Black Caesar (1973), la segunda película de Cohen, empieza con un pibe negro que se atenaza a la pierna del cliente al que está lustrándole las botas para que no pueda escaparse del sicario que lo coserá a balazos. Un rato después aparece en un verdadero callejón neoyorquino de los setenta con ladrillos a la vista que también es un callejón del cine de gangsters de la Warner. Cobra la comisión por su aporte al trabajo, le pide al sicario que le muestre su revólver, consigue un encargo gracias al interés que manifiesta, lleva un sobre a otro edificio rotoso, sube las escaleras de un inquilinato que tienen un tacho de basura metálica en el rellano y un perrito callejero debajo de una soga donde cuelga ropa tendida, le entrega la coima al vigilante irlandés que lo mira con la mitad de la cara a oscuras y se come una paliza del cana que lo deja rengo para toda la vida. Sólo en los primeros quince minutos escuchamos que “los negros nacieron perdedores” y “los negros no tienen ambición”. “No esperes que un negro cobre lo mismo que un blanco”, le dice finalmente un tano que tendrá que tragarse sus palabras después de que el pibe, ya convertido en aspirante a César negro de la mafia, tire la oreja del condenado por la mafia al que mató voluntariamente para entrar en ella en el plato de spaghettis del Don.
Todavía en el prólogo, nuestro negro César se despide de su mejor amigo traga antes de entrar al reformatorio donde pasará doce años diciéndole que estudie, aprenda economía y debute así va a estar preparado para hacer negocios juntos cuando él salga. La receta está servida: ascenso social del único modo rápido posible para los últimos orejones del tarro capitalista, self made men del arrabal. Fred Williamson no será James Cagney pero el blaxploit nunca fue tan cine de gangsters pre-Code como en Black Caesar (dramaturgia conductista, psicología primordial, amoralidad física y jazz cinético por velocidad interna del plano y por montaje). En los setentas y ochentas Larry Cohen fue tan vital como Wellman en los treintas. También empezaba a ser un poeta del exploit incluso a su pesar, aunque independiente por elección: había que ganarse el mango, el tipo sabía cómo hacerlo con estilo, no se sentía sapo de otro pozo ni menoscababa el medio y la pasaba bomba.
Hay un contraste absoluto entre el plano frontal de Williamson con atuendo de gangster de los roaring twenties ametrallándonos sobre el fondo negro que lo descontextualiza para hacerlo todavía más icónico, como parte de la secuencia de montaje clásica de su encumbramiento, y el contrapicado de la torre cheta donde vive su futuro abogado, flamante edificio perfectamente situado en el presente de la película. El (electro)choque se hace explícito, ya sin necesidad de montaje, en el plano donde el carro tirado por un caballo del sicario se aleja por las calles en medio del tráfico contemporáneo de Manhattan. Cohen no le pone vaselina a los encastres entre el imaginario de ficción original y la potencia en vivo del cine. Pasa lo mismo cuando filma el atentado al protagonista en medio de la calle: planos con teleobjetivos desde las terrazas de los edificios para que la gente que pasa crea en el súbito caos se alternan con la cámara en mano que no sólo filma la escena de ficción sino a los transeúntes mirando el rodaje (las películas de triadas hongkonesas de la primera mitad de los ochentas serán sus mejores cómplices).
Si Bone también podía ser vista como la fantasía inconfesable de una cheta, en Black Caesar hay otra que se ofrece sexualmente al negro fuerte y poderoso para domesticarlo. Es la mujer del abogado para quien la madre del protagonista trabajó toda su vida como sirvienta. Nuestro antihéroe, Gatica del ghetto, se aparece en el piso del representante legal de la mafia y se lo compra incluso por más de lo que realmente vale con la condición de que se vaya con lo puesto en ese mismo instante. Ni bien se queda solo con el gusto de haberlo echado a patadas en el culo tira por la ventana toda la ropa de los pitucos mientras recuerda la que los padres del abogado le daban a su familia cuando ya no la usaban. Pero no hay escritura de propiedad que cure ciertas heridas y nuestro Emperador Negro se irá quedando solo como Gatica cuando le atropellan el perro en el mismo momento que lo deja la mujer. El compañerito traga se ha transformado en su contador y una vez en la cima le dice que es hora de crear centros juveniles en sus barrios, pero para César la prioridad no es la educación sino la (propia) seguridad. Ahora está atento al Down Jones y en la segunda mitad de la película aparece delante de las fachadas de los edificios de todos los poderes públicos y privados, incluido el de la Cultura. A su mujer la toma por la fuerza, lo que no es sino un paso más en la conquista de la olímpica soledad scarfeceana, y Cohen vuelve a filmar una violación cenital cámara en mano, repitiendo la incomodidad no solamente óptica de Bone, pero ya sin el humor que pervertía la perversión.
Como el resumen del capítulo precedente en los seriales, Hell up in Harlem (1973) empieza con un prólogo anterior a las últimas imágenes de Black Caesar, otra vez utilizadas durante los créditos de esta secuela. Cuando el protagonista se queda absolutamente solo aparece el padre ausente y en la forma de caminar de un negro viejo a principios de los 70 está el fantasma del cuerpo esclavo incluso más que el del asalariado. Con su tercera película Cohen entra de lleno y felizmente en el exploit (la toma del poder karateca con patadas voladoras interraciales y sexuales) sin olvidarse de mostrarnos las cuentas que tuvo que hacer para llegar a fin de mes: el plano general cuando los gangsters pasan armados delante de un mural libertario; la sonrisa de las sirvientas negra al someter y matar a los patrones, que primero tienen que comerse la comida de los sirvientes; la coima de palabra filmada delante del Palacio de Justicia y el pacto de impunidad judicial en la vereda de Wall Street.
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See China and die (1981), o Agatha Christie en Blanco y negro aunque sea en colores, porque las películas de Larry Cohen son Diff’rent strokes a los garcas, vale decir a los patrones blancos. No porque los negros no puedan serlo cuando consigan ascender, cosa que Cohen nunca se exime de mostrar, sino porque los de abajo tienen que aprender en el camino los yeites para conseguir algo más que lo imprescindible para vivir y son juzgados continuamente por sus más mínimas faltas, mientras los de arriba son tan impunes que ni siquiera tienden a percibir sus delitos como otra cosa que derechos heredados. Mama, la protagonista de esta película para televisión que no fue serie ya sabrán por qué, empieza sentada en el bondi que la lleva al penthouse donde trabaja como sirvienta junto a otros negros, latinos y chinos, pero termina la película sentada en la cabecera de la mesa de todos los patrones del edificio, a los que pondrá en vereda con una pequeña ayudita del hijo detective y una mano grande de sus compañeros de laburo.
Mama sale de una novela de Agatha Christie, así que acá también hay enigma y reunión final con todos los sospechosos para descifrarlo, pero su personaje abandona una novela de la autora a los gritos después de leer las primeras páginas porque ya se dio cuenta de quién es el asesino y se lo dice a su compañera de viaje en el bondi, atildada jovata blanca que desprecia el expansivo vozarrón con que esa negra protesta en público. Como los gangsters de Black Caesar, Mama también sale de las estereotipadas representaciones de los negros en el Hollywood clásico, pero si Cohen estuviera vivo no cometería la boludez de juzgar Lo que el viento se llevó desde la alfombra roja del Me Too (los que sí lo hicieron ya por entonces –los boludos no sólo están en todas partes, Diego, sino siempre- fueron un par de organizaciones por los derechos civiles de los negros que con sus cartas de protesta al canal de televisión impidieron que la serie se concretara). Dejándola como sirvienta, en vez de convertirla en integrada a la burguesía liberal, Mama sigue siendo una obrera, y dejándola tener la sartén por el mango sin maquillar su color de piel ni avergonzarse del delantal, Cohen no sólo filma la marchita del orgullo racial sino sobre todo la de clase.
Mama no espera que la pendeja del cana corrupto, Caprichosa y millonaria como la Singerman de Romero y Discepolín, se despierte para correr las cortinas y pasar la aspiradora. Mama se caga de la risa de la nueva rica empastillada que anda diciéndole a todo el mundo cuántas piezas tiene el piso donde vive siempre que puede y de la vanidad del cantante de country que mira embobado sus discos de oro cuando ella limpia los vidrios. Mama deduce que el crimen tiene que ver con una millonaria evasión fiscal y en la sala de máquinas del subsuelo organiza a todos los empleados del edificio para encontrar las pruebas. Mama es peronista, así que es solidaria. La visita a la cárcel donde está detenido González, el empleado de limpieza encanado ni bien se descubre el crimen porque los trabajadores -si encima, inmigrantes- son los sospechosos de siempre, es para la antología de la ternura. Mama se muere por apoyar su mano en la de González, como Simone Signoret la suya en la de Lino Ventura cuando lo salva de los nazis en El ejército de las sombras, pero la cerrada del cana que golpea tres veces con el puño el escritorio llama al «orden». No importa, las miradas también tocan. Y las palabras que los labios de los endurecidos recuperan gracias al amor de Mama son agua en el desierto y bálsamo en las heridas.
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“En uno de mis últimos guiones representé a Dios como una criatura que ha creado a la raza humana para Su propio entretenimiento. Todos somos sólo artículos de diversión para Él, algo para que Dios pase el tiempo mirando.”
Después del 11 de septiembre, al cine guerrilla de Cohen no le habría quedado otra que ser terrorista si hubiera querido seguir siendo, y un mundo donde el cine de Cohen es inconcebible no sólo no es el mejor de los mundos, ni siquiera es un mundo mejor. Los atentados iniciales de God told me to (1976) en medio de Nueva York, llevados a cabo por un tipo que dispara al azar desde una terraza, no hacen pensar en los asesinatos de políticos perpetrados en EE.UU. durante los sesentas, de los que Cohen se ocupó en The privates files de J. Edgar Hoover, sino en las masacres en escuelas y espacios públicos. Cuando los transeúntes empiezan a caer como moscas, la única espectadora individualizada de la masacre lleva debajo del brazo un libro en el que apenas se llega a leer el título: “La filosofía de Andy Warhol”. Si el protagonista lo hubiese sabido, no habría tenido que pasar por todo lo que pasa a lo largo de la película hasta reconocerse radicalmente como lo hace Sakamoto en Bowie al final de Feliz navidad, Sr. Lawrence. Lo primero que hace el detective de Tony Lo Bianco es subir desarmado al tanque de agua donde está el asesino, vieja estructura que contrasta con los rascacielos vidriados de alrededor, para averiguar la causa su conducta pese a que todos sus compañeros le dicen que espere hasta que reduzcan al francotirador desde un helicóptero. Veremos si su ascenso hasta esa arcaica infraestructura es camino a la iluminación (en una película que la usa como pocas), escalera al cielo, salto de fe (como el de Moisés ante el Mar Rojo o el de Pedro sobre las aguas del Mar de Galilea), caída en la locura (¿sagrada?) o vaya a saber qué.
El primer plano de Tony Lo Bianco lo muestra mucho más alterado que el común de los mortales ante una respuesta como la que recibe: “Dios me lo ordenó”. Otra persona rápidamente la desecharía como la (sin)razón de un loco pero segundos antes le dijo al asesino que había estudiado en una escuela católica, y un par de escenas después lo sabremos tan creyente como para posponer el divorcio aunque está enamorado. Kiyoshi Kurosawa sin cristianismo, Cohen pone a su protagonista en la búsqueda de una respuesta que sólo puede conducirlo al apocalipsis de la revelación, como le pasa al protagonista de Cure y, por entonces, a casi todos los de las películas de Friedkin. Una sola y breve escena junto a su esposa transmite más desolación que todo el histérico teatro bergmaniano de esos años: “No tengo nada contra vos, lo que siento es pena. Realmente sos un creyente, pero entonces, ¿dónde está el gozo que tendrías que sentir?” God told me to es el mandato revelado de un francotirador delirante. Poco después un periodista ateo y marginal lo dice clarito: “El caos total, eso es lo que me gusta. Del caos a la razón, de la razón a la ciencia”. Puede que Cohen piense lo mismo (y que Buñuel aplauda la primera de las dos frases al menos) y las interpretaciones dan vuelta dentro de esta película licuadora hasta ser un entrevero sabroso –La cosa (The thing) de Carpenter, La cosa (The stuff) del propio Cohen, La mancha voraz (The blob)- que desborda el cine electrodoméstico donde la idea original ha sido felizmente deshecha y reintegrada hasta enchastrarlo todo, como la energía que transfigura al protagonista de Combustión espontánea o las cabezas que explotan en Scanners.
El flashback en blanco y negro incandescente introduce la hipótesis principal de la película pero sobre todo el componente de la ciencia ficción de los cincuentas en medio del terror, con su tensión felizmente irresuelta entre la autonomía de la ficción y las alusiones políticas que la ciencia social pretende encumbrar vana y utilitariamente a posteriori como su verdadero si no único valor. Lo que vemos ahí, sin embargo, es el placer lírico en bruto de un desnudo frontal innecesario, porque sí. God told me to es la luz del mundo: el dorado icónico y llameante del ídolo, los solares exteriores cotidianos, la claridad del día en los ojos de Silvia Sidney recluida en un asilo, la natural de una bombita eléctrica en los interiores pobres casi a oscuras de los arrabales. Diego nos enseñó la zurda de Dios. Larry Cohen, Su concha.