De tripas, corazón: Desglosando el Moreira de Favio (14 y 15), por Marcos Vieytes

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Andrade abraza a Moreira y lo llama «la culpa de mis desdichas» mientras sonríe. El reproche es una variante retórica del halago. Ya en el siguiente plano Moreira se disculpa por los males que le ha causado a Andrade verse metido «en cercunstancias que son mías». Dos cabalgan juntos hacia nosotros, como Richard Widmarck y James Stewart en uno de los últimos western de John Ford, iluminados por un deguello de soles. El color del atardecer es idéntico al de La legión invencible, otro western de Ford, pero colorista y filmado en estudio. Las siluetas de los amigos arman yunta mientras el diálogo se desarrolla. Andrade será el único que podrá contrariar a Moreira, pero aún no ha llegado ese momento. Otra vez en el rancho del viejo, menos locación física que aguantadero en tanto espacio en donde todos los regresos imaginables tienen lugar, Andrade pronuncia un monólogo decisivo en el que -gracias a la precisa modulación de Julio Villalba- finge enfado para afirmar su fidelidad:

«No, usté está equivocao, usté me ofiende. Que no hubo cercunstancia, sino eleción (la cámara empieza a retirarse, dejándolos solos y reencuadrando a los compañeros a través de una ventana). Algo me dijo al conocerlo el alma: ‘Ai tenís, Julián, a punto estás para elegir camino’. Y yo elegí, elegí el de la luz. Agora sí ya tengo por seguro que no ha de estar mi hoja en blanco en el libro de la vida (empieza a sonar una guitarra). Mis mentas quedarán junto a las suyas. No seré cuando muera tan sólo una osamenta, polvo y hueso».

Si guardábamos alguna distancia con la película hasta entonces, ya no será posible. Nuestro corazón les pertenece enteramente, aunque el propio Andrade seguirá siendo encarnación de una distancia ética que la rabia no le permite encontrar a Moreira, como quedará claro cuando el episodio de Marañon. Como Cruz uniéndose a Fierro, Andrade elige sabiendo tanto los riesgos que corre al hacerlo como las recompensas. Elegir a Moreira es elegir a Maradona:

Mi cotidiano insomnio se obstina en el misterio
de recordarme al otro aquel que fui.
El niño que rondó algún potrero
que, seguro, ya no besa la luna.
Aún no habías nacido y andabas en mi envidia,
como en todos los niños.
Diego, en la callada foto que conservo en mi cuarto
donde desguarnecido te apoyaste en mi pecho,
vi tu desolación de niño acorralado.
Se adivina el madero en tu mirada tierna.
Una constelación de multitudes
te ha cercado por siempre.
Ya no tendrás olvido,
ya no tendrás descanso.
Mientras haya un planeta en que respire un niño,
un niño habrá que sueñe que es Diego,
y que repite los goles imposibles
de músicas y pájaros.

Leonardo Favio

La tímida guitarra inicial se transforma en reunión de payadores junto al fuego. Un par de años después del Moreira de Favio, Jorge Prelorán filmará un magnífico fogón con asado y guitarras en Cochengo Miranda, donde se oyen parlamentos admirables: «Uno rústico como yo, habituado a estar en esta vida. / Mis padres se terminaron… / Como yo estoy ya, más o menos, puesto en este lugar, tendré que morir acá». Y en Invasión, de Hugo Santiago, habíamos asistido a la mejor guitarreada de cámara del cine argentino gracias a la composición del plano y a una milonga de Borges). El lucero de Moreira ya no ilumina solamente a Andrade, y el canto esparce su luz:

«La garganta se me añuda, / el corazón se entristece, / y ya en mi canto se mece / de Juan Moreira la sombra. / El paisanaje lo nombra / y ya es brote que florece. / Acostumbrado a sufrir / ya no hay dolor que lo asombre. / Su vida de sinsabores / y de disgracia están llenas. / Las dedica tuita enteras / pa’ consolar a los pobres.»

A contrapelo del optimismo institucionalizado contemporáneo, el Moreira de Favio calienta a los ateridos a través de sus cantadas tristezas, que son las de todos, así como Boecio recetaba las consolaciones de la filosofía para las almas en pena. La promesa del brote tanto puede indicar una continuidad de la rebeldía desplegada por Moreira como su transmisión poética. Si la oscuridad de la sombra parece dominar los versos, la fertilidad de la imagen brilla como «la pasto verde» que alfombraba tolderías y ahora reluce a través de una de las ventanas de la intendencia como hierba mojada. Moreira vuelve a donde empezó todo para ajustar cuentas con el teniente alcalde y la película despide a Eduardo Rudy: como en Más allá del olvido, los personajes del actor definidos exclusivamente por el interés económico son otro nexo más entre los cine de Favio y Del Carril. Quien fuera uno de los característicos locutores de Sucesos Argentinos le deja su lugar a Edgardo Suárez, otro locutor. Estamos a punto de conocer al Cuerudo.

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¿Se acuerdan de las publicidades del jabón de tocador Lux que pasaban por la televisión hace unos años, en las que aparecían actrices más o menos famosas -la mayoría de origen europeo- frotándose la pastilla por todo el cuerpo o sólo por aquellas partes del cuerpo que el montaje y la espuma dispuesta en el plano con precisión milimétrica dejaban ver? Cuerpos que nunca correspondieron al de la actriz en cuestión, quien solía evangelizar en primer plano los milagrosos efectos del producto en su persona y con eso le bastaba para hacernos pensar que la piel de esas piernas, brazos o torsos intercalados al discurso vendedor era la suya. A ese doblaje de cuerpos se le sumaba el de las voces, en un procedimiento que guardaba puntos de contacto con la poética del espectáculo de Fellini, quien gustaba de añadir los parlamentos sin preocuparse por sincronizar los labios con voz, ni por la verosimilitud psicológica o el realismo de las situaciones.

Juan Moreira inicia el ciclo de películas de Favio en las que ese desajuste es una proclama a viva voz. Los cuerpos de los actores se convierten en porta-voces de una gesta cantada o de una lírica dicha con la cadencia de versificaciones adaptadas a la convención gauchesca de los diálogos. No podía faltar entonces un locutor de renombre: Edgardo Suárez. Mendocino como Favio, aparece en la película y su presencia convierte a la pareja en un trío. «Vine mandado» es lo primero que le dice a Julián Andrade, y esa será la mejor declaración de su dependencia como «correveidile» o «chepibe» de los mandados, Judas involuntario. De modo que es Andrade quien detenta el punto de vista ético de la película, cuya racionalidad le impone límites a la fuerza aunque no le esquive el bulto al riesgo y también elija morir peleando.

«Negro ‘e mierda», reconoce Andrade al Cuerudo ni bien lo ve en la feria, y uno piensa de inmediato en el lugar central que han ocupado en la radio y el cine argentinos los negros americanos o africanos, empezando por José Ferreyra, fundador de una línea cinematográfica nacional que pasa por Romero, Torres Ríos, Del Carril y Kohon, llega hasta Favio y continúa con Aristarain, Caetano y el primer Campusano. Pocos años antes de esta película el peruano Hugo Guerrero Marthineitz contribuía al éxito de Herencia pa’ un hijo gaucho transmitiendo por radio los veinticinco minutos del poema de Larralde de un tirón, pero es otro peruano -José Palomino Cortez- quien ha relevado a Suárez gracias al rol decisivo de su voz y de su presencia en El fondo del mar, El descanso y Balnearios. Para cuando Favio filma su Moreira, Suárez ya había tomado parte en el Romance del Aniceto y la Francisca y en El dependiente. Además del Cuerudo, sería para siempre el narrador de La hora de los hornos.

La industria discográfica aprovecha su reconocimiento por esos años y todavía se puede conseguir al menos un disco en el que recita poemas de Neruda. Cachondo como el español Manolo Otero, cuya voz sería expurgada del tema de Soleado que Favio habrá de elegir como leitmotiv de Nazareno Cruz y el lobo, o chamuyero como el propio Favio cuando en sus discos pone en escena el levante, Suárez alarga las vocales para levantar la temperatura de los oyentes o ríe húmeda y socarronamente como Sandro mientras un saxo gime al fondo y un coro femenino suaviza la franela oral. Ni el mismísimo Moreira se resiste a los cantos de sirena de la legalidad que la voz de Suárez le presta al Cuerudo cuando éste le transmite junto al fogón la promesa del «indulto pa’ todos nuestros crímenes y hazañas», por más que lo haya visto aparecer empilchado de negro y usando el diminutivo del que siempre conviene desconfiar: «Ahora soy buenito».

El Moreira de Gutiérrez ya había actuado en política antes de transformarse en mito. El de Favio va hacia ella en un plano general contrapicado después de aceptar la oferta del Cuerudo. Parten al amanecer bajo un cielo tan sangriento como el de los ocasos. La duración del plano permite ver cómo se apaga el fuego que los calentó durante la noche mientras se achican sus siluetas y la voz de Moreira se aleja al trote lerdo:

«Adiós lagunas queridas, / adiós pájaros, adiós montes. / Me voy pa’ ande va mi norte, / que es norte de perseguido. / Parece que el dios bendito / me quiere seguir probando, / más aunque cambie de fiesta / no cambiará mi destino. / Yo pa’ vivir no he nacido, / yo nací pa’ andar durando.» El sustantivo «fiesta» es un claro en la sombría pronunciación de los versos que apenas recuerda «la alegría inmensa» con que un gaucho era capaz de empuñar la espada en el folletín de Gutiérrez o el «Mato, cantando» de unos indios norteamericanos que Borges recoge o inventa en uno de sus libros.

(Continuará…)

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