Tanta belleza, sobre «The French Dispatch», por Marcos Rodríguez

Sospecho que las repeticiones más superficiales (y, posiblemente, irritantes) dentro de las películas de Wes Anderson terminaron por tapar lo que en este caso es una radicalidad sucia que nunca habíamos visto en su cine. Por supuesto, las películas se prestan a eso: mismos actores, mismos temas, misma precisión puntillosa del encuadre. Pero “The French Dispatch” propone algo nuevo, y no solo algo nuevo dentro de la filmogafía de Anderson, sino probablemente algo nuevo dentro del cine. ¿Estoy exagerando, arrastrado por el entusiasmo? Posiblemente, pero al final vale más un error vibrante que una verdad seca.

Hay una cierta velocidad en el cine de Anderson, cuya manifestación física y de puesta en escena está en sus travellings prolijos y a veces hasta cómicos. Siempre saltó de una historia a otra (o, por lo menos, desde que desarrolló su “marca Anderson” con los Tenembaum), de un personaje al de al lado, de un tono a otro distinto, pero en “The French Dispatch” el procedimiento se extrema: hay un marco (la muerte del editor, interpretado por Bill Murray, probablemente la cara más consistente y significativa del cine de Anderson) que mantiene los ritmos y formas que su cine ha ido desarrollando (maquetas, colores pasteles, la idea artificial de refugio para los descastados, todo enroscado en un sentido cinematográfico que involucra forma y fondo) pero a partir de ahí se abren historias que podríamos aislar como cortos/relatos, que no tienen necesariamente que ver con el marco, aunque comparten ciertos puntos, y que de a poco, como termitas insidiosas, corroen ese constructo que podríamos llamar “filmografía” o “estilo”. Casi todo el cine de Anderson supone la operación de la construcción artificiosa de un refugio imposible (puesto en evidencia por la propia artificialidad, pero no por eso menos verdadero) y el proceso de esa construcción termina por generar (quién sabe si de forma voluntaria o no) un mundo propio. No se trata de autorismo, aunque esa sería la forma perezosa de catalogarlo. Ahora bien, Anderson parece haber llegado finalmente a un punto en el que ese mundo cobra una dimensión autónoma y se sale de control. Un descontrol, por supuesto, altamente neurótico y preciso, pero no por eso menos caótico en su efecto final.

Si “El gran hotel Budapest” fue lo que podríamos llamar la cumbre del clasicismo de Anderson (un clasicismo, se entiende, lleno de maquetas y merengue), en el que la simetría regía cada plano, en el que cada encastre cumplía una función narrativa, en el que se narraba una época, podríamos decir que “Isla de perros” marcó un quiebre: el chiche se contaminó de japonesismo y el plano estalló de grafismos y parcelaciones. Sin la excusa de lo japonés, “The French Dispatch” se nutre de los hallazgos de ese exotismo barato: mucho más que de la simetría de planos generales, esta película se nutre de desequilibrios: desequilibrios en el encuadre, fragmentaciones, disminución extrema del tamaño de los personajes en plano, asimetrías, chistes paralelos, recursos diversos. Anderson hasta termina por incorporar la técnica ridícula del “tableau vivant”, un anacronismo que, hasta donde sé, solo Ruiz había explotado en el cine. Y, encima, le da una vuelta: el “tableau” de Anderson es un tableau en travelling, lo cual acentúa más la artificialidad (y el chiste) de la cosa, con personajes que entran por el costado el plano ya congelados (y con utilería sostenida en el aire).

Incluso un recurso al que había recurrido con parsimonia y plenitud de sentido, como los cambios de un cuadro a otro (horizontal, cuadrado, lo que se le ocurra) y del blanco y negro al color (a cada historia solía corresponder un tratamiento que la expresaba) estallan en «The French Dispatch», en la que los saltos nos golpean entre plano y contraplano y suelen durar apenas el instante que tardamos en asimilarlo: pasan muchas cosas en cada plano de la película y, sospecho, harían falta unos cuantos visionados para poder terminar de captar los juegos que propone. (Es más, capturando imágenes para acompañar este texto descubrí varios chistes casi imposibles de ver mientras uso sigue los hilos de la película)

A estas alturas, por supuesto que Anderson sigue contando historias, y posiblemente algunas de sus historias más conmovedores, pero sobre todo lo que hace es seguir explorando las posibilidades del cine como juguete. Estamos lejos del cine importante (ese que usa su supuesto realismo para abordar temas serios), estamos lejos del cine mainstream (con o sin superhéroes, con o sin terror), en realidad estamos lejos de cualquier otra cosa, porque Anderson sigue avanzando para donde se le canta y llena sus planos de juguetes viejos y polvorientos (tableaus, maquetas, animaciones chatas), abrevando en un bagaje de formas perdidas, en una materialidad que ya es más contenido de basurero que recurso a mano para un cineasta. En ese deambular lo acompaña una caterva casi inverosímil de actores internacionales que ningún otro director podría permitirse, lo acompañan en esta aventura como lo acompañamos nosotros, emocionados por encontrar un cine que se propone cosas nuevas.

Posiblemente el efecto más fascinante de «The French Dispatch» sea la paradoja que alimenta cada una de sus historias: Anderson siempre fue un director de crear mundos con reglas autónomas, casitas de juguete en las que pudieran desplegarse sentimientos personales. Incluso sin recurrir al stop-motion o a las paletas de colores rígidas, a primera vista «The French Dispatch» es su película que más pone en evidencia su artificialidad: la ruptura hace saltar las ilusiones que podían meternos en la casita (a modo de ejemplo explícito, aunque tal vez no el más interesante, durante el episodio de los jóvenes revolucionarios, la historia de la formación de su movimiento se narra a través de una escenografía que se abre y mueve en cuadro de la exacta misma manera en que lo hace la escenografía de la obra de teatro -adentro de la película- basada en la experiencia de uno de los jóvenes durante la colimba). Todo explicita la mentira, incluso a través de la incomodidad, y sin embargo nunca una película de Wes Anderson incluyó tanto cuerpo, tanta mugre, tanto sexo, tanta belleza y tantas referencias a un mundo vasto y conflictivo como esta.

Por supuesto, quien pretenda encontrar una reflexión política en el episodio de la revolución juvenil de Anderson (una revolución desatada por la exigencia de los estudiantes varones de poder entrar libremente a las habitaciones de las chicas; una revolución que se lleva adelante a través de un partido de ajedrez) saldrá indignado. Indignados siempre sobran. En cambio, quien esté dispuesto a concederle al cine un espíritu propio, encontrará en ese mismo episodio un lirismo cuasi cósmico (y, también, trágico) que probablemente esté entre las cosas más bellas que haya filmado el Sr. Anderson.

Abierta y cerrada, «The French Dispatch» está atada con alambre: hecha mano de historias variopintas, sobre todo de formas variopintas de filmar, para construir una masa informe. Wes Anderson es, según sabíamos bien desde por lo menos «El gran hotel Budapest» (aunque, en realidad, desde el «El fantástico Sr. Fox») uno de esos directores a los que les hace bien la contaminación con la literatura. En este caso, con la literatura de revista: textos al paso, puro estilo, el hallazgo entre la basura.

El Sr. Anderson nunca filmó tan bien.

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