Naruse y Takamine, por Marcos Vieytes

El 28 de diciembre de 2010 murió Hideko Takamine. Seis meses antes había descubierto las películas de Mikio Naruse y con ellas a esa mujer cuyos rasgos y roles no respondían al canon de inmaculada belleza japonesa sumisa, tabula rasa de porcelana para el deseo masculino. Su cara, pero sobre todo su carácter, así como sus maneras y los personajes prácticos, autosuficientes y pícaros, juguetones incluso en la adversidad, marcaron tanto su carrera como la del director, último de los ‘maestros japoneses’ descubierto por Occidente. Acá van algunos párrafos sobre la actriz en una película de Naruse y en otra de Ozu, y sobre alguna otra del primero.

La libertad es una mujer sonriendo para sí. Ver una película con Hideko Takamine ya es suficiente motivo de alegría. La actriz preferida de Mikio Naruse fue, es y será un espectáculo aparte. Sus roles no son nunca los de mujer sumisa o resignada. Su tozudez es proverbial e inteligente. Siempre sabe lo que quiere y cuando no lo sabe ni se le cruza por la mente disimular. Se distingue por rasgos físicos y gestos particulares (sacar la lengua, la miopía) que no son nunca altisonantes, pero suficientemente expresivos como para añadirle un plus de visibilidad inolvidable y, sobre todo, caracterizarla más allá de sus personajes. En Las hermanas Munekata el motivo de alegría es doble porque vemos a Takamine en una película de Ozu, y porque Takamine sigue siendo ella misma. Ozu filma una película que reivindica el rol activo de la mujer en la modernidad. La primera pirueta sutil, gradual y fabulosa de esta película consiste en empezar con el anuncio de la enfermedad terminal de uno de los personajes y desviarse de esa sentencia tanto como del tono sombrío que el augurio pudo haberle impuesto al relato. La otra parábola va del tradicionalismo defendido en un principio por la protagonista a la adopción de una perspectiva individual que le permite rechazar un segundo matrimonio deseado durante mucho tiempo para darse la chance de hacer su propia vida. Esa fuga es una fuga del ‘amor verdadero’, del romanticismo como idealización, del absoluto al que tendía Mizoguchi, del melodrama si se quiere. Y uno está satisfecho con esa mujer sonriente, serena y dueña de sí misma que se va caminando bajo el sol del mediodía junto a su hermana Takamine, que hace las veces de comentarista lúcida y juguetona de la acción, criticando el vínculo matrimonial tanto como el lugar común del amor sublimado. Llega incluso a representar su agridulce papel usando dos tonos distintos de voz al decir los diálogo, afirmándose sobre la practicidad del cotidiano y parodiando la retórica declamativa.

Los ojos útiles. De un soneto alejandrino que intenté garabatear cuando era pibe y tiré a la basura después tras fracasar estrepitosamente me queda un verso que no se va nunca (“los ojos útiles de Borges sobre un libro”) y confirma la potencia visual de la imagen, una de esas fotos en las que puede verse la cara del viejo pegada a la página que trata de leer pese a todo. También es una instantánea mental de mi abuelo materno, Atilio Marinacci. Nació y vivió en un pueblo de la provincia de Buenos Aires llamado Polvaredas y a fuerza de estudiar por correspondencia se ganó la vida como mecánico. Le gustaba conversar atinada y serenamente con quien fuese y sobre lo que fuere. Todavía recuerdo el placer con que esperaba nuestros viajes mensuales desde la Capital, no sólo por vernos sino también para abalanzarse lupa en mano sobre cuanto diario, libro o revista le lleváramos (también caminaba con las manos agarradas en la espalda, como Nanni Moretti en sus películas). Haurou-ki (1962) es un biopic de Naruse sobre la escritora Fumiko Hayashi. Para no seguir siendo vendedora ambulante junto con sus padres, a mediados de la primera mitad del siglo pasado se muda sola a Tokio. Trabaja en lo que sea, convive con varios hombres, la mayoría de ellos más flojos y menos audaces que ella, y mientras tanto escribe, escribe y escribe hasta que consigue ser publicada, disfrutando finalmente del reconocimiento suficiente como para llevar una vida económicamente cómoda. La película de Naruse despliega una atención a los hábitos cotidianos que la aleja de los grandes hitos con que el biopic se acerca a la figura del artista. No se concentra en su escritura sino en su manera de ganarse la vida, en el día a día económico del personaje, en la relación doméstica con sus parejas. Decir que Takamine trabajó ‘a las órdenes’ de Naruse en una veintena de película es un lugar común, a juzgar por lo que ella misma ha dicho sobre la casi completa carencia de instrucciones por parte del director durante toda su relación profesional. Lo cierto es que su desempeño y la película son elocuentes, entre otras cosas por la miopía del personaje, que actriz y director caracterizan con un sentido del humor invencible, y cuya dificultad óptica condicionan la composición del plano y nuestra relación de afectuosa incomodidad con la película.

Entorpecer el vuelo. Kotan no kuchibue (El silbido de Kotan, 1959) cuenta la historia de dos huérfanos de madre que viven en una pequeña comunidad Ainu de Hokkaido. Los Ainu son una etnia originaria de la zona de Siberia que, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, fue sometida y diezmada por los japoneses. La ficción de Naruse fue filmada en 1959, es contemporánea del rodaje, y asocia el trato humillante de los japoneses hacia los ainus con la presencia norteamericana en Japón después de la Segunda Guerra. Aunque transcurre lejos de cualquier ciudad y junto a un río en el que estos descendientes de pescadores no pueden pescar so pena de prisión, en dos o tres secuencias Naruse enlaza el rumor del agua con el ruido de aviones y helicópteros de una base militar que sólo es vista al principio de la película y a la distancia. Eso le basta para inscribir de manera continua el contexto político en el fuera de campo, completando la puesta en escena bucólica del paisaje que influye en uno de los personajes, profesor de arte cuya acuarela impresionista de una joven ainu sentada junto al río gana un concurso que le decide a probar suerte en los círculos artísticos de Tokio. A diferencia de Mizoguchi, Naruse entorpece el vuelo romántico, siembra sus ficciones de datos que no impiden la emoción, pero sí que pueda ser ligada a cualquier clase de trascendencia. El dinero es un factor omnipresente y la lucha por conseguir el necesario para sobrevivir es la gesta mayor de buena parte de sus personajes, incluso de aquellos que se relacionan con el mundo del arte. No es inusual que escritores, músicos y pintores protagonicen sus relatos, así como aspirantes a serlo que no consiguen conciliar las exigencias materiales de la vida con el trabajo creativo, desbarrancándose en la depresión, el alcoholismo, la soledad y el maltrato de los seres queridos que los acompañan. Incluso en esta película centrada en unos niños y en una comunidad que ni siquiera conciben la posibilidad de una vida artística profesional, Naruse también se ocupa de la relación con las imágenes a través de los personajes secundarios (además del profesor que pinta, un joven japonés que toma fotografías) o de costumbres como las de tallar osos en madera que responden al vínculo ancestral entre arte y religión. Sólo que este oficio cumple ahora una mera función mercantil, reportándole ganancias relativas a los ainus que viven de vender como souvenirs para turistas lo que otrora fueran representaciones sagradas.

Titiliar. Uta-andon (La canción de la linterna, 1943) tiene dos momentos hermosos y tristes, otro muy extraño en el que una subjetiva reposada del protagonista no condice con su ebriedad y paranoia, y un final en el que la cámara caligráfica de Naruse traza un rectángulo y dibuja un arabesco que acaban por encuadrar a la luna en el jardín, empalmando el adentro y el afuera de modo tal que espacios de distinta naturaleza constituyen un todo serenamente artificial. Mientras el objetivo sigue el desplazamiento de la bailarina en el cuarto, uno de los personajes desaparece sin necesidad de corte. No es la única ocasión en que Naruse agrega o quita elementos de la escena sin apelar al montaje y sin remarcarlo. La canción de la linterna cuenta la historia de un joven y prodigioso actor de teatro Noh que habrá de suceder a su padre cuando se retire. Viajando en tren durante el transcurso de una gira se topan con un pasajero arrogante que los insulta por desconocer a un maestro de la interpretación que vive en las afueras de Tokio. El padre escucha al agresor sin inmutarse, pero su hijo siente el orgullo herido, no tanto porque han osado declarar que alguien es mejor que su padre sino porque él mismo ya se supone superior a todos. Esa noche, instalados en la aldea de Sozan, decide por su cuenta visitar al maestro del que le hablaron, un masajista ciego asquerosamente soberbio que accede a cantar a condición de que el joven propague su fama en Tokio, pero cuando el muchacho se pone a marcarle el ritmo con la palma de su mano sobre el muslo, en una escena cuya tensión hace pensar en un duelo, el viejo flaquea, se queda sin voz y termina humillado a sus pies. Las fatales consecuencias públicas de ese encuentro marcarán al protagonista durante los próximos años, que habrá de pasar separado de su familia y de su oficio, ganándose la vida a duras penas como cantante callejero después de haber sido deshonrado por su padre. En una de esas noches en las que canta solo a la luz de las linternas que iluminan las calles de principios de siglo, se produce un instante milagroso. La melancolía proviene del instrumento, de la voz, de la errante soledad del personaje filmado en plano fijo entero de tres cuartos perfil y del fondo titilante de las linternas. Más tarde tendrá trato con una joven a la que le enseñará su arte. Naruse filma el aprendizaje en un bosque cercano a unas cataratas. El ruido del agua, el vapor iluminado por los rayos nebulosos de la luna que se filtran entre los árboles y la grúa desde la que rueda un par de escenas, siempre descendiendo hasta los personajes, transforman la situación en un juego de sombras dibujando y desdibujando los temblores de la luz.

Vivir en ella. Desde la primera imagen de Onna no naka ni iru tanin (1966) sabemos que ese hombre está preocupado. Que suceda desde la primera imagen significa que durante toda la película habremos de compartir su carga, echada también sobre nuestros hombros afectivos, porque esa primera imagen es un primerísimo primer plano del rostro del protagonista. Es mucha la responsabilidad interpretativa de Kobayashi Keiju (actuó en películas de Ozu, Okamoto y Kurosawa). Debe darnos suficientes indicios de que oculta un secreto que lo corroe, sin ser tan expresivo como para saturar al espectador. A la (re)sentida, tensa, imperturbable preocupación que manifiesta de principio a fin se suma la decisión de contar sin énfasis genéricos la historia de un adulterio y de un asesinato. La tragedia no es la de la traición ni la del crimen. No reside en los actos sino en los impulsos. No discurre afuera sino adentro del hombre. Un tanto inexplicablemente desde una lógica estrictamente policial, la ley nunca llega a saber quién es el autor del homicidio a pesar de tener más que suficientes evidencias, digitales incluso, como para incriminar a alguien. Esto no puede ser objeto de reproche porque uno de los personajes expone la existencia de pruebas condenatorias que una mínima investigación hubiera descubierto. A Naruse no le interesa el crimen ni las deficiencias judiciales sino las mentes del asesino y de la víctima. No hay nada en el mundo externo que sea capaz de aflojar el nudo moral que aflige al culpable, la pulsión que lo perturba antes de cometer el crimen. No sólo no hay nada que pueda compensarlo por lo que ha hecho, sino nada en la vida, en la existencia misma de ese hombre de exitosa vida profesional y armónico entorno familiar (esposa servicial, dos hijos pequeños, madre a su cuidado e integrada al funcionamiento doméstico), que le proporcione algún tipo de estímulo remotamente similar al que sintiera cuando muerte y sexo se mezclaron del modo inédito y clandestino en que lo hicieron. La radicalidad de la película consiste en brindarle al culpable la oportunidad de salir indemne -antes que impune- de ese trance, perdonado hasta por el marido de la víctima, sin que ello consiga mitigar en lo más mínimo su desasosiego, su vacío. La inconsistencia de la investigación policial hace que la mirada se concentre en el dilema moral antes que en los vericuetos legales de la cuestión. Por eso tampoco incide en el espectador la explicación psicológica apenas esbozada por el protagonista, cuando un par de veces hable con su mujer de neurosis y crisis nerviosas echando mano a la vulgata psiconalítica. La decisión de filmar las dos muertes que hay en la película con una textura similar a la del video, que coincide con la de las imágenes de la ficción que un televisor recién incorporado a la rutina familiar reproduce, carga de sentido negativo al aparato y a los nuevos hábitos que impone sin recurrir al discurso verbal o a la dramatización patética. Tan o más sorprendente que ese desdoblamiento de la imagen resulta ser la puesta en escena de planos cortos sin estilización ampulosa, presentación enfática de los conflictos, ni resolución conclusiva. La luminosidad última, con los chicos jugando en la playa como si nada hubiera pasado, es soleadamente espectral.

***

Después de casi diez años volví a ver una película de Mikio Naruse. Por entonces no me costaba vivir en ellas, donde no pasa nada extraordinario como no sea los días –con sus tardes- y las noches de hombres y mujeres que ninguna efeméride habrá de recordar, ni siquiera la cotidiana de las redes sociales. Anoche me puse a ver Tormento (Midareru, 1964) y no la quise terminar. Estaba disfrutando tanto de las charlas que sostienen los personajes y de los momentos de soledad de cada uno de ellos (especialmente las mujeres, muy especialmente Takamine) en lugares tan domésticos como una cocina o un almacén cuando nadie entra a comprar nada durante largo tiempo, que preferí dormirme con esa sensación, sabiendo que al despertarme tendría un rato más de imágenes para seguir mirando. Una versión de «Fascinación», o de algo parecido a «Fascinación», suena como leitmotiv dulce (también hay un proto jingle del supermercado que acaba con los minoristas del barrio, y ahora recuerdo que en Esposa -Tsuma, 1953- suena un tango) que en muy pocos directores más no sonaría empalagoso. Hay un momento en que la protagonista dice lo que Naruse hacía en todas sus películas: «comprender» lo que no está escrito en los libros de Historia. Ni en ninguna parte, porque es aquello que no quiere ser escrito.

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