Pedazos de género: Tres de Vicente, por Marcos Vieytes

Minnelli filmaba la fragilidad, los cuidados imprescindibles para que lo precioso no se rompiera más temprano que tarde. Cyd Charisse y Gene Kelly bailan solos por primera vez y apenas se rozan no sólo por el súbito enamoramiento que los transporta y arrebata, pero que a la vez proyectan con pasión y tacto, sino porque el mundo en que se encuentran y da título a la película podría desaparecer en cualquier momento. Eso que se llama Brigadoon es también la cena compartida por Widmark, Bacall, un litógrafo y su esposa embarazada en The cobweb, comunión como el almuerzo del cruzado y su escudero con los artistas trashumantes en El séptimo sello, y la clínica misma en The cobweb, poblada de hombres y mujeres heridos de todas las edades, o más bien la visión que tiene de la clínica su director médico. Todos los hijos merecen mejores padres, dice Mitchum en Home from the hill, donde el reconocido y el bastardo sufren por igual pero este último, rudo y campesino, es quien mejor pero también más melancólicamente expresa las responsabilidades de la solidaridad. Cuando esperamos que Widmark, que hace lo imposible por cuidar de todos en The cobweb, y Bacall, que aún vela a su esposo y a su hijo asesinados, sellen la afinidad y la atracción que comparten con un beso, primero se abrazan.

Mitchum en Texas puede hacernos pensar en westerns contemporáneos como La mujer codiciada (The lusty men) si estamos dispuestos a conceder que las películas de Ray se pudieran sentir cómodas en uniforme alguno. Home from the hill es uno de esos dramas contemporáneos filmados en Hollywood entre los cincuenta y los sesenta que todavía no alegan diferencias irreconciliables con el melo. Podrán convivir violentamente como Mitchum y Eleanor Parker pero siguen emparejados, aunque los protagonistas no se apareen desde la noche de bodas, cuando ella descubrió que él no solamente era mujeriego sino también padre. Amo y señor del pueblo y sus alrededores, el terrateniente de Mitchum y su esposa rebelada contra el débito conyugal son hombres y mujeres orgullosos de su condición de tales e inmunes al virus de la deconstrucción, pero dispuestos a la admisión de culpas y la reconstrucción de los vínculos. Como en los dramas de Pietro Germi (El ferroviario) o de Hugo del Carril (Amorina), la desintegración identitaria no es condición irrestricta para el aprendizaje ni el crecimiento o la maduración generacionales dependen del fundamentalismo progresista incapaz de admitir su te(le)ología, sino de la astucia trágica sazonada por la atención del relato al detalle psicológico y social.

¿A quién se le podía ocurrir un argumento como el de Brigadoon? A Buñuel, que de alguna manera lo filmó en Simón del desierto, once años después que Minnelli pusiera en escena el de Jay Lerner (Boda real, Un americano en París, Gigi, La leyenda de la ciudad sin nombre, En un día claro se ve hasta siempre). Los nexos entre los mundos de ambas películas son más claramente causales en la de Minnelli que en la de Buñuel, pero no por ello menos misteriosos. La desazón de Gene Kelly, que se vale de la nada para describirse a sí mismo y a su situación ni bien tiene oportunidad de hacerlo es más devastadora que la de cualquier personaje de Antonioni (no son admirables los planteos conceptuales de sus películas sino la literal superficialidad de las imágenes y los sonidos): persisten a pesar de la naturaleza maravillosa del musical.

Un par de neoyorquinos de cacería por Irlanda se pierden en medio del bosque hasta que la disipada niebla les obsequia la visión idílica de una aldea. Después del inicial resquemor, producto del asombro que nuestros contemporáneos les despiertan, los lugareños prodigan hospitalidad. Los hombres los invitan a beber y las mujeres festejan sus avances. El malestar de un solo poblador no parece capaz de empañar el ánimo festivo generalizado. Son las vísperas de una boda. Uno de los neoyorquinos se aburre y no ve la hora de irse, pero el nihilista ha recuperado las ganas de vivir y ya no concibe otra clase de existencia, incluso después de enterarse junto a nosotros que el tiempo de la aldea se ha detenido tres siglos antes y que nadie dispuesto a incorporarse a ella podrá abandonarla porque rompería el hechizo, desalojando a todos los demás del paraíso. La contracara del advenedizo entusiasta, en cierto modo una especie de converso, es el contrariado lugareño decidido a romper con todo. Su destino apenas difiere de la madre soltera, el bastardo y los negros de Home from the hill, por mucho que el orden más evidentemente abstracto de Brigadoon entorpezca la indignación de los realistas. Son los réprobos, que ni siquiera muertos dejan de serlo. Los yuyos cubren sus lápidas en el sector marginal del cementerio asignado en Home from the hill. También son los pacientes de la clínica en The cobweb y más aún aquellos que ni siquiera pueden costear su ingreso a ella, por completo ausentes del relato. ¿Quién podría querer vivir en mundos excluyentes como esos? ¿Qué nos asegura que no vivimos en uno peor que se supone inclusivo? Los de Minnelli son mundos morales fuertes, problemáticos y a menudo terribles pero con parámetros comunitarios nítidos. Cuando Gene Kelly regresa a su lujoso presente de mad men, acaso no menos monstruoso que la bucólica Brigadoon aislada por un sacrificio religioso ofrecido para protegerse de las brujas, descubrimos que la actualidad es un yermo decorado y –en Simón del desierto– que el goce es más fuerte. Verhoeven es de los pocos capaces de filmar el presente sin el optimismo interesado y obtuso de los garcas como lo que es, un reviente vital para quienes puedan arreglárselas con los mínimos escrúpulos necesarios para no perderse del todo a sí mismos.

Todo es homogéneo en el pantano de estudio de Home from the hill donde el bastardo salva a su padre cuando un marido celoso le dispara: azul, verde y marrón apagados. Pero hay un color que no puede camuflarse. Del forro interior del sombrero de Mitchum dado vuelta en el entrevero y arrojado a una esquina inferior del cinemascope asoma un jirón colorado como la tumba que finalmente reconocerá al réprobo aunque no ponga fin a las reprobaciones. No creo que haya muchas películas donde todo gire alrededor de unas cortinas. No sé por qué me parecería menos extraño en una película japonesa, pero la única que conozco es The cobweb. El título termina siendo metáfora de las complicaciones privadas donde la gestión pública de una clínica que se parece a la sociedad estadounidense y su liberalismo político se enreda sin que la alegoría llegue jamás a enseñorearse. Palabras como administración y autogobierno permiten la analogía, pero la telaraña metafórica es una figura retórica literal utilizada únicamente por Widmark en su escueta intervención oratoria final. Ni las cortinas en cuestión ni cualquier otro objeto o personaje, así como tampoco ningún plano, vestuario, elemento de la escenografía o de la iluminación lo son. Que una película a color de Minnelli filmada durante la segunda mitad de los cincuenta, época de Hollywood que no pocos llamaron manierista, verse sobre el diseño de un trozo de género es menos una elección que un destino. Uno de los diseños es prestigioso y convencional. El otro, heterodoxo. El primero es encargado de oficio (pero para Minnelli no hay protocolos neutros) por la dirección administrativa de la clínica a la diseñadora oficial. La iniciativa del segundo surge orgánicamente del vínculo con los pacientes y uno de ellos se hace cargo del mismo. Aunque la estructura del relato se asiente en la oposición entre ambos, el patrón binario se desarrolla hasta adquirir la forma de un mosaico. El guión de John Paxton (El enigma del collar, Encrucijada de odios, Horas de espanto, El salvaje) armoniza las partes y la entidad de cada una de ellas está garantizada por un casting que incluye a Bacall, Boyer Gish, Grahame y otros (Kerr, Strasberg, Lavant, Stewart), además de Widmark. Al margen de las elipsis, todo lo que importa ocurre en plano, pero el cinemascope de Minnelli puede correr los márgenes hacia el centro (el ninguneado hijo legítimo y la amante de Mitchum se pierden entre los nenes y los sirvientes negros del terrateniente, invisibles como zombis inofensivos para el status quo pero no para la cámara de Home from de hill como tampoco para la de Sirk en sus obras maestras de entonces) o incluirlos sistemáticamente (el resto de pacientes de la clínica no singularizados como personajes que aparecen fuera de foco y al fondo del plano en The cobweb, promoviendo identificaciones con las estrellas eventualmente desplazadas de la centralidad narrativa o del afecto del protagonista).

Conviene tener a mano la memoria de estas tres películas cada vez que alguien habla con aire sobrador de Hollywood y sus finales. Todas ellas son parábolas de integración amargas, sus exaltaciones distan mucho de ocurrir en los últimos minutos, y todos ellos están heridos de ambivalencia. Su reflexividad es óptica y conceptual. Su espiralada circularidad le deja el mínimo lugar indispensable a la dialéctica optimista del progreso dentro de la desmesura trágica. Dos de ellas señalizan inequívoca y especularmente sus tramos finales. Después de los títulos iniciales de The cobweb leemos «Empezaron los problemas» y antes del The End, «Los problemas se terminaron», pero el paciente que diseñó los motivos heteredoxos para las cortinas del caos duerme cubierto por una estampada con los convencionales y en el camino el protagonista se reconcilia con su insoportable esposa al costo de ser rechazado por la mujer con que comparte pasión e intereses. Gene Kelly obtiene una segunda oportunidad al final de Brigadoon y consigue entrar al paraíso. Sólo que para entonces ya sabemos que el paraíso de uno es el infierno de otro y se sostiene con el sacrificio de éste último. Su oscuro lema, pronunciado al principio sobre un fondo brumoso, es de elocuente ambigüedad: «Mi corazón yace allí para siempre». Home from the hill termina frente a una lápida.

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