En 1992, con Rapado, Rejtman inventa su propio tiempo a partir de un conjunto de signos que todavía no habían ganado su condición de tales (Suárez, Emmanuel Horvilleur, Lucas Martí) y de otros ya obvios pero extrañados (los videojuegos, la paleta de paddle, el guiso de lentejas convertido en potash quebecuá). Treinta años después, sigue siendo notable cómo la película adelgaza el carácter representativo de todo lo que incluye, y que una serie televisiva del estilo de Graduados en versión indie podría tomar hoy mismo para decir, con la prepotencia identitaria del mal costumbrismo: “Vos sabés, nosotros sabemos y todos sabemos que sabemos: estos (es-tos) son los años 90”. Un Lucas Martí preadolescente, al que todavía le faltaba para A-Tirador Láser, un Emmanuel Horvilleur ya Kuryaki pero con solo Fabrico cuero encima y unos Suárez con apenas algunos recitales (sus primeras grabaciones salen también en 1992) son, obviamente, signos todavía en formación, y en el primer caso ni siquiera eso. Los otros (ya no) son distintos. Pronto, casi sin darles tiempo a que se asienten, Rejtman agarra la paleta, los videojuegos y el guiso tilingo y les pinta una mueca, no para volverlos ominosos o para delirarlos sino para hacerlos aparecer corridos del lugar que presuntamente deberían ocupar, como si fueran cuadros apenas torcidos o imágenes apenas desenfocadas, y por eso mismo (por ese apenas) llamaran tanto la atención sobre sí. En este sentido, lo que la película mostraba en 1992 no era su carácter actual sino algo de mucho mayor interés: que la actualidad es una invención tan frágil que dos o tres movimientos pueden revelar su condición absurda.
Rejtman hizo lo mismo en la literatura. Como es bien sabido, la película (Rapado) fue primero un cuento (“Rapado”), que junto a otros once forman su primer libro (Rapado), publicado también en 1992. El libro no solo reúne un conjunto de elementos que cualquier álbum de los años 90 podría incluir (la ola de los mundiales, los libros de Anagrama, Angelo Paolo, Rata Blanca, Alakrán, unos Sepultura a los que el locutor radial que los presenta todavía tiene que adherirles una aposición explicativa) sino que su propia lengua está modulada en relación con una literatura que hoy percibimos sin esfuerzos -habría que amonestar esto último con un adverbio: digamos mejor, percibimos sospechosamente sin esfuerzos- como “literatura argentina de los 90”. Porque claro, en algunos aspectos, la prosa de Rejtman es afín a la poesía de corte objetivista que floreció en nuestro país en aquellos años. “Todo puede pasar” -la pequeña (no) historia de un pibe que sale a comprar cigarrillos, se encuentra con un amigo, da vueltas por la ciudad y vuelve a casa, y que le da a la película algunos de sus episodios- bien puede ser considerado el “Paso a nivel en Chacarita” de Rejtman. Exterioridad, anécdota mínima, deliberada intrascendencia: como el poema de Fabián Casas (publicado en Tuca, dos años antes de Rapado), el cuento podría terminar diciendo: “Bueno, eso es todo”.

La mayor parte de los cuentos, sin embargo, tanto de Rapado como de los libros posteriores de su autor, permite lecturas diferentes; en especial aquellos en los que abundan los episodios, que al estar narrados siempre en el mismo registro adquieren el carácter absurdo tan propio de las narraciones de Rejtman, pertenezcan a la literatura o al cine. Las situaciones son en general banales. La precisión, alucinada. Esto último se consigue de dos maneras. Primero, señalando no tanto los objetos como las marcas. Más que cigarrillos, en Rejtman hay Chesterfield, Marlboro, Parisiennes, Camel, Dunhill. Más que autos, BMW, Mercedes, 404, 504, Renault 6, Ford Fiesta, Ford Mondeo, Subaru, Volkswagen Gacel. Más que shampoo, Revlon, Helena Rubinstein, Sedal, Wellapon, Plusbelle, Springtime, Head&Shoulders, Flex, Timotei, Satinique. Más que antidepresivos, Tranquinal, Xanax, Alplax, Valium, Meleril, Rivotril, Alprazolam. En segundo lugar, en caso de que los objetos no se presenten con marcas, la precisión se establece mediante cantidades. En “Shawinigan”, alguien espera algo sin importancia y Rejtman escribe: “Pasan unos minutos en los que ve pasar también cinco coches y tres personas caminando”. En “Mi estado físico” sucede esto: “En la discoteca nos dejan entrar sin pagar y el hermano de Lisa nos da whiskies gratis. Yo me tomo cinco, Lisa dos, Leandro siete”. En “Literatura”, un pibe cubre a su amigo en el kiosco durante cuarenta minutos: “Atiendo a cuatro clientes y vendo dos atados de cigarrillos, una gaseosa, tres chocolates y un paquete de pastillas”. También en las películas pasa lo mismo. Uno de los textos en off de Silvia Prieto dice: “Ya no aguantaba más el bar. Desde el día en que empecé a trabajar había servido más de tres mil ochocientos cafés con leche y casi doce mil cafés. Me resultaba demasiado difícil seguir la cuenta y renuncié”. Y un texto en off de Los guantes mágicos dice a su vez: “De los veintitrés pesos que cobré por el viaje a Ezeiza, tres fueron para Susana, que había contratado el servicio a través de la agencia de viajes, diez para la remisería, seis para Luis y cuatro para mí”. Las cantidades pueden ser sustituidas por cualidades siempre y cuando se perciban como notablemente específicas. También en “Mi estado físico”, Rejtman escribe: “En ese momento me doy cuenta de que la motito que estuve mirando todo este tiempo es amarillo de cadmio, mientras que la de Laura es azul cobalto”.
Hay mucho más ejemplos. La suma de episodios, los modos en que se conectan entre sí (por simetrías, repeticiones, sustituciones, desplazamientos) y la precisión producen un notable efecto de no profundidad, fortalecido por algunas cuestiones lingüísticas especialmente brillantes. En “Algunas cosas importantes para mi generación”, se forman constelaciones léxicas como patineta-tabla de skete / cocaína-serenito / discoteque-discoteca-disco-confitería / follar-empalmarse-carapijo. En “Barras” (ese cuento notable, el tercero de Velcro y yo, para leer junto a La guerra de los gimnasios) Rejtman encuentra los años noventa en una coincidencia nominal: las barras de las mercancías que un escáner lee en la caja del supermercado y las barras de los gimnasios que se multiplican por la ciudad, ese otro fenómeno de época, a la larga más exitoso que las canchas de paddle. La homonimia -que volverá en Silvia Prieto- es un emblema posible para una poética que no los quiere. Todo en Rejtman se distribuye en una superficie. Que es casi como decir: el tiempo está borroneado, y por lo tanto su capacidad de afectación. Los personajes y las cosas de sus cuentos y películas cambian lugares, forman series, aparecen y se ocultan según ciertas frecuencias, y si se modifican lo hacen por intercambio más que por transformación. De ahí que los vínculos de causa y consecuencia estén tan debilitados, y que los personajes tomen decisiones de manera repentina, como si no participaran de una historia, o como si la historia fuera solo efecto de la sucesión o de revelaciones que la sacan del dominio de la causalidad. Así empieza “Rapado”, justamente: “Lucio toma una decisión repentina”. Unas líneas después el narrador agrega, con una modulación (en estos detalles-capiteles descansa todo): “Decide, otra vez casi repentinamente, que va a robar una noto”. Y por último dice: ”El pelo crece, pincha, se va haciendo un felpudito y Lucio tiene que volver a raparse. Esta vez, un amigo le afeita la cabeza con la Phillips del padre. Ahora, más que una decisión repentina de cambiar de aspecto, piensa Lucio, es una manera de dejar las cosas tal como están”.
El estado Lucio con pelo es anterior al estado Lucio rapado. Dos momentos de una sucesión. Pero el motivo por el cual se pasa de uno a otro no existe. El marxismo le hacía al Foucault de Las palabras y las cosas una crítica por demás razonable: muy lindas las epistemes, pero acá no hay explicaciones, acá no se sabe qué produce el cambio, acá no hay relato. Rejtman convierte esta visión de estados sucesivos sin nexos causales entre sí, o de nexos débiles, en una poética. Para eso, le dice no a cualquier explicación de la conducta, y fundamentalmente a la psicología. En “Barras”, las dos protagonistas salen a bailar después de ponerse la ropa y clavarse los fármacos que encuentran en un baúl. Se meten primero en un boliche rockero y después en uno de salsa, donde se quedan. En un momento van al baño, una se pone la peluca que llevó la otra y vuelven a la pista. Rejtman escribe: “Durante el resto de la noche a Analía la llaman Marta y a Marta, Analía”. Así pasan las cosas. Inmotivadas y presas de ritmos y combinaciones que nadie conoce, y también sin destino. De ahí que haya algo al mismo tiempo gracioso y desesperante en el mundo de Rejtman (¿alguien probó alguna vez ponerlo en relación con Jerry Lewis?), y que haya pocos autores tan resistentes a la palabra ligereza, que desde hace años se cae de nuestras bocas con extraña facilidad. Los personajes empiezan a fumar o dejan de fumar, se separan o se ponen de novios, se frecuentan o se dejan de ver de pronto, casi porque sí, como si no hubiera manera de gobernar ni el más mínimo de los acontecimientos. Rejtman ofrece al mismo tiempo la referencia y su desvío. Por eso, los elementos que componen sus tapices son comunes, y hasta demasiado comunes, para que sea posible el reconocimiento y la extrañeza simultáneos, tal como sucede con McDonald’s y La lección de piano en “Mi estado físico”, el bingo y El pequeño Buda en “Los argentinos” y el paseador de perros, el yoga y el comercio de importaciones baratas en Los guantes mágicos. Rejtman trata todos estos signos al mismo tiempo como obvios y reveladores, lo que explica el enrarecimiento, ya que, por su carácter, lo obvio se percibe siempre como previo (Aira dice esto a propósito de Tanizaki) y lo revelador, como póstumo. Rapado (la película) se sitúa en un tiempo que parece un presente diferido.
Nada lo muestra mejor que la escena en la disquería (un comercio que ya vemos como histórico), en la que se ve con claridad el vinilo de Magos, espadas y rosas de Rata Blanca y se escucha “Seguir viviendo sin tu amor”, el último hit de Spinetta. A ese presente de éxitos radiales, que la serie costumbrista sabría aprovechar, se le sobreimprime el leve anacronismo de la batea que revisa Lucio, gobernada por Fank Sinatra y en la que se hacen bien visibles estos discos: Nada personal de Soda Stereo (1985), Carrousel de Los Enanitos Verdes (1988), Out of Order de Rod Stewart (1988) y Cosmic Thing de The B 52’s (1989). No es una batea de ofertas, lugar que en 1992 Soda Stereo desconocía, ni una batea de rock argentino o internacional. Es una batea evidentemente preparada para la película, una vez más a partir de elementos en su tiempo obvios: en 1992, dentro del dispositivo formado por los boliches, la radio y la televisión por cable, por lo menos una canción de cada uno de estos discos podía sonar en la misma noche o el mismo programa. De Soda, “Danza rota”. De Los Enanitos Verdes, “Guitarras blancas”. De Rod Stewart, “Forever Young“. De The B 52’s, “Love Shak”. Una batea de discos hiteros, un poco anteriores al de Rata Blanca (de 1990) y al de Spinetta (de 1991), que ingresan así en una serie: pronto estarán en la batea y dejarán su lugar a otro vinilo y a otra canción, que después vivirán la misma suerte.

Además de discos, hay en Rapado otro soporte de audio: es el casete que encuentra Lucio en la moto que roba, y que registra la grabación, con fecha del 15 de marzo de 1991, de una banda llamada Estrella Roja (y que es interpretada por Suárez). Lógicamente, es imposible que el nombre no aluda a la entonces reciente caída del Muro, lo que suma otro elemento, también obvio, al tapiz epocal. La canción (que en los créditos aparece como “Tema de ‘Estrella Roja’”, y que finalmente se quedó con el nombre de la banda) empieza así: “Era un año malo / no recuerdo otro peor / estaba en la calle / sin trabajo y sin amor / nadie decía nada / bueno y nada malo, / nada de mí”. En un punto, es posible pensar la letra generacionalmente, como si Rapado fuera una película dirigida a una juventud (urbana, de clase media) con códigos que no tenían lugar en el cine argentino de los años 80. Pero la afirmación identitaria propia de las películas generacionales, que una década después Ezequiel Acuña asumiría en Nadar solo, que obviamente sale de acá, está ausente en Rejtman (su cuento «Algunas cosas importantes para mi generación» es casi una parodia de su título). Rapado no es “D-Generación”, la canción de Babasónicos en la que, también en 1992, Dárgelos canta: “Porque a mi generación / no le importa tu opinión / porque a mi generación / algo le pasa”. A diferencia de lo que parece pedir la letra de “Estrella roja”, Rejtman tampoco dijo algo, por lo menos no en el sentido representativo y más bien aleccionador en el que solemos usar la palabra. Pero sin dudas vio pronto que era hora de intentar algo nuevo en el cine argentino. Lo notable hoy, que eso está establecido, que ya hay mucha historia escrita al respecto, que la película ocupa un lugar prominente y que su director tiene una obra, es su persistencia más allá de la importancia. Obligatoria pero no domesticada o moribunda, que es como les gustan las cosas a los espíritus secos, Rapado sigue siendo una película para amar. Cada revisión lo confirma. De hecho, está tan llena de detalles que parece que se los guardara para liberarlos de a poco, con el paso de los años. El reloj que suena cuando Lucio está solo en el plano pero no cuando está su amigo Damián, aunque se encuentren uno al lado del otro compartiendo la pieza. El corte directo de Lucio que baja las manos de su cabeza después de ponerse el casco a Damián que las sube para tirase el pelo hacia atrás, cada uno frente a un espejo. El juego de líneas verticales de árboles y columnas, en el centro y a ambos lados del encuadre. La batea de discos hiteros. Todo está bajo control, y todo respira. Es una de las cosas más notables de Rapado y de la obra de Rejtman en conjunto: cómo una escritura y una puesta en escena tan estrictas enriquecen los materiales en lugar de agotarlos (justo lo contrario sucede con Martel). Basta pensar que no hay elemento que no forme parte de una serie o que no participe de algún intercambio para entender el carácter obsesivo de los cuentos y de las películas. Y basta ver cómo todavía aparecen notas y tweets comentando nuevos descubrimientos para entender que Rejtman inventó una máquina que produjo su propio fantasma. Un día alguien dice: en el placard de Rapado hay un afiche chico de Taxi Driver, que duplica el nombre del director (Martín) y el gesto del protagonista (raparse). Tiempo después, otro comenta, con una sonrisa pintada: en Silvia Prieto, que está llena de pollos, los personajes juegan al truco gallo. La sospecha de que el juego es infinito, y la convicción comunicada de que los cuentos y las películas no lo necesitan, define todo. Los perros, las casas, los barrios de Buenos Aires, las pastillas, los autos, las amistades del secundario, las discotecas, las familias, la actividad física. El universo de situaciones deliberadamente banales de Rejtman es también un universo poético. En un momento de “Barras”, los chicos que se pasan todo el día en el gimnasio hacen ejercicios colgados de la barra que tiene uno de ellos en el departamento. El narrador apunta: “Como monos”. Pero (¿por qué “pero”?) también como criaturas opacas y por eso mismo resbaladizas, que es una manera (rejtmaniana) de decir: misteriosas. Dice el cuento: “Los que observan los ejercicios contienen la respiración como si la repetición de los movimientos y la simultaneidad del esfuerzo fueran a producir algo más, algo inesperado y desconocido”. Así seguimos viendo Rapado.
