El 3 de noviembre de 1995, cuando explotó la Fábrica Militar en Río Tercero, Natalia Garayalde iba aún a la escuela primaria y se divertía con una cámara Sony 8mm que su padre había comprado poco tiempo atrás. Tenía doce o trece años, más o menos como los chicos de Cuenta conmigo y El origen de la tristeza: la edad justa para ciertas historias en las que un acontecimiento (o varios, entrelazados) divide la vida en un antes y un después. De esta matriz narrativa bebe Esquirlas en su primera parte, tal como indica con claridad la serie que forman, por obra del montaje y la voz en off, los archivos grabados con la Sony. Las primeras imágenes muestran a una Garayalde niña experimentando junto a su hermano Nicolás con el encuadre para sugerir que el piso es en realidad una pared-montaña y que la gravedad puede tener reglas distintas de las que conocemos. Este tono lúdico, lleno de alegría infantil, termina con la explosión de la fábrica militar, que pone fin al tiempo del juego. No es solo un acontecimiento exterior, del que la voz en off se hace cargo, sino también una marca en las propias filmaciones, que abandonan el tono que tenían hasta ese momento y se vuelven más testimoniales y oscuras. Al principio, el humor continúa, pero su marco no es ya la invención sino la crónica. Primero, sobre un plano invertido, Nicolás dice en off que la explosión dejó a Río Tercero “patas para arriba”. Después, para mostrar el estado de la ciudad, Garayalde actúa como periodista, con un micrófono de aire y un acento impostado, como de corresponsal extranjera en Nuevediario. Pero el humor desaparece pronto junto con la satisfacción por no tener que ir a la escuela, la crónica se debilita y lo que queda en pie es el registro de ciertos detalles (la pileta sucia, un sauce, un conejo) que muestran un talento precoz para encontrar los planos y una curiosidad de nuevo signo, no ya dirigida a la creación de mundos con reglas alternativas sino a la inspección del mundo circundante, vuelto extraño de un día para otro. Una historia en tres movimientos: la feliz irresponsabilidad, la crisis, la conciencia. O de cómo una niña entregada a las aventuras de la imaginación descubre que con la explosión de la fábrica de armamento algo se fue para siempre. Durante su primera mitad, Esquirlas es una historia de iniciación hecha y derecha. Como tantas veces, se trata de eso que nos gusta llamar el fin de la inocencia, y cuyo repertorio de causas difícilmente exceda estas cinco: la desilusión amorosa, el descubrimiento de la falibilidad de los padres, el contacto con la muerte, la amistad traicionada y la irrupción de un acontecimiento histórico decisivo, que es la que corresponde a Esquirlas. Como si Garayalde no quisiera que esta matriz se pierda de vista, termina la primera parte de su película con el acto que pone fin a la la escuela primaria. Entre lágrimas, canciones de emoción obligada y firmas de guardapolvos, en su florido discurso una maestra dice: “Emprendan la nueva etapa con la certeza de que vivir es hermoso, pero no fácil”.

Durante los minutos en los que la vida es juego, por medio de una voz en off austera y precisa, Garayalde presenta a su familia. Padre médico, madre docente, dos hermanas más grandes y un hermano de su edad, compañero de correrías. Tres niveles etarios que se expresan, por ejemplo, en las preferencias televisivas: los adultos optan por los noticieros, las adolescentes por MTV y los niños por los dibujitos. Todo esto lo señala la directora en off. En in, el registro sonoro que acompaña a las imágenes, sea o no el original, ofrece también algunas pistas musicales. Para los padres, Sui Generis (“Tribulaciones, lamentos y ocaso de un tonto rey imaginario, o no”, cuyos versos elegíacos bañan a esta primera parte de ubi sunt), para las hermanas mayores, un hit de Aerosmith (“Crazy”) y para los más chicos, no una canción sino un tarareo que parece nacer del juego de consola con el que se entretiene Nicolás. A esta información generacional hay que sumarle los datos que identifican a la familia como de clase media (padres profesionales, casa propia, televisión por cable) y alguna referencia propia de la cultura de izquierda (“el pueblo al poder con las armas”, dice el padre cuando ve los proyectiles en la casa). En esta familia que se nota unida por lazos firmes y amorosos, con estos integrantes y esta realidad social, irrumpe un acontecimiento que excede ampliamente su marco de contención. De ahí que la segunda parte de la película expanda el mundo que la primera parte pone en escena. Lo hace por lo menos tres veces. Primero, los notables archivos del día de la explosión sitúan a la familia dentro de la ciudad (las imágenes grabadas desde un auto ofrecen, además de intensidad dramática, un mapa urbano). Después, el video de la conferencia de prensa de Menem y Ramón Mestre, en el que el entonces presidente argentino y el entonces gobernador de Córdoba aseguran que lo que sucedió fue un accidente, sitúa a la ciudad dentro del país. Por último, la confirmación de que la explosión fue deliberada y tenía como objetivo ocultar el tráfico de armas a Ecuador y Croacia sitúa al país en el mundo. Río Tercero, esquina Vukovar.
El mérito incontestable de Esquirlas es que todas estas dimensiones, que tan fácilmente se ordenan por tamaño y distancia (de chico-cerca a grande-lejos) se entrelazan de manera fluida, y cuando llega el momento de que una suspenda sus reclamos para que las otras puedan llegar a su límite expresivo, la que baja el volumen es la mayor, no la menor. No es una cuestión de importancia social lo que está en juego, con la obvia imposición de la Historia sobre las historias, sino una cuestión estética: cómo hacer para que el respeto que todas las cosas merecen pueda ser simultáneamente percibido. La familia no es el mundo entero, pero nadie más en el mundo es ese padre o esa hermana que enferman de cáncer tal vez como consecuencia de la explosión, ni los siete muertos del 3 de noviembre de 1995, ni la quinceañera muerta días después por una esquirla, ni la abogada, viuda de una de las víctimas, que empezó a investigar por su cuenta y murió de cáncer, sin justicia, ni el obrero Omar Gaviglio, que hacía videos caseros para demostrar que era inocente y que, por lo tanto, la versión oficial mentía. A medida que pasan los minutos, la primera persona mediante la cual Garayalde cuenta la historia libera todos los fantasmas que la habitan (los enfermos, los muertos, los abandonados) y llena la película de una emoción lenta que es la clave última de su triunfo.

Llega un momento en el que ya no se sabe qué pertenece a lo íntimo y qué a lo público: es la prueba de que el cine fundó un lugar nuevo, posible solo por su intervención. En este sentido, lo que hace la Garayalde adulta no se opone a lo que hacía la Garayalde niña: sigue inventando mundos, pero en lugar de construirlos solamente con la imaginación los construye también con espectros familiares e históricos, que piden otras formas. Así, el tesoro de los archivos se multiplica: no solo guardan la inocencia y su final sino también las condiciones para la indagación posterior. Como si dijéramos: es por haber buscado una gravedad alternativa o por haber convertido el suelo en una montaña que décadas después Garayalde pudo hacer una película con los archivos que guardaron su mirada de niña. Porque esa mirada no es un mero testimonio del pasado, como un viejo peinado o una manera de vestirse que hoy causa risa: es a la vez el epítome de lo irrecuperable y la condición de toda potencia creadora.
En este punto, hay algo extraordinario en la relación entre el tiempo de producción de los archivos (de lo que el paso de los años, las operaciones formales y un cierto estatuto de las imágenes convirtieron en archivos) y el tiempo de su interpretación. Esquirlas no existe para olvidar o para recordar meramente que la ahora adulta Garayalde una vez fue niña: existe para entender que todavía lo es en un punto al que solo el cine tiene acceso. La posibilidad de ver la película de esta manera se debe en buena medida a la figura del padre. O mejor dicho: al ciclo en el que esta figura se integra. Al comienzo, en uno de los archivos de la Sony, el padre le pide a la hija que se baje de un árbol. Al final, en un plano elaborado especialmente para la película, la hija empuja la silla de ruedas del padre. La retribución del cuidado exige una forma, ya que al tener las imágenes un destino público no basta con la acreditación del parentesco: Garayalde tiene que ser cineasta para poder ser también hija. Tiene que enfrentar la mediación que el cine impone. Por eso la escena-homenaje al padre la muestra en plano como adulta por única vez. Ahí está, en un escenario iluminado especialmente, pidiéndole al padre que lea un texto que él mismo escribió, retirándolo del encuadre, esculpiendo su dignidad. En resumen: poniéndolo en escena. Después de este momento notable, con el que la película podría haber terminado sin que a nadie se le ocurriera ensayar algún reproche, Garayalde juega una última carta. Se trata de un viejo archivo en el que vemos a la directora niña bailando con su padre un Concerto Grosso de Corelli, felices, aparatosos, en pleno juego y comunión. Después de la historia, después de los fantasmas, el archivo es mucho más que un testimonio del pasado. Es una cápsula de tiempo liberada tanto de la sucesión como del ciclo. “Un salmo antiguo rescatado de la infancia”, por decirlo con un verso alucinante y justísimo de Rafael Berrio.

Todo esto decide el carácter inolvidable de la película, la emoción profunda que produce, su dimensión política resistente a las consignas, y por lo tanto más honda. Es una enseñanza especialmente importante para nuestros días, en los que es tan común recurrir a la primera persona como cuestionarla porque sí, como si solo pudiera ser utilizada de una manera, o como si renunciar a ella significara necesariamente trascenderla. Decir “yo” puede ser imponerle los propios límites al mundo, avasallarlo y empobrecerlo, pero también puede ser exactamente lo contrario. Como si en lugar de declarar: “Acá estoy, este es mi territorio”, quien habla dijera: “Esto soy, esto tengo, este es mi cuerpo y mi historia: mis límites, no los límites del mundo”. El gran ripio de Esquirlas ocurre a la hora, cuando la narración se detiene y Garayalde dice en off, con un plano que muestra aquello de lo que habla: “La torre de agua en la ciudad de Vukovar, Croacia, aún tiene la marca de la guerra de los Balcanes. Los proyectiles que se producían acá, se lanzaron allá. La gloria se adquiere a un precio. Debería poner una escena de refugiados, aprender a pronunciar los nombres de los bosnios, croatas y serbios muertos. Pero la historia me lleva a casa y me empuja a quedarme ahí”. Esa fórmula (“debería hacer esto, pero”) trae a la película lo que suele quedar afuera: la toma de decisiones que lleva las cosas en una dirección en lugar de llevarlas en otra. Después de toser, la narración se llena de aire y se abre a su final, en el que libera la emoción que labró lentamente. Es justamente por asumir que la historia que tiene para contar debe hacerse en primera persona, en casa, y por confiar en que el cine creará el espacio para los demás, que Esquirlas es una gran película. Cuanto más habla Garayalde de sí misma, más habla de nosotros, y no porque recurra a lo que podemos tener en común sino por el motivo exactamente contrario. No es solo por la destrucción de la industria, el desmantelamiento del sistema ferroviario, la banalización cultural, el desempleo masivo y la precarización de la vida que el menemismo es despreciable. Lo es también por haber producido este dolor íntimo, familiar. Y es que el cine no es una noticia, ni un grafico de barras, ni el púlpito para una prédica. Es esa magia pronominal que corre al yo del centro mientras el yo se dice. Eso que nos llevamos después de ver la película de Garayalde y que pone su título en nuestra propia piel.