A l’Aventure, de Jean-Claude Brisseau, por José Miccio

“Es muy difícil no vivir como todo el mundo”, le dice la madre a Sandrine, la protagonista de A l’Aventure, después de que su hija le meta los cuernos al novio y el novio abandone la casa. Unos segundos antes le había dicho: “Elegí la jaula que te resulte más confortable”. La madre es la voz de la ley. Brisseau filma contra ella, sin levantar pancartas. No es un cineasta contracultural ni reformista sino un explorador: lo que le interesa de la transgresión -el tema alrededor del cual gira A L’Aventure y buena parte de su cine- es menos lo que puede decirnos acerca de un mundo más justo y más libre que las formas que es capaz de adquirir y los límites a los que puede aspirar; en este caso, se trata nada menos que del éxtasis sexual y religioso. Con la infidelidad y la renuncia al trabajo, que son dos expresiones de la misma decisión, Sandrine comienza un camino que otras mujeres están ya transitando. Primero está Sophie, también veinteañera, que goza recibiendo latigazos. Y después está Mina, más grande y avanzada en el camino del placer, que al final de la película alcanza el éxtasis y se dispone a entrar en un convento. Dos planos, como una escultura: el cuerpo de una mujer que alcanza el placer total se arquea igual que el de una mujer en trance religioso.

De esta manera, Brisseau restituye un vínculo que la modernidad deshizo. Si con el descubrimiento de la histeria Freud puso el clavo definitivo a las interpretaciones basadas en la posesión, en A l’Aventure el psiquiatra Gregory -a quien vemos por primera vez en un café, leyendo los célebres Estudios sobre la histeria– desanda el camino: de modo no deliberado, por medio de la hipnosis, crea las condiciones para que Mina describa algo que presenció hace siglos, en un convento belga, y que cada tanto se le aparece en sueños: el éxtasis de la hermana Catherine. Con Freud, lo que era materia de la teología se convirtió en tema psicológico. Con Brisseau, lo que es materia de la psicología se vuelve, además, tema teológico. Por supuesto, la diferencia respecto de la interpretación prefreudiana es que el trance no es algo a resolver sino a conseguir, y su carácter no es demoníaco sino divino. Sexualidad y mística. Orgasmo y levitación. Estos pares, que de este lado de las cosas (el lado de las jaulas confortables, el lado de la madre) se perciben como formados por opuestos, encuentran su punto de reunión más allá de la ley, ahí donde es posible la aventura (el descubrimiento, la inquietud) de la que habla el título.

¿A cuánto placer hay que renunciar para tener una vida como la que defiende la mamá de Sandrine?, parece ser la pregunta de Brisseau. Y también: ¿qué implica un compromiso real con el placer? Como sus películas son exploraciones de la transgresión, y no meras celebraciones de la libertad a la que presuntamente conduce (por no salir de A l’Aventure: Sophie desea la ley que incumple, Mina se entrega a la obediencia) no hay una sola respuesta. El camino del placer puede llevar a la revelación, a la soledad, a la muerte, al poder, al autoconocimiento, al castigo. Sophie interpreta el éxtasis que Mina describe hipnotizada como “el orgasmo último, la fusión total”. Carne y espíritu. Brisseau es un libertino religioso. Su posición en la película está expresada por el viejo que conversa en la plaza con Sandrine, y cuya intervención agita en la mujer una inquietud que ya la acompañaba. “Todos somos ovejas”, es lo primero que dice, y por su negativa a aceptar sin protestas esa condición se opone a lo que después dirá la madre, que propone, como mucho, teñir la lana y afinar el cascabel. Dice también: “Somos más esclavos que nunca”, “Somos nuestra propia prisión”.

En este punto, Brisseau continúa la larga tradición antiburguesa del arte francés, pero se sitúa mucho más cerca de los escritores decadentes que de la euforia juvenil de los años 60. El viejo -que trabaja como taxista- es un personaje que reitera la reunión de los presuntos contrarios. Habla como un científico (fue profesor de física) y como un místico (pasó años en la India aprendiendo a meditar). Dice, en uno de esos paisajes rurales que abundan en el cine de Brisseau, y que como en Rohmer expresan el mejor de los vínculos entre el ser humano y la naturaleza: “El milagro es que todo es lógico”. Y después: “Si Dios existe es un buen matemático”. Por si esto no fuera suficiente, en una pared de la casa tiene una línea de tiempo que empieza con el Big Bang y termina con los dinosaurios, y en otra, justo sobre la cama, un crucifijo. Dios es una palabra indispensable. La figura de Rohmer -cuya El rayo verde aparece en Les noces blanches– ilumina por afinidad y contraste algunos aspectos de Brisseau. Se trata de dos cineastas interesados en la religión, el campo y los cuerpos jóvenes. Y sobre todo en la transgresión. Con una diferencia, claro. Ahí donde Rohmer cuenta historias de personajes que la resisten (la magistral El amor después del mediodía, por ejemplo), Brisseau cuenta historias de personajes que se le animan. Un católico y un libertino: esos hermanos.

En un momento, Sandrine y Gregory son testigos de un menage a trois sadomaso en casa de un arquitecto. La escena se desarrolla casi enteramente en un plano de cuatro minutos, que comienza en un pasillo y nos conduce lentamente hacia donde pasan las cosas, como si llegáramos a un teatro o a un cine justo cuando la obra está empezando. De hecho, hay toda una puesta en abismo: como un director, el arquitecto les da órdenes a las mujeres desde fuera de campo; como unas actrices, las mujeres responden a lo que el director les pide; como unos espectadores, Sandrine y Gregory miran lo que se representa frente a ellos, tal como hacemos nosotros. Además de este juego autorreferencial, la escena -un prodigio de erotismo y misterio- ofrece un posible ideograma del cine de Brisseau: el plano de Sophie desnuda masturbándose contra una biblioteca repleta de libros. De este tipo hablamos. De un tipo que puso una cultura que se adivina inmensa al servicio de la sexualidad femenina, a la que no puede acceder. Después de un polvo excelente, Sandrine le dice a Gregory: “Ustedes los hombres jamás sabrán cuán bueno es”. Para explorar ese desconocimiento filma Brisseau.

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Este texto fue publicado originalmente en el número 5 de La Vida Útil

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