La destrucción o el amor: Heaven knows what, por Marcos Vieytes

Nadie rebaje a reproche social esta consumación, esta entrega, este derroche, este solo de rabia, este oscuro metejón, esta ternura maldita y callejera, este poema colgado de Nerval (Ferreri lo filmó en Los Ángeles, Larry Clark en París). Ningún burócrata del desarrollismo laico pretenda redimir su propio corazón incrédulo pavimentando cráteres. No hay instituto de vialidad que regule estos abismos ni rehabilitación para los quemados. Al César lo que es del César y al cine lo que es del cine: sólo el cielo del título sabrá qué hacer con tanta energía, malograda para el biempensante pero lograda por el Mal para el cine, consumada al consumirse, incendiada en el reviente de la entraña que florece en fuegos artificiales como el celular que el protagonista arroja contra la noche (el de El ornitólogo da en el blanco carnal del Espíritu Santo). No habrá lágrima que apague la gloria encendida de este involuntario sacrificio: Heaven knows what es el lugar donde un representante de Dios en la tierra le da plata a una piba para que se compre falopa. Esa es su caridad. Lo real apocalíptico de los Safdie -como en Ferreri, Cassavetes y Pialat- es botón antipánico en el parque de las agujas esterilizadas por el realismo progresista.

La pálida heroína no es una sino dos: sobreviviente y arma blanca. Físicamente no corta ni pincha, pero el doble filo de sus ojos pasa a cuchillo a más de uno y, por suerte para ella, tiene el alma llena de huesos que se la sostienen a duras penas vaya uno a saber exactamente dónde. Otros carecen de esa suerte porque los Safdie saben que la desgracia, como su nombre lo indica, no es puramente volitiva. ¿El dinero? El diablo, más que probablemente. Que el cielo la juzgue, a nosotros no nos queda otra que enamorarnos. Tendremos que ocultarnos o que huir. Pero si ambas decisiones son impracticables para el amenazado por el amor, peor aún cuando el enamorado vive en la calle. Para llegar a dueño e incluso inquilino es menester el desarrollo o el aprovechamiento de los mismos recursos que permitirán, llegado el caso, la retracción o la fuga, privilegios inaccesibles para el antihéroe de la intemperie. Por mucho que procura conseguírselos, el protagonista vuelve siempre al lugar del crimen porque ningún lugar deja de serlo. Pero, ¿podemos hablar del protagonista como tal cuando es ella quien pasa la mayor parte del tiempo en pantalla, además de ser quien escribió la historia? ¿No será tendencioso imputarle criminalidad cuando es ella quien casi se mata ni bien empieza la película (los Safdie saben que las culpas no se “tramitan”, se exorcizan)? Si ella no es la criminal, entonces es el mismísimo crimen, cuerpo y alma del delito vital: la mujer nace preparada para sobrevivir.

“Elegí aventurarte, elegí un clásico”, se lee en un afiche pegado sobre la pared de la biblioteca pública donde el pibe escucha música en las computadoras y a donde ella lo sigue, implorándole que la perdone y ofreciéndole una prueba radical de su arrepentimiento. Un dibujo del Quijote y de Sancho ilustra el anuncio, a la derecha hay un retrato de Martin Luther King y, entre ambos, infinidad de letreros usuales en esa clase de organismos, pero las formas de los Safdie emancipan al cine de la funcionalidad edificante. En la leyenda quijotesca se lee Cinefilia y hasta se lee Clásico=Moderno, como el New Hollywood de los setenta releyó la pintada de Godard: jugando con los géneros hasta llevarlos al cielo de la abstracción sin patear la escalera después, como la clase B de los cuarenta y el mejor cine yanqui de ayer, de hoy y de siempre. No se trata de elevación cultural sino de transporte amoroso. No es cuestión de velocidad sino de arrebato: al séptimo cielo no se asciende, se lo persigue hasta quedar sin aliento (como hace el protagonista de Under the silver lake) con una remera de Nirvana rota o versiones tecnograsas de música clásica mezcladas por un japonés llamado Tomita -habría podido hacerlo Waldo de los Ríos si no se mataba- taladrándote los oídos con su mantra feroz en unos walkmans todavía no inventados o ya caducos: elegí aventurarte, filmá tu propio melodrama. Otra que los dinosaurios de Jurassic Park. No hay osamenta en la que no fosforezca un alma: en los fósiles del melo brilla la luz mala.

Heaven knows what se basa en un libro llamado «Mad love in New York City». El extraterrestre plano secuencia en cámara lenta de los títulos vaga por un hospital filmado como si fuera un loquero. Almas que en pena van errando son Ilya y Harley, los amantes crucificados de los Safdie salidos de la versión garage de Corsini. El centro neoyorquino es su arrabal amargo, donde el postgrunge, el tecno y el rap podrían compartir jeringa con la tribu tanguera. Harley sonríe con los párpados caídos de la sobredosis extática y todo, todo se ilumina aunque solamente la cámara -en la calle con ellos- la vea. Pueden coger y morirse a la vista de todos no sólo por la pasión original de los amantes y por el romanticismo cinematográfico de los Safdie sino porque ya son invisibles. Sólo el amor puede mirarlos más allá de la ropa roída y la roña -que es mugre y que es rabia- debajo de las uñas. Ella enhebra una aguja como puede con sus dedos percudidos y helados para zurcirle la campera a él y su temblor es puro y duro frío invernal pero también, agonía kierkagaardiana. Los dealers no son los camellos de la parábola evangélica y el único cielo que existe es el del subsuelo público donde el que no tiene nada lo comparte todo, hasta la muerte. La intemperie es templo donde los infieles de los Safdie celebran su “thanks fucking God’s day” sacrificial para que los realistas puedan envejecer abrigados y darse el lujo del juicio a distancia.

La heroína más pura de los Safdie es la luz. No importa cuánto invierno haya en los grises exteriores diurnos ni en los iluminados interiores nocturnos, comerciales y ajenos. Alguna que otra fogata tribal y lens flares renacentistas nos reunirán alrededor de su calor o nos regalarán un gramo de gracia inagotable. Hasta la tortura del fuego, hellraiser del azar, es preferible al descanso eterno. La ciudad de los Safdie es una hoguera y nuestra pareja, sus mártires. Imposible escapar de esa cárcel de escarcha caliente que no necesita de muros ni de barrotes para retenernos. El Central Park es un pulmón agujereado, el asfalto una lija, el cielo un baldón, y Dios no existe en los baldíos. Cuando Ilya se baja del bondi que, si no los llevaba al paraíso los transportaba fuera del infierno, sentimos que todo está perdido, que es lo que siente quien ya es incapaz de perderse fuera de sí mismo.

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