La inteligencia de Truffaut no estaba disociada del sentimiento ni mucho menos se le oponía. La sirena del Mississippi nos pide incluso algo mayor llamado fe y que acaso sea uno de los nombres del salto -¿cualitativo, cuantitativo?- propiciado por la conjunción de esos atributos. Si alguien tuviera la peregrina idea de dar con una forma superadora del melodrama le convendría ver esta película o cualquiera de Visconti, que bien pudo estar pensando en algo parecido cuando se planteó “el problema del realismo” para llegar a la conclusión de que en ningún caso podía ignorar el género. Si algún hombre más de este siglo se atreviera a filmar el cine feminista que vale la pena, como vienen haciéndolo Paul Thomas Anderson (que en El hilo fantasma abraza el veneno y el antídoto para sellar el amor de sus protagonistas igual que en La sirena del Mississippi) y Christian Petzold (que le pone a Phoenix el nombre del cabaret donde trabaja Denueve), le convendría mirar la película de Truffaut y remontar sus huellas hasta dar abiertamente con Jean Renoir (como el impresionismo cinematográfico también es el rebote de la luz en un parabrisas o el viento en la cara de quien conduce, Noche de brujas es impresionista) y con Johnny Guitar, o no tan secretamente con Hitchcock (el que maltrataba a sus actrices, sí), además de tantos que revisaron el mundo a partir de los moldes seculares de la ficción sentimental (de Max Ophüls a Sirk para no superar los primeros cincuenta años de cine, o de Christensen a Del Carril para no fugarnos de nuestro país por esos mismo años). Si alguien es incapaz de pronunciar una frase sobre las relaciones entre los sexos sin intercalar la palabra deconstrucción cada cuatro sílabas, que piense en lo que Truffaut hace con sus personajes, lo mismo que todo gran cineasta industrial sabía hacer con el orden dado sin ilustrar bienintencionadamente la agenda cultural de turno ni pensar siquiera en un tema por afuera de la forma y de la función.
Si Denueve es la sirena del Mississippi en cuestión, una piba controlada por su proxeneta que se hace pasar por otra para aprovecharse del futuro marido de aquella, Belmondo tendría que ser el héroe. La elección de casting es brillante porque se ajusta a la expectativa que el público tenía del actor para entonces, ya volcado a la aventura atlética y amorosa de la mano de Philippe de Broca (el plano secuencia en que trepa hasta el segundo piso donde ella vive da cuenta de ello, así como del montaje en plano, del fuera de campo y de tantas cosas más que anidan en una película y una época del cine que hicieron de la puesta en escena una totalidad abierta), machihembrado a Delon una año después en Borsalino y héroe de acción europeo a caballo entre el cana de Harry el sucio y los mercenarios de Stallone y Schwarzenegger durante los setentas y ochentas. Pero más brillante aún es que el Ulises de Truffaut no haga oídos sordos al canto de la sirena ni se ate al palo mayor enarbolado de su estandarizada figura para no arrojarse al mar cuando lo escucha. La sirena del Mississippi sonará a balada del boludo –o de pelele buñueliano- para todo macho de manual, pues su racionalmente inconcebible itinerario va del casamiento por poder a la entrega por amor, de la propiedad colonial a la abrazada bancarrota capitalista, del cumplimiento del deber al crimen justo. La parábola moral de Truffaut sabe que la única inocencia posible es meramente legal y que a la ley no la escriben ni Dios ni el Diablo sino los hombres (y las mujeres). Denueve y sus simulacros, que los irreprochables llamarán estafas sin necesidad de arriesgar nada en la condena ni advertir que Belmondo y la hermana de la devota también despliegan los suyos, son los agentes del proceso revelador que ocupa prácticamente toda la película haciéndonos creer que la mujer no es más que esa aparente variante del objeto amoroso llamada femme fatale, sujeto perverso destinado a la perdición de los hombres seducidos por ella y al castigo final, o mero escollo desoído al pasar.
La primera jugada maestra de Truffaut, ya naturalizada la estructural de contratar a Belmondo para un rol a contrapelo de su arquetipo como estrella, consiste en hacernos oír a la sirena y, más aún, creerle. Lo que nos obliga a tachar el fatale que sigue a femme, como los adjetivos (d)esposados a los sustantivos por la costumbre, y agregar huérfana a prostituta sin asomo de duda ni vergonzante rubor. “Vos querías que leyera libros serios pero mi vida se parece a las novelas baratas que me gustan”, Denueve le chanta en la cara a Belmondo cuando se lo encuentra, despechado, en su piecita de pensión y nos desarma, literalmente a él. La sirena del Mississippi es Margot, antes llamada Margarita, o la Milonguita de Linning y Delfino, antes llamada Ester, o la costurerita que dio aquel mal paso. Si hasta le compran «aquel tapado de armiño todo forrado en lamé que tu cuerpito abrigaba al salir del cabaret», pero el tango –o la poesía popular que (lo) engendró- de Truffaut da vuelta como un guante el arquetipo machista tanguero que, como todo arquetipo que se precie de tal, siempre deja ver su contracara a todo aquel que quiera verla (y el –o la o le- que no, una prenda tendrá): si al protagonista del tango de Flores tanto le revienta la presencia de Margot que hasta pagaría por no verla, Nicolás Olivari observa con sorna que si la costurerita no daba aquel mal paso -para colmo, sin necesidad- estaría tísica del todo (entre los muros fríos de un taller, agrega el Negro Cele en uno de sus «poemas engominados»).
La segunda –y última- jugada maestra es descomunal: en vez de exculpar de todo análisis a la víctima objetivamente social la expone a su más dura chance, que no es la del aleccionamiento sino la elección del amor, eso que ha de aprenderse y a lo que no se puede acceder sin una dimensión de la entrega que participe del sacrificio. No como una exigencia de sometimiento externa sino como una posibilidad y una potencia del espectador –hasta el varón más pintado que fue a ver otra de Belmondo ha tenido que probarse el percal de la Denueve para entonces- más allá del espectáculo como dócil confirmación de sus propias convenciones. Acá Truffaut, que no dejaba actriz con cabeza, no es Belmondo sino la mismísima sirena del Mississippi, así como Flaubert se identificara con la protagonista de su novela para reorganizar el sistema dominante de lectura sin desintegrarlo. Huérfano trepador, filmó La sirena del Mississippi con la picardía de Favio para enseñarnos el amor amando: “Nunca me gustó la gente agazapada, esa que compra los muebles antes de casarse. Yo te amo y listo, vení, vamos debajo de un puente. Después, Dios proveerá”.