De la nuca, por Marcos Vieytes

«Mi mano vuela, despacio, / entre tu pelo y tu nuca.

Infructuosamente truca / un colibrí en el espacio.»

Ingenuo, sigo pensando que las palabras le deben obediencia a vaya a saber uno qué autoridad. Una pared es la causa de esa primera línea, la imagen de una pared que me impide dormir. Me levanto y escribo. Que esa pared haya sido la fachada de la casa de mis abuelos no tiene importancia, debería callarlo. A los fines de una escritura absolutamente pura es un estorbo, introduce un matiz psicológico espúreo. Habría una persona detrás de estas palabras, un personaje en ellas. O sea, dos imposibilidades cerniéndose como abortos en lo que debería fluir sin la más mínima conciencia de sí, amenazándolo. El sonido del aire acondicionado, la gata dormida, los ladridos de un perro aparecen para desbaratar la viscosidad. Son ajenos al impulso inicial pero su emergencia lo prolongan a través de la enumeración. Si escribir no resucita el deleite previo al sueño carece de sentido. Pero si no escribo, ¿para qué me despierto? El verso tenía, al menos, la coartada infantil de la rima, su segura coincidencia, la limitada contabilidad. El entendimiento arroja luz, se arroga una frase hecha. Mejor sería que iluminara la sin razón de los colores. Me hacen falta ojos sin explicaciones.

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La luz del sol a media mañana, iluminando la nuca de Romy Schneider, es la primera impresión de ella que tengo. Pero la nuca de Romy no revela solamente la selectividad de mi memoria, sino también la invención parcial de Claude Sautet, quien filmó el plano que recuerdo en Las cosas de la vida y varias veces más, transformándolo en un signo de su cine que pudo no haber sido dado nunca a la luz de no haber conocido a esa mujer. Pues siendo quien más y mejor filmó ese paraje escondido –Romy Schneider solía llevar el pelo largo- hasta volverlo leitmotiv visual y signo de misteriosa lectura, no fue el único en descubrir la elocuencia del cuerpo de esa mujer cuando era filmado de atrás. Hasta su espalda frecuentemente desnuda es más que un fetiche erótico, incluso en la fijeza convencional de las fotografías que, incrédulas del efecto devastador que tiene la sola exposición de esa superficie lisa y especular de su piel, varias veces lo socavan añadiéndole el del rostro dándose vuelta para mirar por encima del hombro (convención insinuante que llevó a dimensiones indecibles de un pathos sexual y melancólico). Las más de las veces, en cambio, Sautet se ciñó al reverso de su cuerpo. No como negación de la identidad ni como tabula rasa donde inscribir, negando la fisonomía del otro, sólo su propia fantasía, sino como enigma respetado y compartido. La nuca de Romy Schneider filmada por Sautet dice tanto y a la vez tan poco de Romy Schneider como del propio Sautet, presente en las subjetivas de los personajes que la miran (Piccoli dudando hasta la muerte –“la duda es erudita, pero fatal”- entre ella y Lea Massari) y de nosotros mismos.

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Una de las escenas de La vuelta al nido es todavía más extrema que el resto de la película, acaso la primera radical del cine argentino. El matrimonio ya acostó a los nenes, que duermen en la planta alta. La hosquedad del marido se prolonga en su rutinaria concentración en el diario, que lee sentado a la mesa. La mujer baja las escaleras y lo mira desde atrás. Sólo vemos, como ella, la nuca. El cabello está prolijamente cortado. En el extremo inferior, la angosta franja blanca de la camisa que sobresale debajo del traje. Entre ambos, esa porción de piel que nos ignora. Y la mirada –de ella, de la cámara- que busca la invención capaz de animar ese reverso, de dar vuelta esa situación en que la pareja está “de vuelta de todo”. “¿Qué nostalgia te puede llevar?” -pregunta la canción de María Elena Walsh quizás ya sólo retóricamente- de la casa compartida que también es la ciudad –una Buenos Aires sin ventanas al mar- y de la película misma. La nuca de José Gola le da la oportunidad a Torres Ríos de un cine sin movimiento, de otra clase de espectáculo: ¿cómo visibilizar corrientes interiores? ¿De qué maneras movilizar lo aparentemente estático? A través de la mirada de una mujer, que será la nuestra y pondrá en marcha la voluntad del hombre sin que éste ni nosotros lo sepamos. Con un barco quieto no habría Ulises posible, pero en La vuelta al nido la condición de posibilidad de Ulises se llama Penélope, con sus tejidos y sus pretendientes, medidas de tiempo que regula mientras el aventurero –un empleado bancario- juega a abolirlo en el presente continuo de la acción. En la demasiada eternidad de la canción de Walsh todo pasa, pero nada cambia tanta soledad. Que es la del tigre enjaulado impreso sobre la cara de Gola en la ciudad zoológico de la película, cuyo régimen laboral sólo puede ser transfigurado por la ficción. Pero si la ficción solía ser mujer, en La vuelta al nido es reinvención del hombre. Y la mujer, su autora, a despecho de la autoridad nominal. La nuca de Ulises es pantalla donde Penélope proyecta la mirada.

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Llewyn Davies no tiene pecado porque no hay otro pecado que el de ser. En su caso, ese pecado es también el del sobreviviente, como se lo recuerda siempre la ausencia del otro integrante del dúo que habían conformado juntos, pero los Coen no hacen un elogio de la culpa ni miran con lástima a su personaje para extorsionarnos, entre otras porque miran con los ojos de un gato, con la perpleja mirada no humana -incluso no humanista- de un bicho cuyo nombre es Ulises que ve pasar en planos subjetivos las estaciones de subte como postas de un planeta remoto. Como ese gato está a hombros del protagonista, que mira hacia el interior e ignora que hasta la película se ha olvidado de él a pesar de ser su protagonista, ¿por qué no pensar que esa mirada-gato es la de la nuca del hombre? ¿Y si el Cine fuera aquello capaz de darnos la subjetiva de nuestra nuca, el atónito placer de ver lo que imaginamos, no en el sentido literal de la traslación fantástica, sino en el de lo virtual? El cine es eso que mira por la nuca con los ojos del gato de Schrodinger.

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En la secuencia de los frescos de Roma de Fellini (la otra Roma que cuenta es la de Aristarain) el cine es literalmente visionario. El descenso hasta los subsuelos de la ciudad donde están prolongando las líneas del subterráneo atraviesa capas geológicas, históricas y ontológicas. Sin más efectos especiales que los de la luz, los movimientos de cámara y el sonido veremos zombis, obreros, dinosaurios y excavadoras hasta desembocar en unas grutas imperiales -que no son otras que las de Fellini, supremo emperador de la Visión- intactas hasta el instante de ser descubiertas. El agujero en la pared, orificio adecuado a las medidas de un proyector, ilumina fugaz pero eternamente la estatua de una figura de mujer -¿una diosa?- sentada de espaldas durante siglos en la más completa oscuridad (El agujero en la pared de Kohon es su única película mala porque el cine es potestad de la visión y no de la denuncia). El director que, recogiendo el testigo de Ophüls, hizo del cine un continuo circular de pistas circenses, no dejará que la veamos de frente, se negará a rodearla. Ni falta que hace, el cine no precisa del plano secuencia académico para iluminarnos el lado ciego de la realidad. A la estéril ambición del cine total se le responde con el misterio infinitamente potencial de la representación desdoblada. En la nuca puede haber más señas particulares que en la cara.

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La madre de la vecina del protagonista de Tres rostros para el miedo (Peeping Tom) dice que mira con la nuca y habla a través de ella. ¿Qué ve la nuca? La mujer de la película de Powell que le otorgaba tanta importancia era ciega. La nuca, entonces, sustituye a los ojos. Era usual decir que Maradona los tenía en la nuca, capacidad de visión multiplicada. Ver con la nuca significaría, espacialmente, tener acceso a la mitad oculta del campo de visión. También, una metáfora del recuerdo. Yo prefiero pensar que sugiere alguna clase de presentimiento. Receptáculo de mensajes divinos, alucinador o clarividente, quien deposita su confianza en ella atraviesa las apariencias sin necesidad de los ojos y entrega su boca a otra voz para no deshacer la visión al decirla.

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