Fritz Lang: las primeras tres en Hollywood, por José Miccio

Hay lugares comunes en la ya larga historia del cine que sobreviven con extraña fortaleza al paso del tiempo. La centralidad que ocupa Furia (1936) en la obra de Fritz Lang es uno de ellos. El problema es menos la película -¿quién puede negarle valor o importancia histórica?- que los motivos en los que se sostiene su presunta y siempre predicada grandeza. Furia es a Lang lo que El delator es a John Ford o, para venir más acá, lo que Dolor y gloria es a Almodóvar: la película que prefieren quienes no prefieren las películas de Lang, de Ford y de Almodóvar. O de otro modo: una película deliberadamente respetable. Furia trata un tema importante de manera importante. Es cine para admirar cosas que no son (necesariamente) cine. La verdad, la alegoría, la justicia, la conciencia. El Joe Wilson que interpreta Spencer Tracy empieza en la plena aceptación de la vida familiar y laboral (el gesto noble y el nombre capriano lo sitúan con toda claridad en la figura del hombre común), tropieza con la arbitrariedad de la ley y el odio de una sociedad psicotizada, cae en el infierno de la venganza y se recupera finalmente gracias a la intervención de su esposa, que como un ángel lo rescata justo antes de que el diablo se quede para siempre con su alma. Como Furia trata -además de sobre este viaje social y espiritual- sobre el linchamiento, es fácil pensar que tiene ideas profundas. Pero no. Primero, porque la única idea sobre la vida social que la sostiene -si se repite un estímulo de odio, en apenas unos días se produce una turba unánime- es omniexplicativa y por eso mismo banal. Segundo, porque aun cuando no lo fuera, el cine no se hace con ideas sino con planos, y lo que sucede en Furia es que se nota demasiado que los planos están ahí en función de las ideas. El ejemplo más extremo es el montaje asociativo: como Eisenstein en Octubre, que sobreimprime un pavo real a una imagen de Kerenski, Lang no resiste la tentación de la metáfora avícola y funde un chismorreo de mujeres con un grupo de gallinas.

Obligadas por la importancia de sus temas, las películas de tesis -y Furia lo es- suelen ser graves y sentenciosas. You and Me -que Lang filmó en 1939, también con intenciones sociales, aunque no de denuncia sino de reforma e integración- funciona al revés: no se trata de una película seria sino de una comedia pedagógica cuyo objetivo es enseñar que trabajar es mejor que delinquir. Pero no solo eso: también que tienen que existir condiciones sociales que les permitan a los que salen de la cárcel no volver a entrar. La enseñanza está a cargo de Helen, el personaje de Sylvia Sidney, que al final evita un asalto explicando, con pizarrón y todo, que a los ladrones rasos el salario les conviene más que el botín. You and Me empieza con una canción de Kurt Weill que habla sobre el poder del dinero. Es un prólogo crítico que la película trata de integrar (o de olvidar) en su moraleja, que cambia sátira de izquierda por fábula social keynesiana, como prefiere el cine-Roosevelt.

Furia es una película dura como la cara de Spencer Tracy antes de que la dulzura de Sylvia Sidney lo rescate del infierno. You and Me es ligera como una pluma en la que alguien escribió un mensaje. Entre una y otra, en 1938, Lang filmó una de las grandes películas de su carrera y de la historia del cine. You Only Live Once -tal su nombre- empieza como drama sociológico criminal en el estilo de los que se filmaban en Hollywood en los años 30 (“They make me a criminal”, dice una vez Eddie, el personaje de Henry Fonda: el título de la película que Busby Berkeley dirigió dos años después), pero con el paso de los minutos se convierte en poema romántico, y no hay tesis que quede en pie. Esto la distingue y opone a Furia. Las diferencias con You and Me obedecen a otros motivos, igual de radicales. You and Me es una película de reconciliación entre individuo y sociedad (por cierto, los términos de esa reconciliación son tan de avanzada para nuestra época que dan una pista sobre el desastre en el que vivimos). You Only Live Once es la negación romántica de la sociedad. Las chances que en una película se multiplican, en la otra no aparecen por ningún lado. No hay un buen sistema judicial sino una burocracia ciega. No hay un buen empresario, capaz de pensar en el bien común, sino un empresario egoísta que no perdona ni siquiera una hora de retraso. No hay una pareja de caseros simpáticos que ayudan a la pareja joven sino un matrimonio horrible que echa del hotel a Eddie y a Joan (otra vez Sylvia Sidney, como siempre: enorme) cuando se entera de que él estuvo en la cárcel. El mundo -no sin dificultades- se abre a los personajes de You and Me. Es el New Deal, que ofrece una conciliación de clases exitosa: ganancias razonables para los empresarios que no especulan y pleno empleo para los trabajadores que no exageran en sus reclamos. Sobre los protagonistas de You Only Live Once, por el contrario, el mundo se cierra, y entonces deben enfrentarlo, y fundar uno propio. “Una vez vivimos en una casa, pero solo unos minutos”, dice Eddie. “Nuestra casa es el auto, la ruta, el bosque”, le contesta Joan. En ese momento, ellos son las ranas que miran la noche de su casamiento, en una de las escenas más hermosas jamás filmadas:

A pesar de la gente buena que lo habita, el primer mundo, el mundo dado, es del dinero: los empleados de la estación de servicio que aprovechan el robo de nafta para decir que los ladrones se llevaron también la caja registradora, el diario que prepara las tapas amarillistas, los ladrones que roban el camión de caudales, el mismo camión de caudales, el tipo que entrega a los prófugos por la recompensa e incluso el vendedor de manzanas que al comienzo hace un cálculo de todo el dinero que le debe el policía que le saca una cada vez que lo cruza. El otro mundo, el mundo inventado, es del amor. Uno es interés. El otro, entrega. La expresión del primero es el billete, el banco, la moneda. La del segundo, el beso.

Todos los episodios de la historia tienen su beso. Son estos seis que se ven arriba. El primero, entre rejas, es el que abre la historia, cuando Fonda sale de la cárcel. El segundo sigue a la conversación sobre las ranas, que anuncia el futuro de la pareja. El tercero -casi a continuación- es el de la noche de bodas. El cuarto es el de la despedida, cuando él quiere escaparse de la ley y ella lo convence de que se entregue. El quinto es el reencuentro, después de que él se fugue. El último, con Joan ya muerta y Eddie en sus últimos segundos de vida, es el final, y tiene lugar justo después de que ella diga las únicas palabras que conoce el amor:

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