De un tiempo a esta parte, la cárcel se convirtió en un escenario habitual en el cine y la televisión argentinos, a tal punto que es posible hablar de un nuevo exploit carcelario. Digo nuevo porque tiene su historia: en 1952 Tinayre filmó Deshonra con su habitual morbo y talento (tiempo después inauguraría otro exploit de encierro con La cigarra no es un bicho), en 1974 Enrique Carreras perpetró Las procesadas y en los años 80 el destape aprovechó la cárcel para mostrar desnudos y escenas de violencia cuerpo a cuerpo en películas como Atrapadas y Correccional de mujeres. El “¡Guardias!” de Diego Torres en La furia es ya uno de los emblemas trash de los años 90. En relación con estos antecedentes, el exploit que conocemos hoy, y al que podemos llamar pos-Tumberos, presenta por lo menos una novedad y una continuidad intensificada. La primera es el medio privilegiado, que no es el cine sino la televisión. La segunda, la creciente independencia (pero nunca el corte) respecto de presuntas obligaciones realistas. Si Tumberos tenía al principio cierto vínculo con Okupas, y por lo tanto con Pizza, birra, faso, respecto de la cual la serie de Stagnaro presenta un primer brote grotesco, al final era ya cualquier otra cosa. De los capítulos definitivamente estallados, en los que nada importa mucho en términos clásicos y cada tantos minutos Carlos Belloso grita “¿Trajiste plata, puto?”, nace el impulso para la representación que predomina actualmente. Con el comienzo de El marginal alcanza para entenderlo: la cárcel es un lugar horrible, sucio y violento, como una selva en la que sobreviven los fuertes o los astutos. Digamos: tal vez una fantasía para aprovechar los miedos y los deseos oscuros de la clase media blanca argentina (y no solamente). Pero pronto queda claro que es también el escenario de un grotesco que si bien acumula y gritonea no se anima nunca a cortar los hilos que lo atan a una posible reflexión social en términos comunes. Es su lado Leonera. En este punto, el problema de El marginal es más estético que sociológico: está tan preocupada por mostrarse como una producción de alto nivel, competente, seria a pesar de sí misma, que parece hecha para que quienes se complacen en el autodesprecio digan, al mismo tiempo, las dos trampas más habituales de nuestra cultura televisiva: la trampa realista (¡esto sí que es Argentina!) y la trampa tilinga (¡esta serie no parece de acá!). En suma: es un exploit con aspiraciones de shock y respetabilidad. Un grotesco de qualité.
Por supuesto, se puede decir: nada de esto ayuda a la comprensión social del problema, lo que es evidentemente cierto. Y también, con un poco menos de autoennoblecimiento moral: lástima que las series carcelarias nunca se liberan de las ataduras que las dejan a disposición de este tipo de comentarios. (O por traer a la memoria una extraña aventura: lástima que no dibujan el arco de Resistiré, que empezó costumbrista nivel Suar y terminó como para gustarle a Laiseca). La conclusión es la de siempre: un conflicto de clases medias. Porque claro, seguro que hay burgueses que confirman sus prejuicios antipobres y antinegros mirando estas series. Tan seguro como que hay burgueses a los que ni se les ocurre disputar con estas series en el territorio que corresponde hacerlo y en lugar de eso prefieren filmar planos fijos de la cárcel, pasar el resultado en festivales de cine y recibir el apoyo de otros burgueses que cuando escuchan “cárcel” piensan: “cfr. Foucault”, y ahí se detienen. Para unos la cárcel es un territorio de dudosa humanidad. Para los otros, un lugar para repetir sin dolor sus certezas bibliográficas.

Contra todo esto (contra el exploit televisivo, contra la distancia hipócrita de los que para estar seguros de no agarrar pueblo ni se le acercan, y también contra el cine que reproduce los nobles objetivos de los agentes de resocialización, o que se pone a su servicio) apareció este año una película notable, que en lugar de pedirle a la cultura que la justifique encuentra para mostrar la cárcel un lugar propio del cine. Me refiero a Rancho, el debut de Pedro Speroni. Lo primero que queda a la vista es que se trata de un acercamiento bien distinto al que acostumbra ofrecer el exploit carcelario, al que sin dudas contesta, pero no porque venga a poner distancia en un conjunto de representaciones gobernadas por el prejuicio sino porque hace algo que a esta altura resulta casi increíble: les presta atención a los presos en tanto personas. Speroni establece la diferencia en todos los niveles, pero la firma por medio de dos operaciones. La primera, bien cerca del comienzo, es la escena en la ducha, que en el exploit da pie a la violación o a su amenaza y que acá es toda risa y camaradería. La otra, que se impone como criterio general, es que no hay guardias crueles sino empleados estatales cumpliendo una tarea. Esta suspensión de los conflictos morbosos permite acompañar a los presos en sus distintas actividades dentro de la cárcel y, fundamentalmente, escucharlos hablar.
Rancho está enmarcada por dos recursos narrativamente clásicos. Primero, una relación de movimientos (adentro-afuera): al comienzo un preso vuelve al pabellón y al final un preso sale en libertad. Después, un personaje-guía. El boxeador Iván (el preso que sale) es el último y el primero en hablar. Al principio cuenta la situación en la que se encuentra y al final la situación se resuelve. Durante el resto de la película entra y sale de escena, para que otros presos ganan protagonismo y al mismo tiempo no nos olvidemos de él. La de Rancho es una representación escalonada. En el fondo, varios personajes apenas apuntados. Más adelante, los que tienen su historia y su voz bien definida. En primer plano, Iván y quien funciona como su contracara: el viejo Artaza, que en lugar de irse parece querer quedarse (ya pasó treinta años adentro) y es capaz de definir una cárcel como linda, y recibir las burlas cariñosas de sus compañeros. Artaza es orden, disciplina, autoridad y consejos. Al principio le dice a un recién llegado al pabellón que es bienvenido y le pide compromiso porque este no es lugar para vagos. Después, un preso joven charla con sus compañeros y dice sobre el viejo: te habla y lo escuchás aunque diga boludeces porque se ganó el respeto. Aferradas como están al universo de porongas y de gatos, Artaza es una figura que las series rechazan.

Esta estructura clásica se puede aprender en las aulas, o (lo que es cada vez más raro) en el contacto cotidiano con las películas. Pero lo que sostiene a Rancho es otra cosa: un compromiso total con sus personajes, algo que solo puede aprenderse en el territorio. Speroni no está en la cárcel para hacer lo mismo que el sistema penitenciario. Está en la cárcel para conocer, y para ofrecerles a los presos una representación que ni punitivistas ni progresistas profesionales les ofrecen, unos por desentenderse de ellos en pos de las fantasías vengadoras del castigo y otros por someterlos a la limosna sociológica y olvidarlos para siempre bajo algún título en el que se acomoda la palabra síntoma. En Rancho no hay odio ni compresión lástimera. De ahí que Speroni busque la película en aquello a lo que nadie reconoce plenitud: el lenguaje carcelario (notable el uso del verbo pastorear), el cuerpo de los presos, la coquetería tumbera, el encanto incorrecto de unos personajes que dicen cosas como: “Yo quiero dejar de robar robando”. Hay una escena con una psicóloga o asistente social que funciona como descarga: un preso condenado por asesinato contesta las preguntas que haría cualquier persona de bien: padres, niñez, educación, familia. Rancho no está ahí. Incluso podría decirse: la escena está en Rancho para señalar que Rancho no está ahí. Está en este mismo preso contándole a otro cómo fue que mató a un hombre, en el viejo Artaza canturreando “Para vivir un gran amor” de Cacho Castaña, en el flaco que canta en un gran primer plano de perfil “Mi verdad” de Maná, en la manera en que los presos se peinan, en los notables planos que muestran a Iván entrenando, ayudado por Artaza. Speroni filma metido entre la ropa que cuelga en las celdas, en las duchas, pegado al cuerpo del boxeador. Nos pone siempre cerca de los personajes por medio de primeros planos y planos de conjunto bien abigarrados, en general de larga duración, y para que el espacio sea reconocible presenta o concluye las secuencias con planos generales, que permiten ubicarse bien y conocer el pasillo, el patio, el gimnasio y las otras dependencias del pabellón. Este juego de ultracercanía y mapeo está anunciado ya en el título y en la entrada de diccionario que explica su significado. El título sale del vocabulario de los presos. Su explicación, del hecho de que la película pone en escena un mundo que se asume destinado a quienes no pertenecen a él.
Por todas estas cosas, Rancho es una película honesta, en el mejor sentido de esta palabra maltratada e indispensable. Es honesta, ante todo, porque Speroni sabe que el documentalista no es alguien que da (sermones o limosnas, por ejemplo) sino el beneficiario de un favor. Los planos y las escenas de Rancho, tan cercanos, física y emocionalmente, solo son posibles si el director es capaz de ganar la confianza de quienes van a ser sus personajes, y esa confianza exige una retribución cinematográfica. Este pacto, que no necesita declararse como tal, pero sí volverse sensible, tiene su firma en la gran secuencia final. Cuando Iván sale de la cárcel, saluda a Speroni (“Nos vemos, Pedro”) y Speroni contesta desde detrás de cámara: “Nos vemos, Iván”. Un segundo antes le dijo: “Hablamos pronto”. “Nos vemos”, “Hablamos”: en una película como esta, esas fórmulas pierden su condición de tales: establecen un espacio en común, una confianza y un compromiso. El triunfo último de Rancho es hacernos sentir que todo esto es real, porque lo que vimos lo sostiene y cada imagen lo guarda, y que si no lo es, si resulta que en un tiempo nos enteramos de que Speroni no le atendió nunca el teléfono a Iván, y que es otro de los tantos documentalistas que se creen donantes y no deudores, sentiremos esa bronca como una traición también a nosotros, que participamos de una película que pidió nuestro compromiso y después nos engañó.
Hola, José.
¿Cómo va?
Me gustaría ver esta película. ¿Habrá alguna pista de cómo/dónde encontrarla?
Gracias, en cualquier caso.
Abrazo!
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Hola, Carla. Yo la vi en el Bafici y después no supe más nada, pero se me ocurre que no tendría que tardar mucho en circular. Ojalá puedas verla pronto. Te extrañamos en el festival. Un abrazo.
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Gracias, José. Esperemos que sí, que se pueda ver. La cuestión de la exhibición está cada vez más complicada. Y no parece que el INCAA esté ayudando mucho, ni cuidando a las películas. Lo que pasó con El perro que no calla en el Gaumont, esta semana, es escandaloso. El silencio, también.
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No sé´qué pasó en el Gaumont con esa película, pero se ve que es tan grave como para lanzar acusaciones sin especificar destinatarios.
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Pasó que la levantaron intempestivamente. La verdad, no sé qué destinatario específico tendría que mencionar. Mencioné a la institución, que es responsable en general.
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Entendí que en la idea del silencio escandaloso había una acusación velada. Disculpá.
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No! Es un señalamiento nada velado. Si hacen algo así, por lo menos, tendrían que explicar, pedir disculpas, no sé… Pero es todo así.
Si pensaste que hablaba del silencio general del medio, no. No lo dije con esa intención. Aunque me gustaría que se hablara más del tema, ahora que lo decís. Pero, por un lado, en Twitter, por lo menos, se dijo bastante. Por otro, no sé cuánto conocimiento hay del incidente. Y entiendo, además, que hay negociaciones en curso.
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Acabo de googlear. Ahí entendí. Ya que estamos, al Incaa le cabe también la responsabilidad de haber descuidado el festival de cine. Digo, por mantenernos en este noviembre. Un abrazo, Carla.
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Absolutamente. De eso, ya dije bastante. Y seguiré diciendo.
Te leo. Siempre.
Abrazo.
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