Los hijos Reales, por Marcos Vieytes

Una película que empieza con un viejo encendiendo un cigarrillo en primer plano mientras dice que tiene mucho para contar funda intimidad y mundo. Si ese viejo se define a sí mismo como hombre y poco después como negro, el mundo que funda no es el que estamos acostumbrados a ver en estos últimos años. Negro de Tucumán, criollo con acento que resbala sobre las vocales y corta las consonantes como quien arranca hojas de un libro para armar puchos. Hombre que se sigue reconociendo macho a pesar de ser viejo. Negro que al reconocerse negro siente la obligación de añadir que, como tal, no sirve para nada, pero con una dosis de ironía no desplegada en la sorna del tono sino en la amarga y tajante afirmación contraria a sus propios intereses. “Que ya no es dueño de nada, que supo tener gallinas y chanchos pero todo se ha acabado. Si hasta la dueña se acabó, cómo no me voy a acabar yo”, agrega con la densidad de sentido fácil de hallar en la maradoniana oralidad de quienes han vivido mucho y leído poco y a los que la Cultura no les ensombreció la clarividencia, atesorada por películas como Cochengo Miranda de Prelorán («Uno rústico como yo, habituado a estar en esta vida.” / “Mis padres se terminaron…” / “Como yo estoy ya, más o menos, puesto en este lugar, tendré que morir acá.»). Hombre al que vemos decir en primerísimo primer plano que no lo estamos viendo porque es hombre de andar y ya no para en su rancho. Como para entonces, aunque apenas estemos al principio de la película, no hemos visto nada más que la misma cara en tres o cuatro sesiones de rodaje distintas unidas por cortes, la cámara se abre a un patio de tierra asentada en una tarde de lluvia y suena una guitarra. 

El camino hacia la muerte del viejo Reales es una elegía orgullosa. De allí su fantástica potencia, su fabulosa y fatal vitalidad. Hay claramente víctimas del colonialismo vernáculo, pero el protagonista tiene y conserva la más indómita de las actitudes desde el principio hasta el final. El viejo Reales es un retobado, no ha perdido la condición errante de gaucho al que la ley descalificaba como “vago y mal entretenido”, aunque no ha sido de a caballo y haya tenido que laburar toda su vida en la zafra. El duelo de esta elegía no clausura la posibilidad de lucha por más que hunda sus raíces en el mortal destino de todos. Incluso antes que un sometido por la estructura político-económica específica del país y del continente, el Reales de esta película ya es un viejo, un tipo que pronto ha de perder su partido contra la muerte, pero lo hará en el camino. Para contrarrestar esa derrota inevitable, Vallejo no duda en estilizarlo legendariamente. Ahí están los planos del Viejo dándole la espalda a la cámara al atardecer mientras mira la tierra que ha trabajado pero no lo pertenece, o alejándose por una huella cuyo destino conocemos todos, así como todos sabíamos el destino de Moreira cuando vimos al de Favio caerse y levantarse. Así que también tenemos un héroe y su epopeya: la de un tipo que tuvo que ponerse a laburar desde que aprendió a estar parado, se casó, tuvo unos cuantos hijos, mantuvo a su familia y, ya viudo y viejo, sigue chupando, fumando y mandándose a mudar cuando se le antoja.

La ternura también crece en los zarzales: cuanto más áspera la mano, más desarma la caricia. La voz del narrador, que sitúa antes que opinar y da cuenta de la relación entre la cámara y sus personajes más que lo que denuncia, cede la palabra a una de las nueras del viejo Reales. Los cinco chicos que cría en el rancho de su padre, mientras su esposo el Ángel se ausenta durante los cinco meses de la cosecha, juegan sin que la guitarra plañidera afecte su alegría (el otro movimiento musical es algo así es un moto perpetuo que transforma a la cámara en mano en instrumento musical). El ojo adulto ya no puede compartir plenamente la inconsciencia infantil pero no es la pena lo que acecha en el grano de la imagen, por dolorosa que sea la mirada del que filma, sino el compañerismo en cinchada y travesuras. Por eso se sube al tren de Birri con el peón golondrina que se llena el buche de pesos, comida y remedios, palabras en la boca de sus pensamientos que por arte de magia patronal siempre desaparecen antes de materializarse. Hacia adelante, el montaje arma la sucesión de estaciones de ferrocarril que lo alejan de su casa. Hacia adentro de sí, la de los hijos pájaros que pían en el nido de un cajón de frutas a falta de cuna, que juegan con un gato atado a un piolín, que le dan de comer a las gallinas, que arrean un par de vacas flacas. Son “los chicos que los ricos no quieren dar a la luz, los chicos que los ricos botan, que los ricos se comen cuando toman la píldora”, dice el Ángel, así como la Rosa ha dicho que tiene hijos para que le hagan compañía cuando el padre no está. La cámara escucha atentamente porque el locutor ha dicho que esas imágenes son “una contestación a la falsa imagen que se ha querido imponer del trabajador campesino.” Pero, ¿cuál es la imagen falsa? Desde la tradición cinematográfica uno pudiera pensar primero en la gauchesca supuestamente pintoresca y dócil fabricada en serie por los explotadores de la ficción, aunque Soffici, Manzi, Del Carril y Bo –cuando es bien mirado políticamente su trasfondo de reprimarización de la economía- lo desmientan, pero la hibridación entre procedimientos del documental y la ficción terminan dirigiendo la atención hacia el relato mismo y de su discurso, a diferencia de lo que sucede con buena parte del monolítico realismo progresista contemporáneo.

Cuando el suegro de la Rosa recita el credo para curar a su nieta, la cercanía de la cámara a las caras de los involucrados y el montaje que une a la de la nena que llora con la voz del abuelo justo cuando dice “la santa iglesia” proponen una disputa en la que ninguno de los términos anula al otro. Los realizadores se rebelan contra ciertos efectos de las creencias de sus personajes sin menospreciarlas. La canción de protesta que sigue a la escena en cuestión reafirma un mensaje introducido posteriormente por el montaje, pero la belleza de las caras entre sombras que tratan de dormir bajo la luna no deja de proporcionarnos el placer puramente lírico de una secuencia de montaje musical. Poco después el narrador presenta a Mariano -el hijo comisario de Reales, que no es un comisario con todas las de la ley sino un adjunto que desparrama algún que otro rebencazo en el puesto donde vive cuando se levanta cruzado, pero al que el verdadero comisario de la cabecera del distrito no despide sólo para que no se quede sin sueldo para mantener a la familia pese a su ineficacia- y se lleva otra sorpresa: nunca fue capataz en un ingenio, como sus modos les hicieron suponer a los realizadores, sino un trabajador del ingenio azucarero espontáneamente rebelado contra la explotación en su juventud. El efecto se repite: a la perplejidad enamorada del otro se suma la desorientación de unas expectativas que también eran unos pre-juicios de los realizadores cuyo incumplimiento no es ocultado, que constituye la experiencia fundamental de la película. Los hijos Reales de Vallejos están más vivos que Los hijos de Fierro porque existen más acá de la alegoría que vaciara sus órganos para idealizarlos y porque la película no se cansa ni se avergüenza de correr detrás de ellos sin alcanzarlos nunca.

La secuencia del Winco es clarificadora por quilombera: Los Wawancó empiezan a sonar en el tocadiscos de Flaherty y los nenes inmediatamente se ponen a bailar. La película corcovea porque no se resigna del todo a que la transformen en Villa Cariño aunque más no sea unos segundos y en el plano siguiente deja la música sonando sobre el hijo comisario que se calza el uniforme frente a un espejito, como el Aniceto se arreglaba para ir al baile, pero incluso dentro de la connotación represiva y potencialmente ridiculizadora del montaje la comicidad inpone su autonomía. Bigote natural incluido, el hijo comisario es uno de esos personajes populares de Chaplin que tanto pueden encabezar una huelga comunista en una película como ser cana en otra porque no responden al ideal de los intelectuales que sólo representan al pueblo que se baña todos los días y se corta las uñas de las patas. Acto seguido el Mariano fuerza a una mujer entre los cañaverales y un rato después irrumpe a punta de pistola en una casa de familia mientras la cámara en mano filma la desbandada como si fuera la subjetiva de una gallina aleteando en un corral. Ninguna de las dos escenas asume los modos graves y sentenciosos de las recreaciones que en tantos documentales traicionan la naturaleza de la ficción queriéndola presentar como prueba de cargo jurídica o moral. Debido al antecedente musical, a la movilidad gallinácea de la cámara o a nuestra familiaridad con esos hombres que actúan pero no son actores, ninguna de las dos escenas deja de ser juego, prolongación de los nenes que se pusieron a bailar ni bien empezó a sonar el disco, Armandos y Cocas de un Éxtasis tropical casero capaz de unir lo que nadie: la cumbia y el cementerio cuando el viejo Reales visita la tumba de su finada al final de la secuencia.

El Pibe es el tercer hijo del viejo Reales. Último en aparecer, su nombre indica que probablemente sea el más chico de los tres y el futuro como liberación. Ni se resigna únicamente al trabajo como el Ángel ni reprime como el Mariano. Es la representación de la militancia y como tal, aquel que habilita más que ninguno a que la película usurpe su discurso. Pero incluso en este caso, el narrador no deja de avisar que el Pibe no es un militante, que es la película la que lo construye como tal condensando experiencias de compañeros generacionales (buena parte de la eficacia de El camino hacia la muerte del viejo Reales reside en la eficacia literaria de la voz en off). Y lo que pone en escena son las limitaciones intelectuales, las dudas tácticas y estratégicas, los conflictos de pareja que suscita la militancia política (la lucha armada queda fuera de campo como posibilidad futura en manos de Ramón, que no es un Reales). La sucesión de quienes plantean sus problemas a cámara en plano frontal configuran retratos orales fabulosos tanto como interlocutores que nos transfieren la responsabilidad de ser delegados sindicales. En la asunción de todas esas vicisitudes está la vida porque sí de la película, la plenitud y la falta simultáneas de sus cinco pa’l peso, la eternidad rapsódica pero incontestable que acontece dentro y fuera de la lucha política, como en la protesta hedonista del vino. El viejo Reales quiere encontrarse con la muerte machadito, para no sentirla, y la visión política más culta y más sobria de los realizadores nunca se impone al deseo de sus persona(je)s, mucho menos al último, tan sagrado como para recrearlo una vez que la realidad se lo niega (bastante antes que After life, de Kore-eda Hirokazu). La muerte será siempre lumpen en comparación con la cinematográfica, pero el viejo sienta sus Reales eternos en la puteada a los vigilantes y en los besos a la piba en medio del bailongo, entre taba y damajuanas.

Hay tres peronismos audibles en la película de Vallejos, dos que no temen pronunciar su nombre y uno fechado. El viejo cuenta que pudo levantar su casa en 1945, un borracho viva a Perón y carajea cuando lo quieren callar, y el Pibe dice: “Yo sé que los peronistas en estos años tuvimos varios errores, pero también hicimos lo que nadie fue capaz de hacer.” Perón hace posible que tenga una casa quien hasta entonces no tenía nada, quien la funda, aunque el viejo Reales no vaya de la suya al trabajo y del trabajo a la suya porque el peronismo es movimiento tanto institucional como del sujeto. La palabra de Perón en la boca, aunque prohibida, es consigna, puteada y protesta. Finalmente es identificación política de los trabajadores, discurso del delegado sindical. Techo, fiesta y filiación política. Alguno podría apuntar un par de peronismos más: si el viejo Reales puede ser visto como Perón, el hijo que se le volvió milico puede ser la rama autoritaria del peronismo –una entre otras del autoritarismo argentino- que terminará en la triple AAA, y Ramón, que no es un Reales pero elige las armas, puede ser la resistencia peronista puesta en marcha inmediatamente después del golpe que derrocó a Perón y también las organizaciones armadas juveniles. Pero el peronismo de El camino hacia la muerte del viejo Reales que más me importa es el mío, porque fue la película que me hizo peronista. Sucedió en los primeros y sin que yo supiera quién era Vallejos ni el Grupo Cine Liberación. A mí me afilió el viejo Reales.

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