Douglas Sirk dirigió dos veces a Barbara Stanwyck, en películas que tienen algunas cosas en común. Por decir cuatro, de distinta importancia: el blanco y negro, la concentración dramática, la brillantez formal y algunas cuestiones argumentales que se repiten o se oponen. En All I Desire (1953), Stanwyck interpreta a una actriz que vuelve a su pueblo después de una década. En There’s Always Tomorrow (1956), a una diseñadora de modas que vuelve a Los Ángeles después de veinte años. En la primera encuentra a su familia, a la que dejó para buscar, sin suerte, el éxito en el teatro. En la segunda encuentra al que bien podría haberse convertido en su esposo si no se hubiera ido de la ciudad. En el final de una, la actriz se queda en el pueblo y reconstruye así la familia propia. En el final de la otra, la diseñadora retorna a Nueva York y deja unida a la familia ajena. Los argumentos tienen sus pliegues. All I Desire hace coincidir, al menos por un instante, la recuperación de la familia con la negación del orden social que rechaza a la mujer por su moralidad dudosa (las condiciones para el perdón en los mismos términos negados quedan establecidas). En el rechazo final a la vida nueva, There’s Always Tomorrow deja expuesto todo el peso de la ley, cuyo triunfo termina con lágrimas y con uno de los más grandes planos de personaje mirando por la ventana que se hayan filmado. Como otras películas de Sirk (Written On the Wind, All That Heaven Allows), All I Desire deja a la vista la moral rancia del pueblo chico y burgués, en el que un beso en el cachete puede ir acompañado de la frase: “Escandalicemos a los vecinos”. Pero There’s Always Tomorrow es más radical.

Se trata, de hecho, de una verdadera demolición de la institución familiar. Para notarlo, basta repasar el modo en que entrelaza los diferentes hilos que la componen. En primer plano, hay dos historias. Primero, la crisis de un hombre exitoso en términos burgueses: matrimonio de veinte años, tres hijos sanos y una empresa de juguetes que le permite tener una buena casa y el tiempo siempre ocupado. Un personaje de John Cheever. Después, la crisis de una mujer que eligió el camino de la realización profesional y no el de la familia: diseñadora de modas, de apariencia segura, bellísima, en contacto con gente importante, objeto de fácil envidia. Los dos están hundidos. El que siguió el camino de la familia siente que su propia vida no existe. La que eligió el camino personal se siente demasiado sola. La fantasía que lentamente construyen en los días que pasan tiempo juntos tiene su lógica: él piensa que en ella encontrará otra vez atención y ella piensa que en él encontrará amor y compañía. Sirk es una víbora elegante: en un momento, mientras miran la ciudad desde una terraza, justo un segundo después de besarse (pero sin plenitud), una mujer irrumpe en el plano y le dice al hombre que la acompaña: “De cuento de hadas”, refiriéndose a la vista y, sin saberlo, a la historia que estamos viendo, y que no puede funcionar según esa matriz, por más que un cartel al comienzo diga: “Había una vez, en la soleada California…”. Este momento de autoconciencia irónica forma parte de un conjunto de estrategias de distanciamiento no gritón (o si se quiere: de cercanía critica) que Sirk distribuye en la superficie de su película. Por decir tres. Primero, el juego de asociaciones entre el hombre y su robot que camina y habla (“Voy en la dirección que me dicen”), que se elabora en los diálogos y encuentra su momento de mayor intensidad en el gran plano en el que se los ve solos, el creador y su obra, uno contra la ventana de su estudio y otro en la mesa, moviéndose automáticamente, hasta salir de campo rumbo al vacío (no hay crash en la banda sonora). Después, la cita de Una tragedia americana de Dreiser, que uno de los hijos hace para interpretar el comportamiento del padre al regresar a casa después del fin de semana en un complejo vacacional en Palm Valley. Por último, los planos con ventanas, que separan al observador de la vida familiar de la que participa. Esto último sucede tanto con el hombre en crisis como con su hijo mayor, que está casi listo para comprometerse y que anuncia, por lo tanto, la posible repetición de la historia. El momento en el que el padre decide ir en busca de la que puede ser su nueva vida es visto por su hijo por una ventana, desde el jardín. Es perfecto: uno piensa salir de la vida familiar, el otro piensa entrar en ella; lo que hay en la casa en ese momento es un bloque temporal de veinte años que conduce de la felicidad al agobio y que está concentrado en la fotografía de la esposa y los hijos que gobierna el ambiente.
La historia del hijo mayor, que madura y se prepara para el matrimonio, es la tercera historia de la película. La cuarta es la de la esposa del fabricante de juguetes, que quiere la vida que tiene, dedicada a la casa y a los hijos. (Por si no bastara con lo que hace y lo que dice, el único cuadro de su habitación matrimonial muestra a una mujer y a su criatura). A esta última historia se entrega la película al final, porque es obligación hacerlo, pero sin borrar en nada la amargura. De hecho, Sirk oscurece tanto lo que en principio no parece más que un drama burgués común y corriente que cuando en los dos últimos planos recompone lo que fue rompiendo no queda en pie mucho más que el cumplimiento de la convención, desnudada en cuanto tal. Con el paso del tiempo, en sus expresiones mayores, la necesidad del Hollywood clásico de someter las historias a un marco medianamente aceptable se revela tan frágil que termina por acrecentar el peso de los desafíos apresuradamente conjurados con el golpe de timón del desenlace. Es fácil salir de una película como Teorema con consignas. De There’s Always Tomorrow se sale hoy tan sacudidos que ni esos premios nos quedan.