La persistente circulación de la Reader´s Digest en mi infancia me dejó dos cosas. Primero, nacida de la sección humorística “La risa remedio infalible”, una tara con la pronunciación de este adjetivo, que como no lo había escuchado nunca, y las mayúsculas no llevaban acento gráfico, yo leía como si fuera una palabra esdrújula (infálible). Todavía me sorprendo corrigiéndome. Después, un gusto por guardar citas, que tenían en la revista su propia sección, de honesto título: “Citas citables”. No recuerdo ninguna pero sí recuerdo su tono general: reflexiones con aspiraciones de hondura, pensamientos sintéticos sobre el amor, la vida, el tiempo y demás temas trascendentes, imagino que muchos de ellos provenientes de autores admirables. En general pasa eso: las colecciones de citas alisan todo, así que unos versos sublimes pueden estar acompañados por una frase de autoayuda y ser leídos de la misma manera. Cortado de la novela y obligado a convivir con fragmentos y aforismos, el fabuloso final de El innombrable -«Hay que seguir, no puedo seguir, voy a seguir»- no tendría inconvenientes para encontrar un lugar en las antologías motivacionales.
Acaso por esto, o como venganza u homenaje a la sección de la Reader’s, en ocasiones fantaseo con editar un libro de citas para gente jodida. Empezaría con esta de Dostoievski (Los demonios): “Siempre me ha parecido que usted me llevaría a un antro en el que vive una enorme y furiosa araña, del tamaño de un hombre, donde nos pasaríamos la vida entera mirándola horrorizados. Y así se extinguiría nuestro amor”. O con esta de Huysmans (A contrapelo): “En el fondo, todo no es más que sífilis”. Otra fantasía, apenas menos banal, es un libro de citas que no funcionen en ningún contexto. Un libro de citas incitables. En lugar de alguna de sus agudezas, de Ivy Compton-Burnett incluiría esta elipsis, como brillo literario puro, sin contenido (pertenece a Una familia y una fortuna): “Clement permaneció junto a la ventana después de que su hermano se marchó. Volvería a pararse allí varias veces en los siguientes dos meses. Al finalizar ese periodo, entró a la habitación donde su hermana estaba sola”. En lugar del optimista “Mañana es mejor”, o el arrogante “Las habladurías del mundo no pueden atraparme”, de Artaud iría: “Luna, loba, dedo, cal”.
Y así.
Como un juego.
Porque claro, es fácil burlarse de la Reader’s Digest y de los libros de citas citables. Pero como ni el cine ni la literatura se inventaron para tamaña mezquindad, conviene que su aparición no sea un mero marcador de ignorancia. Pocas pasiones tan tristes como el desprecio vagamente ilustrado, que denuncia menos la degradación a la que apunta (y que tal vez exista) que la petulante banalidad de quien lo ejerce y goza. En la mejor escena de Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (o de cómo Te amo, te amo se volvió indie melancopop, con tema de Beck incluido), Kisten Dunst le recita a su jefe, del que está enamorada, un pensamiento de Nietzsche y unos versos de Eloise to Abelard de Alexander Pope (a quien primero llama Pope Alexander), obtenidos ambos de un libro de citas. Nietzsche dice: “Benditos los que olvidan porque les ganan la batalla incluso a sus errores”. Y dice Pope (según la versión del anónimo traductor de los subtítulos, que sospecho mejor que la de Silvina Ocampo): «¡Cuán feliz es la suerte de la inocente vestal! / Al mundo olvida / y el mundo la ha olvidado. / El eterno sol de la mente inmaculada / acepta todas las plegarias / y renuncia a todos los deseos».
Sin dudas, se trata de un modo degradado de relacionarse con la filosofía y el arte. Pero la película tiene la delicadeza de hacerlo funcionar dramáticamente, y no presentarlo como motivo de aplauso o burla. Dunst -que se llama Mary Svevo, así que literatura le sobra- hace algo con esas citas, y puede hacerlo porque no aspira a engañar a quien la escucha; ella misma aclara de dónde las sacó y confiesa, después de confundirse con el nombre de Pope, que las aprendió de memoria, casi como para una lección escolar. Mary toma el libro como tan a menudo tomamos las canciones: como textos en los que el fragmento tiene más peso que la totalidad (algo obvio en este caso), y que funcionan en situaciones concretas de la vida. No importa Pope, no importa el poema: importa el bloque emocional que conforman esos versos, en esas circunstancias y con esa finalidad. Mary quiere ser interesante para su jefe, el vendedor de olvido (por eso eligió esas citas, que lo homenajean), y al mismo tiempo quiere ser honesta. Como si dijera: ya sé que no soy una intelectual, y que vos sí, pero busqué esto porque imaginé que podía gustarte, y yo quiero gustarte a vos.
¿Quién no quiso eso mismo alguna vez?
“Es muy larga la noche del corazón”, podría decir Mary, como esperanza o lamento, si su libro incluyera a Fijman. Tengo ese y muchos otros versos para enviarle, citables y nada genéricos, elegidos especialmente para ella. (Mary entenderá que quiero gustarle, me tocará la cara y me dirá “Oh, you’re so cute”). Y es que desde hace años guardo citas de los libros que leo. No es un plan en busca de algún objetivo sino una cuestión de temperamento (se me ocurre llamarlo obsesivo-retentivo, pero ya debe tener su nombre clínico). Tal vez un día imagine la forma de aprovecharlas. Una novela como La soledad del lector, de David Markson, que no sigue una línea sino un criterio serial, y que ocupa buena parte de sus páginas con citas, atribuidas o no. (Mi preferida es esta, dice Markson que de Faulkner: “Volcar alcohol es como quemar libros”). O alguna consultoría: cuénteme su historia y yo le consigo el mejor epígrafe, el único posible, ¡el que le corresponde! En fin. Lo que será, será. Por ahora, renuente al trabajo, como toda persona de bien, ensayo plagios, modos de clasificación y pruebo diferentes funciones: epígrafe, cita de entrada, cita de cierre, cita secreta, cita-cifra, cita recursiva (dice X que dice Y), citas enlazadas. Escribí estos ejercicios sin otra pretensión que mover el archivo y tal vez protegerme de su inútil crecimiento. Lo que está y no se usa nos fulminará.
*

*
Una escena se repite a menudo: un cineasta declaradamente político escapa, entre harto y resignado, de los lugares comunes de la interpretación política, como si entendiera que aceptarlos así como así, tan fácilmente, tan masticados, condujera a la renuncia de lo que más importa, y condenara al cine a una mera vocación ilustrativa. Es la escena de Al otro lado del viento en la que dos jóvenes con inquietudes le preguntan a John Huston por la cámara como instrumento de poder y John Huston (en quien no es difícil ver a Orson Welles) responde pidiendo un whisky. O la entrevista en la que un crítico de espíritu sociológico le habla a Carpenter del vínculo de sus películas con la realidad política de su país y Carpenter le dice que lo suyo es cine de entretenimiento. Alguna vez, los hermanos Taviani -es decir, los directores de Allonsanfan, de San Michele aveva un gallo, de La noche de San Lorenzo, de César debe morir– declararon que no hacían películas políticas, agobiados por el eterno rumiar de ese sentido común autoindulgente (como todos, claro) que llamamos Compromiso. (Paolo dijo lo mismo hace poco). Lo que sucede con la política sucede también con la religión, con la pedagogía y con cualquier tema importante. Es como si los grandes cineastas entendieran que sus películas no pueden decirse, que la traducción a dos o tres ideas bien asentadas, y en las que ellos mismos creen, demoliera su poder y las convirtiera en un bien sustituible por muchos otros, capaces de decir Lo Mismo. Los cineastas mediocres, en cambio, se muestran muy felices de que sus películas presenten temas de discusión, y hasta parecen filmar sabiendo lo que después van a decir, que es a fin de cuentas a lo que se dedican. Hay cineastas-artistas (Pasolini) y hay cineastas-intelectuales (Elio Petri). Sergio Sollima pertenece al primer grupo, con más derecho que unos cuantos santones, así que no es extraño que en la entrevista que le hacen Christian Uva y Michele Picci sobre sus tres excepcionales westerns políticos para un libro llamado Destra e sinistra nel cinema italiano: film e immaginario politico daglo anni ‘60 al nuovo millennio cumpla con la ceremonia de tan a menudo: “¿Vos creés que un payaso piensa que está haciendo algo político?»
*

*
“Esnob mi culo”.
Hace un par de meses, Godot editó Zazie en el metro, el clásico de Raymond Queneau, con traducción al rioplatense de Ariel Dilon. Qué gusto, después de tantos años de Anagrama, leer palabras como “repodrido”, oraciones como “Y suspiró mirándose las puntas de los tamangos” o neologismos como “canamán”. En el capitulo 5, Queneau escribe: “Bruscamente, se levanta, se apodera del paquete y se pira. Lanzada entre la multitud, se desliza en medio de la gente y los puestitos, pasa volando en zigzag sin darse vuelta, hace virajes repentinos tan pronto a la derecha, tan pronto a la izquierda, corre y luego camina, se apura y desacelera, retoma el trote corto, da vueltas y rodeos.” La que se mueve así es la pequeña Zazie, escapando de un tipo que puede ser un pervertido o no. Pero también es la novela, que va, viene, se sacude y termina con una pelea como de película slapstick (que en su versión para el cine Louis Malle no supo honrar). En algún lugar entre Jarry, Chuck Jones y las Locas margaritas de Vera Chitylova: por ahí anda Queneau. En un momento, el tío le comenta a Zazie que en Norteamérica se tira arroz en los casamientos. Zazie responde: “Eso lo viste en películas viejas. Ahora se casan menos, en el final, que en ese entonces. Yo prefiero cuando revientan todos”. En otro, Zazie le dice a una viuda (a propósito de los ojos, pero no solamente): “Me cago en los no graciosos, yo”. Zazie discute, putea, se fuga. Los otros personajes -incluida París- no son tan diferentes, lo que le da al libro su vértigo. Una cosa es soltar una fuerza anarquizante en un mundo ordenado para ver cómo lo demuele, en el estilo de la screwball comedy, los Marx y los Gremlins. Otra es soltarla en un mundo en el que no hay más que agentes de la demolición. Como una de Bugs Bunny en la que todos están igual de locos que el conejo.
Así es Zazie.
*

*
En su ensayo “Por qué escribí”, César Aira dice: “Alguna vez había imaginado la respuesta a la pregunta por la finalidad última de mi trabajo de escritor; según ella, yo escribiría para que, si la Argentina desapareciera, los habitantes de un hipotético futuro sin Argentina pudieran reconstruirla a partir de mis libros”. Aira da vuelta todo. El tipo de las batallas de monstruos en Flores (El sueño), de la invasión zombi en Pringles (La cena), de criaturas bizarro-oraculares como el Armiño (Prins) dice que no hace literatura de imaginación. Dice que documenta… Ja ja. Qué plato. Cómo me reí… Pero, ¿por qué no? En Embalse (fechada en diciembre de 1987), Aira convierte las aburridas vacaciones cordobesas de una familia en un apocalipsis que incluye mutaciones genéticas, doping para futbolistas y un nuevo golpe de estado que coincide con la diseminación de una radiación mortal. Pero junto a sus presuntos delirios, la novela incluye también un catálogo de los años 80, tal vez perceptible solo a la distancia, y por eso de extraña fuerza testimonial. De Córdoba quedan, desacostumbradas, las menciones al acento, a los nazis y a Ramona. Del país y el mundo en general, los hoteles sindicales, el asesinato de Lennon (“acontecido una década atrás”), la URSS, la sobredosis televisiva, la merca, la frivolidad pop del escritor llamado Aira, un tal profesor Halley (el cometa anduvo cerca de la Tierra en esos años), la Renault Fuego, la Gorda Matosas, el Mundial 86, Víctor Hugo, la amenaza militar y el presidente Alfonsín. Aira distribuye todo sin profundidad, ajeno a la representación de época, a pesar de lo cual -o tal vez en consecuencia– la novela puede leerse como una alucinación nacida de los mismos elementos que tiempo después el costumbrismo televisivo estará en condiciones de tomar como signos inmediatamente reconocibles de los años evocados. Y si alguien insiste en afirmar que la Argentina de sus novelas no se parece a la Argentina que creemos conocer, Aira podrá decir, como Picasso de su retrato de Gertrude Stein: “No importa, se parecerá”.
*

*
En Bolivia, antes de poner su experiencia al servicio de Barrientos y los nada oscuros intereses internacionales que lo sostenían, Klaus Barbie dirigió una serrería en La Paz. Su conversión en hombre de negocios fue posible porque una red de influencias diversas (pero todas anticomunistas) así lo quiso. Su nueva identidad no se levantó sobre el vacío: en Alemania, Barbie había dirigido un cabaret luego de dejar en Lyon un tendal de muertos que le ganaron el apodo de El Carnicero. Durante décadas, alternó su tiempo entre el crimen y el negocio, y ejerció las dos actividades a una escala que les otorgó continuidad y carácter complementario. Barbie fue nazi, hizo inteligencia para Estados Unidos, trabajó para Barrientos, Banzer y Meza Tejada y probablemente jugó un rol importante en el asesinato del Che. Su colaboración con los dictadores bolivianos le permitió hacer lo que mejor sabía: coordinar grupos parapoliciales y ganar dinero en actividades ligadas al poder (la serrería, el comercio de quinina, el tráfico de armas). Pero lo que permanece en su vida como un misterio diáfano y atroz es un disfraz: durante el tiempo en que no se llamó Barbie, Barbie se llamó Altman. La elección de este nombre es otra de sus acciones siniestras, tal vez la más íntima: Altman era el nombre del rabino de su pueblo natal. En “La espera” Borges escribe: “Todo lo aprobó el inquilino; cuando la mujer le preguntó cómo se llamaba, dijo Villari, no como un desafío secreto, no para mitigar una humillación que, en verdad, no sentía, sino porque ese nombre lo trabajaba, porque le fue imposible pensar en otro. No lo sedujo, ciertamente, el error literario de imaginar que asumir el nombre del enemigo podía ser una astucia”.
*

*
En un momento de A contrapelo, la novela decadentista de Jorys-Karl Huysmans, el exquisito Des Esseintes cita los recatados versículos de la Biblia que cuentan el baile de Salomé ante Herodes, y a continuación celebra con estas palabras el cuadro de Gustave Moreau que representa ese episodio: “Pero ni San Mateo, ni San Marcos, ni San Lucas, ni ningún otro evangelista, se habían detenido en la narración de los fascinantes y enloquecedores encantos de la bailarina, ni hacían alusión a su poder de depravación”. Poco después, Oscar Wilde se encargaría de darle a Salomé una pasión trágica. Y mucho después, Rita Hayworth, William Dieterle y San Hollywood convertirían su baile en sensualidad de masas. No conviene desestimar la importancia de estas cosas, ni oponer las posteriores versiones de Carmelo Bene y Werner Schroeter al gran espectáculo. Los caminos de la fe y la tentación son misteriosos. En su diario, el domingo 26 de diciembre de 1993, Raúl Ruíz escribe: “Lino Brocka me contó su conversión al cristianismo después de haber visto Escuela de sirenas: Esther Williams saltando desde un trampolín, los brazos abiertos y sonriente, provocando la epifanía de la divinidad”.
*

*
2020 fue un año de lecturas. Resumido en dos títulos: el Borges de Bioy Casares y Osvaldo Lamborghini, una biografía de Ricardo Strafacce. Transcribo dos fragmentos que me conmovieron especialmente. Del Borges, esta entrada de 1965: “El autor de un estudio sobre Ezra Pound dice que Eliot es un maestro, pero que no inventó nada; que Pound inventó la manera de escribir. ¿Qué importancia tiene esto? Ninguna. Al lector le importa la pasión que está detrás de los textos, la pasión comunicada. Si en Los tres gauchos orientales está todo el Martín Fierro, ¿qué importa? Importará en la Historia de la literatura; un profesor indicará la fuente; pero los lectores no encontrarán nada que los conmueva en Los tres gauchos”. De la biografía de Strafacce, esta carta que Lamborghini le manda a César Aira el 24 de agosto del 76: «Mi más sentido pésame por la muerte de Lezama, desgracia que yo ignoraba hasta recibir tu carta. Seguramente sos el único lector comprensivo de su obra; si su muerte te afectó tanto (como cuando chicos la de algún personaje de novela), eso quiere decir que seguís aferrado con uñas y dientes al lujurioso método de la lectura infantil, prueba que tu destino es literario. Sos, entonces, el lector único de todas las obras: como yo, como todos los frágiles. Porque verdaderamente hay que ser muy artista para convertir en cuestión personal el cese de una existencia que transcurría en el ámbito de los grandes salones de las letras, mientras nosotros, pequeños, asmáticos, encerrados sin sueños en nuestros cuartos de niños, mirábamos desfilar las imágenes y le escribíamos arteras cartitas a mamá para lograr el beso de su cara. Pero (¿por qué ‘pero’?), es terrible: algún día seremos Lezama, el gran escritor que muere. Terrible tener un solo goce en la vida y terrible la certidumbre de que nunca nos faltará. A morir, entonces; a escribir. Ah, si pudiéramos convencernos de que nuestra privación de obra (relativamente poca en todos los casos) no nos va a salvar de la muerte… ¡si yo pudiera entender esos versos de Tadeys que hablan de una muerte pegada a lo interminable…! Pero no estoy en condiciones de entender nada. Grande es la diferencia entre fabricar un crucigrama y resolverlo».
¿No hay una y mil lecciones de estética en estos textos ligados a la experiencia de leer, a la infancia, a las pasiones? Tengo la sospecha de que en algún momento -enredados en bibliografías a menudo nacidas del mismo amor desbordado y gratuito de Borges (“la pasión comunicada”) y Lamborghini (“el lujurioso método de la lectura infantil”), pero convertidas en hábito y autoridad, en contraseña de enterados y vulgares programas de estudio- dejamos de escuchar a los artistas y perdimos de vista lo que más importa. Y acá estamos: en un mundo en el que -según parece- nadie puede hablar de Pedro Costa sin pedirle permiso a Jacques Ranciére. Sin renegar de nadie -no se trata de eso, por supuesto: hablo de un vínculo, no de unos cuantos nombres propios-, confío en que hay caminos que pueden ayudarnos a encontrar una voz más singular, ajena o por lo menos resistente a las presiones de lo respetable. Son caminos más largos, porque la intimidad con el arte requiere tiempo. Pero son también más generosos, y si la fortuna lo quiere, reveladores. Gracias a Marcos Rodríguez, que tradujo unas cuantas páginas del libro que Jean Renoir le dedicó a su padre Pierre-Auguste, el año pasado pude leer también estas palabras: “(En Nápoles) tuvo la revelación artística ‘que justificó todo el viaje’. Fueron las pinturas de Pompeya. ‘Estaba cansado de la habilidad de los Miguel Ángel y los Bernini; demasiadas cortinas, demasiados pliegues, demasiados músculos. Lo que amo de la pintura es cuando tiene un aire de eternidad… pero sin decirlo; una eternidad de todos los días capturada en la esquina de la próxima calle; la sirviente que frena un momento mientras lava las cacerolas y se convierte en Juno en su Olimpo’”. ¿Cuantos planos hay en Ford, en Olmi, en Dreyer que responden perfectamente a lo que el viejo Renoir dice? El cine es un arte pompeyano, sureño, más cercano a las Junos plebeyas que al Olimpo. Que el ruido de los profesionales y los doctos no nos distraiga de su gloria.