Fritz Lang y sus amigos, por José Miccio

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Empecemos por acá:

El primer fotograma es de Los espías (1928): muestra el número del vagón que el villano hace descarrilar para sacarse de encima al héroe puro y duro de la historia. El segundo es de Metrópolis (1927): es el número del obrero al que el héroe conflictuado sustituye una vez, sometiéndose a la máquina. El obsesivo Lang (que filmaba a menudo planos simétricos, de la arquitectura monumental a las tetas de una mujer escandidas por un sorbete) no dejaba tranquilos ni a los números. También Mariano Llinás parece haber notado esto, ya que en La flor cita a Lang dos veces: una, bien obvia, con el nombre de una calle; la otra, azarosa o sutil, cuando le asigna a uno de sus personajes una habitación de hotel con un número exageradamente simétrico:

Pero fuera de esta coincidencia, más o menos curiosa, y de lo que pueda decir sobre el cine de Lang, hay entre los fotogramas de Las espías y de Metrópolis una diferencia profunda, proveniente de las películas a las que pertenecen. El capicúa de Los espías se llama juego. El capicúa de Metrópolis se llama rigor.

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Unas cuatro décadas después, y a pesar de regalarle este baño con la Bardot, para honrarlo en El desprecio (1963) Godard eligió al Lang metropolitano, a quien opuso al bruto de Jack Palance como imagen de una Ítaca añorada e inalcanzable. Un cineasta europeo que brilló en América contra un productor americano que quiere convertir a Europa en mercancía. ¿Una defensa del arte? ¿O el Godard tilingo ataca de nuevo? En un momento, con el mismo sentido histórico (ninguno, para bien o mal) con el que en varias películas convierte a Esso en SS, Godard hace que Palance diga: “Cuando escucho la palabra cultura busco mi chequera”, y también hace que Lang reponga la alusión a Goebbels, como quien explica un chiste: “Hace unos años, los hitlerianos decían revólver en lugar de chequera”. No es la única vez que el productor queda asociado al nazismo. Un rato antes, cuando felicita a Piccoli por el guion de Totò contra Hércules (alusión simple y altiva a To contra Maciste) y le pide nuevas escenas para la versión de La Odisea que Lang está filmando (escenas comerciales, se entiende, cosas tontas), Piccoli dice que lo ve difícil, y concluye: “En 1933 Goebbels le pidió que dirigiera cine alemán y Lang huyó”.

Existe un salvoconducto retórico para estas analogías imposibles, que ponen en relación la fuga de Lang de la Alemania nazi y su partida de Hollywood casi tres décadas después, así como las causas de un viaje y de otro. Como si dijéramos: no pretenden la declaración sino la hipérbole. Después de todo, Palance no es más que una caricatura, y con el correr de los minutos queda claro que si hay un personaje realmente idiota en El desprecio es el guionista de Piccoli, que primero entrega a su esposa, después se arrepiente y finalmente abandona el cine para retomar un viejo proyecto teatral, como si el Ulises banalmente modernizado que proyectaba diseñar en el guion (también eso es parte del conjunto de cosas tontas) no fuera tan diferente de sí mismo, y hasta podría decirse, del propio Godard, que al fin y al cabo cuenta su historia, como si no le quedara otra chance. O peor: como si no pudiera dejar de aceptar que se parece demasiado a ese pobre tipo. De un lado, el bruto (Palance, el yanqui). Del otro, el artista (Lang, el griego). En el medio, Piccoli y Godard, los franceses neuróticos que gustan de las películas de Minnelli y Nicholas Ray, pasan por un momento matrimonial complicado (en la peluca negra de la Bardot está Anna Karina) y tratan a las mujeres peor que el propio Palance, que a fin de cuentas no es más que un pajero. “El cine es sorprendente: les mostrás a las mujeres una cámara y las mujeres te muestran el culo”, dice Piccoli, con la misma fijación anal que Godard mostró siempre, y a la que Brigitte Bardot le entrega el cuerpo esta vez, desde el mismo comienzo, y hasta volverlo bandera:

Que El desprecio incluya una dimensión de autodesprecio que no requiere de aventuras hemenéuticas para hacerse visible le otorga a la película una moral manchada que Godard perdería luego, cuando asumiera su lugar de autoridad y gloria caída y al famoso verso de Baudelaire le dejara el “Hipócrita lector” y le podara el “mi semejante, ¡mi hermano!”. Pero más allá de esto, que es donde se concentra el interés y el valor de El desprecio, queda en pie -habría que decir: demasiado en pie- la escena en la sala de Cinecittà en la que Lang recita a Hölderlin y Palance reacciona como un mono entusiasmado cuando ve a una mujer desnuda en la pantalla. Porque claro, se trata de un artista y de un productor. Pero también, y puede que sobre todo, como muestra insistentemente la obra de Godard, que se volvió con el tiempo más y más autocentrada, de Europa y de América. Lang cita unos versos de Dante. Piccoli los reconoce. Palance no sabe nada más que poner números en sus cheques y jadear ante un desnudo. Dicho de otra manera: puede que la cultura esté convirtiéndose en un teatro de almas muertas, pero si Piccoli la traiciona o banaliza es porque pertenece a su dominio, como el propio Godard, y el americano no. El tiempo pos-Lang que El desprecio presenta -con la frase de Lumière sobre el cine como invención sin futuro gritoneada desde Cinecittà- es un tiempo roto: el bárbaro es incapaz de producir deseo, el intelectual es incapaz de producir arte y la dialéctica que liga a uno y a otro, y que cubre unos 2500 años, está si no terminada por lo menos suspendida. Todo empezó con Homero, y con un Homero adaptado al cine tal vez todo termine. A menos, claro, que Piccoli (Godard) aproveche su retorno al teatro y el accidente (o el guiño de los dioses) que termina con la vida de quienes lo tientan con el mundo tal cual es: el productor y la esposa, cuya belleza, como dice Palance apenas al comienzo, exige un dinero que solo alguien como él puede proporcionar.

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Tiempo después del rodaje de El desprecio, André S. Labarthe filmó El dinosaurio y el bebé (1967), una conversación entre Lang y Godard para la notable serie Cineastas de nuestro tiempo. Es una hermosa charla, en la que el viejo se muestra mucho más cómodo con su interlocutor que en la que mantuvo años después con William Friedkin. Si con el americano bufa, hace gestos de cansancio y llega a decir: “La pregunta está mal”, con el europeo todo fluye, al punto que en determinado momento se hace claro que la voluntad de los dos es coincidir (la única vez en la que Lang reta a Godard es cuando Godard trata de evitar un elogio). Pero aun así, hay una diferencia clara e insalvable entre los dos cineastas: el dinosaurio dice algo que para el bebé ya no es posible:

La afirmación de Lang sigue a un comentario en el que Godard muestra su preocupación por una frase que le escuchó a Carlo Ponti, uno de los productores de El desprecio: “El público ve las películas con el estómago, no con los ojos”*. A continuación, y a pedido del propio Godard, que le pregunta qué opina al respecto, Lang dice: “No creo que el público sepa si ve una película con el corazón o con el estómago. En cambio, sabe si una película es buena o mala”, y concluye con esta profesión de fe:

Godard había dicho en 1962, en una entrevista con Cahiers después reunida en Godard por Godard: “El público no es tonto ni inteligente. Nadie sabe lo que es. A veces sorprende, pero en general decepciona. No se puede contar con él”. A la luz de El desprecio, esta diferencia entre el maestro y el discípulo no es solo una cuestión de opiniones sino una cuestión histórica: Godard piensa en términos que no son los de Lang. Incluso se puede decir que hablan de mundos distintos. Lang es todavía el Ulises clásico. Godard, el pobre Ulises moderno, que ha perdido los lazos con el mundo antiguo y solo puede evocarlo por medio de sus últimos sobrevivientes (además de Lang, menciona a Abel Gance y a Dreyer). En un momento, Godard se pregunta, adusto: “¿Por qué hacer cine hoy?” En otro, Lang comenta, sin ningún complejo: “Yo no sé por qué hice mis películas”.

También de esto trata El desprecio, que además de un ajuste de cuentas con el estereotipo del yanqui inculto y del burgués neurótico (tal vez redimido) puede verse como la despedida del cine capaz de cumplir con la promesa de la que habla la célebre cita que, a manera de epígrafe, el mismo Godard lee en off al comienzo:

La cita es importante por al menos dos motivos. El primero es bibliográfico, ya que la atribución a Bazin es apócrifa, y no sucede por primera vez. En efecto, en un comentario de 1961 sobre Una mujer es una mujer, Godard ya había dicho lo mismo en relación con la cámara y el personaje de Anna Karina (la versión es la de Godard por Godard):

“Ahora bien, puesto que según decía Bazin, el cine sustituye nuestra mirada para ofrecer un mundo que concuerda con nuestros deseos, era extraordinariamente tentador sustituir la mirada de esta joven parisiense por la de una Mitchell 300 y, al tiempo que probábamos que una mujer seguía siendo una mujer, probar que el cine sigue siendo el cine”.

Pero hay algo más interesante aún que esta reincidencia, a fin de cuentas anecdótica, y es que la cita no solo no es de Bazin sino que se trata de la reformulación de una frase de Michel Mourlet**, uno de los críticos formados en el cine Mac-Mahon, presuntamente conservadores y siempre opuestos al grupo de los jóvenes turcos al que pertenecía Godard, que habrían hecho bien lo que los otros después hicieron mal: elegir un grupo de directores y defenderlos como en una guerra. Es difícil establecer qué sentido tiene la atribución a un reconocido maestro de palabras escritas por un supuesto adversario. La posibilidad más verosímil es la más obvia: se trata de un homenaje (no sirve como confirmación, pero Mourlet tiene un pequeño papel en Sin aliento). Con algunas torsiones se puede arribar al punto contrario: se trata de una ironía. Una tercera opción, más intrincada, es la del Godard-Mabuse. Los macmahonistas tenían su propio panteón de directores y actores americanos. Los primeros eran Losey, Peminger, Walsh y… Fritz Lang. Los segundos, Charlton Heston, Robert Wagner y… Jack Palance. Debido a que estos críticos preferían las formas clásicas, es posible pensar que Godard les contesta no desde una posición exterior sino interior: con los mismos elementos que fascinaban a Mourlet, y hasta con sus mismas palabras, ofrece, en lugar de comunión, ruptura: una fábula moderna que despide el tiempo clásico.

El otro motivo por el que la cita es importante deriva de la oración que la comenta. Godard dice así: “El cine sustituye nuestra mirada por un mundo más en armonía con nuestros deseos. El Desprecio es la historia de ese mundo”. La historia, claro. Pero no tanto como narración sino como institución del pasado. Godard filma una versión de La odisea que no es la del productor Palance pero que tampoco es la del director Lang, porque esa ya no está a su alcance. El notable final de la película muestra a Lang dirigiendo el momento en el que Ullises divisa Itaca después de diez años. El momento en el que los esfuerzos son recompensados. Godard pasa por la escena con un travelling perfecto, en eco con el que hace el equipo de filmación de La odisea, y termina El desprecio con un plano en el que solo se ve cielo y mar. Piccoli -que un minuto antes se cruzó con el héroe, al que solo Lang puede filmar en su condición de tal- es un Ulises en conflicto con él y con el mundo, sin patria a la que volver.

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Wenders habla de esto mismo en En el transcurso del tiempo (1976). Y para hacerlo, convoca también a Lang. Por lo menos tres veces. Al comienzo, en el relato del músico que recuerda las funciones del cine mudo y Los Nibelungos. Más adelante, en la foto del rodaje de El desprecio en la que Lang aparece con Palance y Piccoli y que uno de los personajes recorta para separar al director vienés del conjunto, y enseguida reintegrarlo, marcado por la operación de corte y montaje. Por último, en el final, con su retrato gobernando el discurso de una proyectorista: “No me obligarán a pasar películas de las que la gente sale embrutecida por la estupidez. Películas que destruyen cualquier alegría de vivir y anulan cualquier sentimiento hacia el mundo y hacia la propia gente”.

A pesar de este final, tan en sintonía con un tiempo en el que el cine se tomó insistentemente como objeto de elegía, el objetivo de Wenders es muy distinto del de Godard. En el transcurso del tiempo es menos una película de despedida que de reconciliación. El Ulises de Godard tiene que vivir en un mundo sin Ítaca (o fundarla nuevamente, como un Eneas moderno). El Ulises de Wenders no tiene donde volver pero tampoco tiene nada que inaugurar: existe para él una Itaca itinerante, como si las rutas mismas -que son además las que bordeaban entonces la Alemania comunista- tomaran el lugar de la patria. Esta filosofía del camino determina un vinculo distinto con América. Si en El desprecio el personaje de Jack Palance es es el americano cabeza de termo que se mete con las bases mismas de la ilustrada Europa, en En el transcurso del tiempo los americanos llenan de marcas a una Alemania que no solo las sufre sino que está en condiciones de convertirlas en experiencia. Por eso no solo aparecen Coca Cola, Jack Daniels y Texaco sino también Faulkner (Las palmeras salvajes), Bob Dylan (“Idiot Wind”) y el western (The Lusty Men, Young Billy Young). Y por eso la frase “Los americanos nos han colonizado el inconsciente”, tan mal citada, se dice entre risas, sin voluntad de convertirla en una declaración. Sucede más bien al contrario: es la conclusión risueña a la que llegan los protagonistas después de que uno de ellos cuente que durante una discusión tuvo todo el tiempo una canción en la cabeza, que es lo mismo que le ocurre, en otras circunstancias, a Bruno Ganz en El amigo americano con los Kinks (“To Much on My Mind”) y con los Beatles (“Drive My Car”). En este sentido, es claro que El desprecio es una película de corte histórico y cultural, mientras que En el transcurso del tiempo es una película de integración. Sus mismas bandas sonoras lo señalan. La música de Georges Delereu para Godard es más europea que la sublimación ilustrada del imperialismo. La de Improved Sound Limited para Wenders, con su guitarra slide, sus melodías de aires folk y sus letras en inglés, captura todo el imaginario de las rutas estadounidenses y lo convierte en un sonido adecuado para Alemania.

Debe ser por esto que en la película de Wenders no existe un personaje como el de Palance, aunque sí exista lo que Palance representa para el cine, tal como muestra no solo el discurso de la proyectorista (“Aparte de la Constantín y de los americanos, nadie viene acá. Mi padre deseaba que siguiera habiendo un cine. Yo también. Pero de la manera en que están las cosas es mejor que no haya ninguno antes que haya uno como el actual”) sino el montaje de tres palabras y tres planos que realiza el Ulises alemán, y que proyecta en loop en la sala en la que trabaja el personaje de Lisa Kreuzer. A “brutalidad” le corresponde la imagen de la agresión de un tipo a una mujer. A “acción”, explosiones y fuego. Y a «sexo», el torso desnudo de una mujer que coge. Además de un moralismo porno, la escena ilustra el lado pernicioso de la influencia americana, y se opone por lo tanto a las canciones, que constituyen su lado utópico. Esta dimensión no existe en Godard, que para retener a su Nicholas Ray, su Some Came Running y su Rancho Notorious tiene que afirmarlos melancólicamente, como perdidos.

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Desentendido de estas historias, tan serias, tan Metrópolis, y en sintonía con lo que haría mucho después Mariano Llinás, Dario Argento optó por el Lang espía y bautizó con el nombre del director alemán una calle de Cuatro moscas sobre terciopelo gris (1971), esa película en la que pasa cualquier cosa (los ojos de los muertos retienen la última imagen que vieron, a una plaza le crece un pasillo, alguien prueba un ataúd como quien prueba un colchón), y en la que no hay ninguna tesis que encontrar:

Hay otras pistas en la película de Argento que conducen a Lang. Por ejemplo, el picaporte-ojo, indudablemente ligado con el timbre-ojo de Ministry of Fear:

Y también hay un lazo más anecdótico. La filmografía de Lang está llena de relojes, de puertas y de manos. Quien así lo quiera, podrá apresurarse a sustituir cada elemento por su posible significado: fatalismo, doblez, manipulación. Quien guste del cine, podrá hacer también (o solamente) un corte transversal y disfrutar de toda una colección***:

En su libro sobre Lang, Quim Casas recoge este rumor: en los planos-detalle a Lang le gustaba filmar sus propias manos. ¿Cuáles de estas veintiséis, tomadas de otras tantas películas, serán las suyas? ¿La primera, de Las arañas? ¿La última, de Los 1000 ojos del Dr. Mabuse? ¿La que toca el timbre de Friede Velten en La mujer en la luna? ¿O la que se clava a la cara de un enemigo en Cloak and Dagger? Argento convirtió el mismo gesto en fetiche y publicidad: como dijo tantas veces, la mano del asesino es siempre su mano:

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Godard admiraba a Lang y le rindió justo homenaje en El desprecio. Argento admiraba a Lang y a Godard, así que los homenajes de Cuatro moscas sobre terciopelo gris resultaron ser dos. A Lang le dio una calle. A Godard, tal vez porque ya intuía que el lado Metrópolis le ganaría en su obra al lado Los espías, le dio algo aún mejor.

Bud Spencer interpreta en Cuatro moscas a un linyera llamado Diomede, pero al que todos le dicen Dio. Vive en una casucha, junto a un río del que saca peces contaminados que come crudos (“Así hace bien: cien por ciento de fósforo, proteínas y todo lo demás”), y pasa las horas acompañado solo por un loro que se llama Fangulo y por un vecino que se pasa el día en su hamaca paraguaya y al que llama El Profesor porque tiene buenos modales, lo que en la película significa que le besa la mano a las señoras, no eructa en púbico y sabe de memoria mil doscientos ochenta versículos de la Biblia. Además de un personaje entrañable como el actor que lo interpreta, Dio es una contestación a la carrera del bienestar y el consumo en la que Italia estaba embarcada entonces. Contra el confort careta y todo lo que el Milagro Económico tenía de hipócrita, un tipo de camisa agujereada que se rasca la cabeza con un tenedor y se hurga los dientes con los dedos. Dio es un bruto noble. El Profesor es un intelectual. Usa lentes y sombrero, habla como diciendo cosas importantes, fuma todo el tiempo, cita a Mao y trae a la memoria a Ulises, que en los relatos griegos es el amigo inseparable de Diomedes. Es Godard, por supuesto. Pero no el Godard sometido a las instituciones del conocimiento. El Godard libre. El de la gente.

El Godard croto:

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Notas

* Años después, en una entrevista con Gian Luigi Rondi, Marco Ferreri utilizó la misma imagen, pero con sentido contrario. Rondi pregunta: «¿Cómo te explicas que la crítica, a veces, haya tenido dificultades para interpretar tus descubrimientos?». Y Ferreri responde: «Porque la crítica no quiere renegar de la cultura oficial, y pretende juzgar la cultura colectiva con ese parámetro. Si tú no te alejas de la cultura oficial, nunca llegarás a ver las imágenes de todos. No pretendo dar a nadie claves de lectura, pero ciertos filmes deben ser leídos no solo con la cabeza, sino también con la barriga. En caso contrario, jamás los verás tal cual son». La entrevista completa -extraordinaria- se puede leer en esta misma página, haciendo click acá.

**Tal como se escucha en El desprecio, la frase de Godard dice así: “Le cinéma substitue à notre regard un monde qui s’accorde à nos désirs”. La frase de Mourlet, que se encuentra en su ensayo de 1959 “Sur un art ignoré”, es la siguiente: “Le cinéma est un regard qui se substitue au nôtre pour nous donner un monde accordé à nos désirs”.

*** Los fotogramas provienen de las siguientes películas: 1- Las arañas (1919). 2- Dr. Mabuse, el jugador (1922). 3- Los Nibelungos. La muerte de Sigfrido (1924). 4- Metrópolis (1927). 5- Los espías (1928). 6- La mujer en la luna (1929). 7- M (1931). 8- El testamento del Dr. Mabuse (1933). 9- Lilliom (1934). 10- You Only Live Once (1937). 11- You and Me (1938). 12- Western Union (1941). 13- Man Hunt (1941). 14- Los verdugos también mueren (1943). 15- Ministry of Fear (1944). 16- La mujer del cuadro (1944). 17- Scarlet Street (1945). 18- Cloak and Dagger (1946). 19- Secret Beyond the Door (1948). 20- House By the River (1950). 21- American Guerrila in Phillippines (1950). 22- Gardenia azul (1953). 23- Los sobornados (1953). 24- Human Desire (1954). 25- Moonfleet (1955). 26- Los 1000 ojos del Dr. Mabuse (1960).

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