Mi última aventura, la película de Ramiro Sonzini y Ezequiel Salinas que acaba de ganar el Bafici, dura quince minutos. Es un corto en la pantalla y un largo en la memoria, que difícilmente se desprenda de sus imágenes, de sus canciones y de sus personajes: el Pelu, su compinche y Córdoba, que nunca se vio tan bien. El argumento es sencillo: dos ladrones en los treinta, amigos-socios desde hace tiempo, proyectan y cometen un robo más grande que de costumbre. Una mejicaneada. A uno le toca conseguir una llave. Al otro, todo lo demás. Desigual como las tareas que cumple cada uno es la recompensa. La del primero es treinta mil pesos. La del segundo no se sabe, pero un cálculo por tamaño alcanza para entender que es mucho mayor: la guita de uno va en un sobre, la del otro en un bolso. El bolso es la parte del león.
La parte que tienta.
Una historia de amistad, robo y traición: si alguien describe la película de esta manera no miente. Pero mejor decir algo. Por ejemplo, que Mi última aventura es un póquer de ases. El primer as (el de diamantes) es la fotografía de Salinas, que pone en escena una Córdoba nocturna al mismo tiempo realista (las calles, los edificios, los negocios) y alucinada. Una referencia: el Hou Hsiao-hsien de Millenium Mambo, Goodbye South Goodbye y el último episodio de Three Times. De estas películas geniales también pueden venir algunos criterios para filmar el viaje en moto: la preferencia por el plano largo y el gusto por independizar la cámara del objeto del que en principio depende su movimiento, como en el gran plano final, que sigue cuando la moto se queda. Pero más allá de esto, no hay ni rastros de imitación servil, porque lo que está en juego no es un par de procedimientos sino una poética. Lo que Sonzini y Salinas aprendieron de Hou depende de la luz y del movimiento pero no es solo luz y movimiento: aprendieron el cariño por los delincuentes menores y por las canciones populares, y aprendieron, sobre todo, que sin emoción las imágenes más hermosas no valen más que lo que vale un escritor que piensa que Borges es un tipo que cita mucho o un guitarrista que piensa que Hendrix es un tipo que pisa el wah-wah. Aprendieron lo que importa aprender: una manera de situarse en relación con los espectadores y con los materiales con los que trabajan (incluidos los personajes). O si se quiere, y más brevemente: una manera de mirar. Por eso, y como sucede siempre que el brillo del discípulo consigue su propia intensidad, el nombre del maestro aparece y se olvida. ¿Cuántas veces hay que decir Bresson para hablar de Los guantes mágicos? ¿Cuantas veces Lang para hablar de El carnicero? No hay reglas, pero tal vez pueda decirse: cuantas más veces, menos peso tiene la película que evoca al maestro. Es lo que pasa con Los salvajes, que pide y pide hablar de Favio, y cada vez que lo pide se aleja más. O con el largo episodio de las espías de La flor, que no deja de invocar a Borges para que Borges le ponga los puntos. Así que, hola Hou, chau Hou. Ese es el juego. Porque resulta que Sonzini y Salinas hicieron una gran película, que consigue aire de sus influencias, y porque no vieron cine para decir: miren el cine que vimos, y dejarnos contentos con la identificación de unos cuantos intertextos, sino para volver a ver la ciudad en la que viven y ponerla en escena con todo lo que le es propio sin guiñarle el ojo a las identidades fáciles. Vieron cine y aprendieron esa magia realista que transmuta lo esperable en sorprendente y convierte en estilo hasta los carteles viejos de los negocios.
El segundo as (el as de piques) es el texto en off. Una vez más, los elementos son característicos. Por un lado, referencias a la Plaza de los Niños, al “edificio más delgado del mundo” y al fernet (¿es necesario señalar la importancia de su aparición en la voz y no en la imagen?). Por otro, la orgullosa acentuación en las vocales pretónicas (ninguna concesión al presunto idioma argentino, que es como le gusta llamarse al rioplatense), la palabra “guaso” y frases como “Me cagó del gusto”. Además de información y textura dialectal, el texto -brillantemente dicho- tiene también un ritmo, y no un ritmo cualquiera sino uno acorde a la gestualidad del amigo del Pelu, que es quien lo dice, y que anda con las manos en los bolsillos y los hombros bajos, no vencido ni desinteresado sino en ese mood calmo y poco expresivo que el cine de los últimos treinta años fatigó y bendijo como representación de los jóvenes. Y es que, además de una ciudad, en Mi última aventura hay una generación, capturada en la ropa, en la manera de moverse y en hábitos como la cerveza en la calle, el metegol y la música en el celular. Con estos elementos (con la fuerza que pueden liberar), y no contra ellos, como si necesitaran redención, se construye la película. Este respeto por las maneras de vivir de los personajes marginales o integrados solo parcialmente a la red de valores e instituciones que constituyen la vida que nuestra imaginación política sigue considerando la vida modelo es una de las grandes enseñanzas de los maestros, se llamen Favio o Renoir, Pialat o Hou. En Soñar, soñar, en Los bajos fondos, en Loulou, en Millenium Mambo no hay un sistema exterior que juzgue los hábitos que vemos, que los obligue a comparecer ante unos criterios que tal vez coincidan con los nuestros pero que las películas nos permiten suspender. ¿Quién va al cine a confirmarse? ¿Quién a escuchar su opinión?
El tercer as (el as de tréboles) es la música. Primero está la moto, que suena como un instrumento de la ciudad. Es una moto chica (¿una Zanella?, ¿una Garelli?) pero como al Pelu, el relato le otorga estatura de leyenda. El tamaño importa. De hecho, antes de que veamos a nuestros protagonistas sentados en una escalera, en el plano que los presenta, escuchamos el tráfico urbano, con sonidos que parecen venir de motos de alta cilindrada. Mi última aventura es un juego de escalas: todo es deliberadamente chico, pero el tratamiento que merece es grande, como corresponde a una película con el corazón bien puesto. En los créditos, la motito del Pelu aparece como La Flecha. Las motazas ni se ven.
La ciudad es también el repertorio de canciones. El criterio parece haber sido: que suenen como si fueran el corazón de los personajes. Y vaya si suenan así. Las más importantes son tres: “Yo renaceré” de Eduardo Gelfo y su feliz cuarteto Leo y dos de Chébere: “Déjame soñar” y “Un buen perdedor”. (Hay una cuarta -“Ha vuelto a robar” de Trulalá- que se escucha entremezclada con otros sonidos, como si no quisiera dejar oír con claridad su letra, que habla de un robo, justo cuando la voz en off habla de un robo). Las canciones cumplen funciones varias, todas fundamentales. Para empezar, el ritmo depende en parte de ellas, ya que la extensión de sus versos o estrofas determina en ocasiones el momento del corte, y por lo tanto la duración del plano (véase el paso de la escalera al metegol, por ejemplo). Después, y de manera más general, cumplen un papel decisivo en la textura sonora de la película. Así suena (¿esto es?) Mi última aventura: como cuarteto sentimental. O sino: como bolero cordobés. Porque claro, hay mucho amor entre estos pibes. La tercera función de las canciones es darle a este amor palabras cruzadas. Al comienzo, el Pelu pone en el celular “Déjame soñar”, que dice “Vete ahora ya / vete que este amor que tengo / tú no lo mereces”, y es como si la canción conociera o solicitara la traición. Lo mismo sucede más adelante, en el boliche al que van a comer algo después del robo, con “Un buen perdedor”, que empieza así: “Sé que piensas marcharte / ya lo sé / y no te detendré”. La secuencia es memorable. Primero, un plano detalle del bolso y un extraño plano de establecimiento, con la mitad de la cara del Pelu y los carteles detrás, que nos dicen que estamos en un lugar para comer lomitos. Después, desde atrás del hombro del Pelu, en la clásica posición que adopta la cámara en las conversaciones, y como anunciando contraplanos que no llegan nunca, la narración se queda con los gestos que se multiplican en la cara y el cuerpo del amigo. Un plano subjetivo de las llaves de la moto divide en dos el tiempo que la película nos da para observarlos. Ya está todo planteado. Falta la oportunidad, y el último impulso. Entonces, después de tirarse un pedo que los dos celebran con risas, como corresponde, el Pelu se va al baño. Solo, el amigo apoya la cabeza en el brazo, medio tirado sobre la mesa, y de pronto, algo sucede. La canción -que no dejó de sonar nunca- continúa, ahora independizada del celular, en el plano más jugado y más notable de la película, que muestra el modo en que el amigo se representa mentalmente al Pelu: un héroe que emerge con su motito de un túnel que es como la boca de un volcán azul. Habría que seleccionar fotogramas de este plano y hacerlos póster. O memes (quedate con quien te imagine como el amigo al Pelu). O stencyls. Si el grafiti de La ley de la calle dice “The Motorcycle Boy regins”, el de Mi última aventura podría decir: “El Pelu manda”. Sobre este plano de vocación mítica escuchamos otra estrofa de “Déjame soñar”, con los instrumentos y la voz bien definidos, con fuente en off, no en in; todo un salto respecto del teléfono. Los primeros versos dicen: “No tienes por qué disimular / esas lágrimas están de más / si tienes que irte / vete ya”. En un momento brillante, el Pelu detiene la moto y apoya el pie en el piso, sin ningún motivo ligado al tráfico, como volviéndose monumento. Después sigue. El corte que nos devuelve al boliche es otro ejemplo de cómo las canciones afectan el ritmo de la película, en este caso por medio de un encabalgamiento: un verso empieza en la ensoñación (“Yo no te guardaré”) y termina en el negocio de lomitos (“rencor”), otra vez saliendo desde el celular, justo cuando el traidor abre los ojos y establece así, retrospectivamente, su vínculo con la imagen azul. Es como si el Pelu hablara por su playlist, y como si su amigo escuchara en ella un mensaje que le está destinado. No soy traidor, soy hermeneuta, podría decir. Y algo de razón tendría. Apenas Chébere dice: “Yo no te guardaré rencor” la decisión termina de formarse: el flaco mira hacia el baño, ve que tiene tiempo, agarra el bolso y las llaves, se demora un segundo para dejar el sobre con los treinta mil pesos y se las toma. La voz en off no vuelve. Hay que esperar a la canción de los créditos, que puede considerarse la respuesta a la playlist del Pelu, para que el amigo encuentre otra vez una expresión. De las cuatro canciones, “Yo renaceré” es la que tiene un ritmo más festivo, por lo que la película nos deja con cierta euforia manchada (amor y traición, fuga y tanque vacío o fallo mecánico, baile y separación). Dice una estrofa: “Yo renaceré / amigo, tú estarás conmigo / Y sé que encontraré / toda la fuerza que yo ansío”. Y otra, posterior: “Yo renaceré / sin mis pasadas frustraciones / y, amigo mío, intentaré / hacer verdad mis ilusiones”. De manera que entre las canciones hay un diálogo que pone la traición en otro nivel, que no guarda rastros de desprecio, envidia o alguna otra pasión triste. Al fin de cuentas, se trata de la traición del discípulo: el que hace siempre la segunda y ve la chance de vivir su propia historia después de contar la del maestro.
Calles y negocios, el acento, los modismos y las canciones (¿en cuántas películas juegan en tantos niveles?): todo lo que uno espera de Córdoba está acá. Incluso un bajorrelieve que representa una escena del Cordobazo. Pero no está como en una guía turística o en el costumbrismo que prefiere la televisión. Está renacido, como si en la canción de Eduardo Gelfo hablara también la ciudad. Con Córdoba, Salinas y Sonzini inventaron Córdoba. Es una de las tareas más difíciles del cine: hay que crear una ciudad para que la ciudad que conocemos sea efectivamente la que aparece y suena en la pantalla, y hay que crear un idioma para que eso que se habla en la película se parezca a lo que se habla en la calle. Si Sonzini y Salinas fueran pedantes, y desearan un poco la riña provinciana y un poco la atención de los doctos, podrían haberle puesto a su película Fundación cinematográfica de Córdoba, con esa arrogancia olvidadiza (y a veces tan necesaria) de los que se quieren pioneros. Como resulta que son directores de cine le pusieron Mi última aventura y, sin gritonear, hicieron eso que el otro título no nos habría dejado entender. No lo hicieron solos, por supuesto, a pesar de que a ellos corresponde, además de la dirección, el guion, la fotografía y el montaje. Lo hicieron con Ignacio Tamagno y Octavio Bertone, sus dos actores, iluminados. Lo hicieron con un equipo de producción que se comprende humilde y protector. Y lo hicieron con el as que falta, el que más importa, y sin el cual los otros tres no pueden dar más que habilidad e inteligencia. No sé si, distraídos como estamos por humos que no marean, nos damos cuenta de la falta que nos hacen películas como esta. Con diamantes, piques y tréboles. Y sobre todo: con corazón.
Muy lindas palabras crupier, bien repartidas. Gracias también por iluminarnos.
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Gracias, Santi.
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Esta crítica da mucha justicia a la obra que trata: ¡su atención al detalle la hace excepcional!
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Gracias, Sr. Rivera. Es tan buena la película que dan ganas de describir cada plano y cada empalme.
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