutación es consecuencia de los medicamentos, toda la vida que tenía y de la que se sentía orgulloso se revela como una farsa sostenida en el interés) actúa paternalmente: como el bebé se queja por la herida, le dice entre lágrimas el “Shh, shh, lo sé, lo sé” más alucinante de la historia del cine, lo alza, y cuando se da cuenta de que no va a conseguir que sobreviva, se lo tira al medico corrupto, que representa a los verdaderos monstruos de la película, como un instrumento moral y mortal.

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En 1978 Cohen estrenó It’s Alive 2: It Lives Again. La primera película termina con la noticia de un nuevo nacimiento. El comienzo de la segunda muestra que ya hay toda una ingeniería estatal puesta en funcionamiento para detectar los embarazos mutantes y actuar en el momento del parto. Frank Davis y un par de científicos tienen otra idea: estudiar a las criaturas para saber qué son. Es el clásico debate entre eliminación y conocimiento, entre ejército y ciencia, entre uniforme y guardapolvo, que en la primera parte queda resuelto cuando los científicos deciden que lo mejor es que no quede ni rastro del bebé. Así que en Cohen no hay proyectos para utilizar el peligro en función de intereses políticos, bélicos o empresariales, como sucede tan a menudo ante la irrupción de una fuerza desconocida. Esta falta de especulación despeja el camino narrativo: en It’s Alive, la mayor parte de las acciones están dirigidas a la destrucción de las criaturas. En It Lives Again, a su salvación.

Debido a que -según muestra esta segunda parte- el estudio de los bebés está en pañales (cuac), el origen sigue sin establecerse; esta vez se habla de contaminación y de drogas, pero nadie sabe. La nueva información se reduce a un hecho: las criaturas se comunican entre sí por telepatía, y a una hipótesis fuerte: maduran rápido, por lo que, según se estima, están en condiciones de reproducirse a los cinco años. Como la historia pone el estudio por sobre la eliminación, las designaciones se multiplican: se habla de los bebés como subhumanos, superhumanos, potencialmente hermosos, el comienzo de una nueva raza que eclipsará a la nuestra, el próximo paso en la evolución y una manera para que la especie humana sobreviva a la contaminación del planeta. A diferencia de la primera entrega, que aprovecha los escenarios de la ciudad, Cohen concentra la acción de It Lives Again en una casa grande, con escenas en el laboratorio, en las distintas habitaciones, en el jardín y en la pileta (por supuesto, hay homenaje a La mujer pantera). Si bien aumenta a tres la cantidad de criaturas, y aumenta la cantidad de planos en los que aparecen, el criterio es igual al de It’s Alive: metonimias (una mano-garra, la boca), subjetivas y pocos primeros planos, siempre de cortísima duración.

Lo más notable de esta segunda parte -que pierde algo de veneno en lo que hace al tema social- es la autoconciencia. No me refiero a la historia en sí sino al lugar que la película ocupa en el cine. El orgullo trash de Cohen es la exacta contracara del trascendentalismo sonso. Él mismo da la pista para entenderlo en Larry Cohen: The Stuff of Gods and Monsters, el libro de conversaciones con Michael Doyle:

Yo quería una versión monstruosa del bebé que se ve al final de 2001. Así que le dimos ojos grandes, dientes afilados y una frente enorme con venas protuberantes. Pero no lo convertimos en una criatura del todo desagradable. Quería que fuera atractivo de ver, al igual que el monstruo de Boris Karloff en Frankenstein, que es atractivo a pesar de ser aterrador.

Es difícil subestimar todo lo que esta referencia implica. El bebé-cosmos de 2001 se vuelve el bebé mutante de las It’s Alive. Contra la falsa altura, lo bajo orgulloso de sí. En este punto, la criatura de Cohen no solo funciona como inversión pesimista de la de Kubrick sino que funciona como alternativa al movimiento hacia lo alto que Kubrick propone, con sus aspiraciones filosóficas puestas al servicio de la redención de un género que (así lo da a entender la película) considera indigno. Cohen sigue el camino contrario: en ligar de redimir, como si hubiera alguna falta que purgar, afirma. Lo que Kubrick ve como problema, Cohen lo ve como oportunidad: he aquí un cine barato, plebeyo y mil veces más creativo que la confusa pretensión filosófica de 2001. Cohen demuele la trascendencia banal. El checkpoint en el que se hacen los controles de calidad no puede atraparlo. No está antes, donde se quedan los ineptos. Ni ahí mismo, donde se acomodan los falsos finos. Está después (o a un lado), como todos los grandes, pero sin papeles, ilegalmente, lo que determina su marginalidad y poder de fuego. Es sabido: quien inventa una forma propia inventa también sus criterios de evaluación. Estamos acostumbrados a reconocerlo cuando hablamos de cineastas de bien ganado prestigio. Pero lo que sucede en el cielo también sucede en el pantano, y a veces más fuertemente. La radicalidad B es uno de los grandes tesoros del cine. No existe nada parecido a Ordet. Tampoco existe nada parecido a God Told Me To.

Cohen no dice todo esto, por supuesto (incluso puede que le guste 2001, sobre la que no abre juicio), pero establece el territorio y las condiciones para que pueda decirse. Las explícitas conexiones con la clase B de los cuarenta y los cincuenta de It’s Alive (el uso del fuera de campo viene del ciclo Val Lewton, la escena final en los desagües pluviales recuerda fácilmente a la escena final de Them!) se vuelven declaración de principios en It’s Alive II. En un momento, Davis llama a la madre del nuevo monstruo y le propone que vaya “al nuevo cine de la calle B”, en el que -como descubrimos luego- se proyecta una de Bruce Lee. Cohen cuelga entonces dos banderas: la imagen de uno de esos zooms hermosos y estrafalarios hacia el el gesto de combate de Lee y este comentario de la mujer: “El piso está muy pegajoso”. Ahí está todo: un cine barato, salido de salas medio sucias y lleno de gracia y poder, como golpe de Bruce Lee. “El nuevo cine B”. ¿Quién definió con más claridad su lugar en la historia? ¿Scorsese? ¿Godard? Cohen es la bisagra perfecta entre dos épocas. Las It’s Alive de los 70 se conectan, hacia atrás, con el ciclo Lewton y la ciencia ficción de los 50, y hacia adelante con exploits de Tiburón como las geniales Aligator y Piraña y también con el cine de Stuart Gordon, que, aunque diferente en estilo -menos clásico, más romeriano- lleva tan orgullosamente su cucarda B como el de Cohen.

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En 1987, en un contexto ya muy diferente, Cohen estrenó It’s Alive III: Island of the Alive, la tercera y última parte de la saga de los baby killer. Tomadas en conjunto, las tres películas muestran coherencia narrativa global. Todas son historias familiares afectadas por la irrupción de un bebé mutante. La primera es una historia de disolución: la familia y los valores que la sostienen quedan tan heridos que su recuperación se presenta como imposible. La segunda es una historia de resistencia. La joven pareja protagonista oscila entre el rechazo y la aceptación de su hijo mutante (llegan a mimarlo y a alimentarlo con carne cruda) pero sin nada del espíritu torturado de Davis, y al final elimina al bebé de un disparo a cuatro manos. Es un desenlace totalmente distinto al de la primera parte, en principio porque, ante el desastre, la firme unión de la pareja contrasta con el aspecto demolido de los Davis; luego, y fundamentalmente, porque si en It’s Alive Cohen movía el foco hacia la monstruosidad social, en esta ocasión se queda más atado a la resolución de la amenaza. Por último, luego de la disolución y de la resistencia, la tercera entrega es una historia de reconstrucción, una especie de comedia de terror y rematrimonio: después de una y mil vueltas, el hombre, la mujer y el bebé (en este caso, no su hijo sino su nieto) terminan juntos, en familia.

Island of the Alive es ya un clavado en el delirio, y Michael Moriarty el actor perfecto para dar el salto. Moriarty le da a su personaje el tono de los que interpretó antes para Cohen en Q, la serpiente emplumada y The Stuff: una distancia respeto de todo lo que sucede que se ubica en el extremo opuesto de lo que pasaba con el Davis de John P. Ryan, que se veía atrapado por la cercanía. Davis parecía decir: todo tiene que ver conmigo. Moriarty dice: nada de esto tiene que ver con nadie. El carácter cínico -y por lo tanto maleable- del personaje funciona perfectamente en una película que se entrega a todas las vueltas posibles. Primero es una de juicio, que pone en el ámbito de la ley la decisión sobre la naturaleza de las criaturas (el juez decide que deben vivir). Después, cambia el tribunal por una isla y se vuelve historia de terror y naufragio. Por último -después de un paso alucinante por Cuba, en el que Cohen amenaza con agregar una cuenta al trash anticomunista de los 80 y termina presentando a los cubanos como unos tipos de gran corazón, que acompañan a Moriarty hasta Estados Unidos, le dejan un arma rusa para que se defienda y prometen encontrarse alguna vez para brindar juntos- se instala en Florida y se convierte en una comedia, tan consciente de su delirio que termina con los personajes cagándose de risa y con el eructo del bebé monstruo, que nos despide. De manera que, además de las virtudes que le son propias, la trilogía de los bebés mutantes tiene también un interés histórico, ya que ofrece un recorrido posible por dos décadas notables del cine de terror en Estados Unidos. Lo que empezó en 1974 como drama de descomposición bizarro termina en 1987 como tren fantasma lisérgico. O de otro modo: lo que primero fue cine de crisis de los 70 concluye como cine-reviente ochentoso. Siempre -aleluya- en versión B.

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